Teoría del Bostero 7
El Gran Diego y la Pantalla Chica
Es raro: somos él. La escena me ha sucedido en los lugares más variados, con interlocutores tan distintos, con los acentos más diversos:
—Where are you from?
Y entonces yo les contesto y se me quedan mirando. En Asia y África y Oceanía —por ejemplo— la Argentina existe muy poquito y la respuesta «argentino» provoca, la mitad de las veces, una sola respuesta: ajá. O sea: la lógica ignorancia. Para la otra mitad —para aquellos que saben— la conclusión casi siempre es la misma:
—Ah, argentino… ¡Maradona!
Es curioso: no se me ocurre ningún otro caso de país tan uniformemente sintetizado, definido por la figura de un señor. Recuerdo aquella noche en que se nos volvió, incluso, un idioma. Había tres chinos jóvenes, bien vestidos y bebidos en esa fonda de Pekín: me preguntaron de dónde era, les dije y me invitaron —por señas— a sentarme con ellos. No sabían ni una jota de inglés, yo tampoco de chino y me convidaban un licor dulzón. Estábamos borrachos y felices: nos sonreíamos, nos palmeábamos los hombros y nos decíamos la única palabra común:
—Maladona, Maladona.
—Maaaradona.
—Maladonáaaaa.
El vocabulario global pronuncia muy pocas palabras argentinas: «tango» ya tiene casi un siglo y ahora, ademas de «maradona», la única voz que le dimos al mundo es el neologismo «desaparecido». Todo un logro.
—¿Maradona ser desparesidou, my friend?
—No, Maradona es un tango, cariño.
Pero es, también, la palabra que nos identifica. Diego Armando Maradona apareció en el momento justo en que la televisión empezaba a llevar el fútbol a los confines más lejanos: miles de millones de chinos, rusos, indios, africanos que nunca escucharon hablar del gaucho, de Evita, de Gardel, han visto a Maradona cacheteando pelotas —y es lo que saben de nosotros. Alguna vez terminaremos de aceptar que, para dos o tres mil millones de personas, la Argentina y los argentinos —todos los argentinos, las vacas, las montañas, los presidentes, los violadores fugitivos, el novio de tu hermana, aquel triciclo, los inmigrantes bajando de los barcos, el cielo de humahuaca, el peronismo, la esquina de carabobo y cucha cucha, la marcha de san lorenzo, tu futuro, todos los perros y hojitas y sánguches de miga, las pastillas refresco, tlön uqbar orbis tertius, este libro— no somos nada más o nada menos que la confusa nube de pedos que aureola la pierna izquierda del Gran Diez. El mundo está lleno de personas que nunca oyeron hablar de la Argentina pero sí de Maradona; el mundo está lleno de otras personas que sólo oyeron hablar de la Argentina porque oyeron hablar de Maradona. Maradona representa tanto a la Argentina que uno de los mejores chistes de argentinos —ese género que los sudacas aman— lo tiene como protagonista:
—Maradona es el mejor jugador del mundo y uno de los mejores de la Argentina, viste che.
Dicen, con acento imitado, para seguir hablando de nuestro orgullo inimitable. En el mundo —en el resto del mundo, en todo lo que no es vecino o europeo con parientes o tercermundista más o menos culto—, la Argentina somos él. Es un destino. Supongo que podría ser mejor. Y podría ser, también, mucho peor.
Somos de camiseta. Alguna vez habrá que averiguar por qué la Argentina, un país cuyo aporte a la economía, la cultura y los noticieros del mundo es escaso, ha tenido tanto éxito en la producción de imágenes, de ojos para estampar en la remera. Cantidad de países mucho más importantes no consiguen imponer una sola, pero la Argentina tiene un par de caras en las sudaderas del planeta: el problema es que Evita es Hollywood/Madonna y casi nadie sabe que el Che Guevara era criollo. Maradona es otra cosa:
—¿Ah, argentino? Sí, Maradona, Maradona.
Seguramente hay algo perverso en todo eso: un país incapaz de hacerse a sí mismo, de terminar de ser lo que cree que debiera, se difunde bajo la forma de esas caras reconocidas y confusas.
—¿Ah, argentino?
La Argentina es un país que se rige por ídolos. Y, en este país idólico, no lo ha habido mayor que Maradona.
—Maradona fue lo que fue porque encarna simultáneamente varias cosas: la doble identidad de pobre frente a rico, sur frente a norte, Argentina frente a Europa y sur de Europa frente al resto de Europa. Es un símbolo de continuidad en un momento en que todo se fractura, el peronismo se vuelve conservador, el radicalismo traiciona, y él sigue siendo el viejo símbolo nacional y popular. Pero además es un tipo que sintetiza todas las identidades del fútbol argentino: es el tipo con la mayor habilidad que nunca se ha visto y al mismo tiempo unos huevos así, que sigue jugando con el tobillo hecho una papa.
Dice Pablo Alabarces y yo estoy de acuerdo: el fútbol pone en escena el mito central que armó a la Argentina: el ascenso social, la idea de que cualquiera puede. Y Maradona lo representa como nadie. La historia de Maradona sigue diciendo que de Villa Fiorito al mundo hay un camino que se puede recorrer, aunque parezca que no: existe, porque él pudo recorrerlo.
Yo estoy de acuerdo pero creo que, sobre todo, Maradona es el ídolo excluyente porque es un genio. Era fácil saberlo cuando uno lo veía jugar, pero yo terminé de convencerme cuando lo vi comunicando; no es fácil meter el gol a los ingleses con la mano; decir, después, que había sido la mano de Dios es genio puro. No es fácil meter el gol que le hizo a Grecia —el último de los mundiales— pero correr, después, hacia la cámara de televisión y ponerle la cara y el grito y festejarlo con millones de telespectadores es increíble. El genio es el que hace lo mismo que tantos otros pero distinto, mejor: miles y miles de jugadores habían festejado goles en partidos televisados; al primero que se le ocurrió ir a dárselo a los cientos de millones que miraban por tevé fue Diego Armando Maradona.
—El pibe era un artista.
Dirá Silvio Marzolini, a quien muchos llamaron artista en su momento. Pero él lo dice sopesando palabras:
—Con el amor, con todo lo que te transmitía, es un artista: yo lo veía llorar en la cancha, es el mejor artista del mundo. Esa manera de expresar la alegría y el llanto y todo el resto, impresionante… Maradona es increíble, no hay otro igual.
Pero, además, hablaba: en algún momento decidió que iba a convertirse en portavoz y empezó a reivindicar a los pobres de este mundo —con intrusiones de presidentes reaccionarios y dealers en ascenso y algún otro personaje medio raro. Maradona rompió también con esa tradición del futbolista sometido, encajonado en sus palabras caseteadas.
—Se aprende mucho al lado de él, se aprende la verdad. El tiene la verdad, aunque no es un erudito en cuanto a ser filósofo y todo eso, sin embargo tiene cada frase que te deja helado. Es un dotado en todo aspecto.
Dice el Pepe Basualdo, que jugó con él en Boca y en la selección —y la cara se le pone en serio admirativa:
—Como cuando el Papa le dijo lo de la droga, que la deje, qué sé yo, y él saltó y le dijo vos, en vez de hablarme a mí de drogas por qué no vendés el techo que tenés acá que con lo que sacás le das de comer a todos los pobres del mundo. Le dijo una verdad tremenda, y el pobre Papa no sabía dónde meterse.
—Sí, me pelié con el Papa. Me pelié porque fui al Vaticano y vi los techos de oro. Y después escuché al Papa decir que la Iglesia se preocupaba por los chicos pobres… Pero ¡vendé el techo, fiera, hacé algo! Las tenés todas en contra, encima fuiste arquero. ¿Para qué está el Banco Ambrosiano? ¿Para vender drogas y contrabandear armas, como se escracha en el libro Por voluntad de Dios? Yo lo leí, no soy ignorante. Y también estuve con el Papa, porque soy famoso.
Dice, en su libro, Diego Armando Maradona:
—¿Porque salí de Villa Fiorito no puedo hablar? Yo soy la voz de los sin voz, la voz de mucha gente que se siente representada por mí, yo tengo un micrófono adelante y ellos en su puta vida podrán tenerlo.
Jugando, hablando, muriéndose a menudo, el genio fue y sigue siendo el ídolo por excelencia de los argentinos. El sociólogo francés Marc Auge ha definido al fútbol como la única religión universal en esta era de globalización: un espectáculo con reglas fáciles transportadas a todo el planeta por la televisión en tiempo real. Y el español Manuel Vázquez Montalbán se puso más duró y dijo que el fútbol «permite responder a la falta de proyecto de las sociedades globalizadas y a la paradójica soledad de las masas. Ahora Ronaldo es un mito creado por la FIFA para hacernos creer en la religión del fútbol. Pero no hay religión sin dios. Y el puesto de dios del fútbol está vacante desde que Maradona lo dejó».
En la Argentina no está claro que el puesto esté vacante. Puede que Maradona ya no sea un dios del fútbol; será, en tal caso, un dios a secas. La Iglesia Maradoniana celebra cada año su Navidad —el nacimiento de Dios— él. 30 de octubre, fecha de su cumpleaños, por supuesto. La Iglesia Maradoniana La Mano de Dios se reveló en Rosario, bautiza fieles, consagra «en el nombre de la Tota» —la mamá— y le reza al Gran Diego. Es un chiste —o está cerca de un chiste— pero cuando Maradona estuvo enfermo la página de la Iglesia en internet pedía a los fanas que ofrecieran algo por su mejoría: hubo quienes se mostraron dispuestos a dejar la cerveza, el faso, el porro, a no entrar nunca más en un boliche, a hacerse putos, a rezar y rezar, a no coger durante un año, a casarse con su novia, a estudiar todos los días, a no cagar por tres semanas, a hacerse de River, a ponerse la camiseta de River todo un año, a quemar una docena de camisetas de River, a decir River en todas las frases, a recorrer el camino de Santiago, a dejar de ver fútbol para siempre, y uno dijo que la pregunta era más bien que qué no haría y no le encontraba una respuesta. Y hubo varios que dijeron que si al Diego le hacía falta algún órgano para un transplante —corazón incluido— ellos lo daban, y creo que un par lo decía en serio.
Rodolfo, por ejemplo, se pasó todos esos días en la puerta de esa clínica con un cartel que decía «Tengo veintidós años, no fumo, no me drogo, hago deporte, soy bostero. Dios: te dono mi corazón». Y había día y noche cientos de personas, más carteles: «Dios existe, sólo está descansando», «Silencio, duerme Dios», «La gente te necesita, el Barba no», «Pelé será rey, pero Diego es Dios», «Dios es zurdo, bostero y argentino».
—¿Sabés qué pasa, hermano? Que a mí nadie en la vida me dio tanta alegría como él.
Dijo Rodolfo, pero hay millones que lo firman:
—Por eso, si necesita algo, todo lo que le dé va a ser muy poco.
Le dieron canto, sin embargo. Tanto, que debe haber sido muy difícil ser Diego Armando Maradona:
—Era increíble: cada vez que iba a uno de esos clubes me regalaban rolex de oro, autos, ¡autos! A mí, por ejemplo, me dieron la primera Volvo 900 que hubo en Italia… Y yo les preguntaba ¿pero qué tengo que hacer? Y me contestaban nada, sacate una foto.
Dijo, por ejemplo, el Diez en su autobiografía, hablando de sus años en Nápoles. Debe ser difícil vivir sabiendo que fue, tras Juan Pablo II, la persona más conocida de este mundo. Que hay docenas de películas que lo muestran en acción, docenas de libros que cuentan su vida, analizan sus jugadas, descubren la trama oculta de la oculta trama. Que hay álbumes de figuritas, que hay un libro para bibliófilos a mil dólares el ejemplar con cuentos sobre él, que hay cientos de sites de sus fanáticos, que hay estampillas de México, Camerún, Guyana, Gambia, Mongolia, Paraguay, Malí, Togo, Azerbaiján, Bolivia y muchos más con su estampa gordita, que hay docenas de canciones con su historia, que hay videogames, que hay tarjetas telefónicas, que hay muñecos maradona, naipes maradona, encendedores maradona, vasos y tazas maradona, llaveros maradona, perfumes maradona, rompecabezas maradona, vinos maradona, forros maradona, mandonas maradona y tanto más. Que en la Argentina hay gente que se tatúa su cara en un hombro, su firma en la espalda, su silueta en la nalga. Que hay miles y miles de personas que llevan su sonrisa en una camiseta y muchos más, millones, que usan alguna de sus camisetas. Que hay miles de argentinos que se llaman Diego —o incluso Diego Armando— en su homenaje. Que está lleno de nabos como yo que, aun sin hacer nada de eso, todavía se emocionan viéndolo jugar, haciéndolo jugar una y mil veces: cuando me da un ataque de abstinencia pongo alguno de sus videos para ver cómo se toca una pelota, cómo se deja sentado al que se cruce, cómo se pone un tiro en el ángulo más raro: cómo se hace con fútbol la belleza.
Debe ser difícil, sobre todo, para un hombre, saber que le dio su nombre al sueño, a un proyecto generalizado: si uno le preguntara a cualquier chico argentino qué es lo que más querría ser en la vida te dirían Maradona, ser como Maradona.
—Diego era un señor.
Dice Roberto Prado, utilero de Boca:
—Un tipo normal que cuando salía del vestuario se transformaba. Si acá adentro había treinta tipos, él le daba un beso a los treinta, y te pedía siempre las cosas por favor. Pero cuando salía se descontrolaba. Puteaba contra los periodistas, contra la gente que le rompía los huevos pidiéndole un autógrafo, pero adentro era otro tipo, siempre por favor esto, por favor lo otro. Diego abrazaba a mis hijos como si fueran los suyos, así era dentro del vestuario.
Pero era muy difícil salir de ese vestuario y ser El Diego.
—Claro, cómo no se iba a enloquecer. Siendo de origen tan humilde…
Dicen los que no dicen «pobre» porque si lo dicen se les va a notar que dicen, en realidad, negro de mierda.
—Sí, porque a vos, que naciste en una casa linda y fuiste a la escuela y siempre tuviste la heladera llena, si a los veinte años te dicen que sos el más grande y que podés tener lo que se te cante y que todo está a tus pies, te lo tomarías con mucha calma y dirías om, supongo.
—Pobre Diego.
Dijo alguna vez Jorge Valdano:
—Durante tantos años le repetimos sos una estrella, sos un dios… que nos olvidamos de decirle lo más importante: sos un hombre.
Seguramente lo sabía, pero debía ser un esfuerzo recordarlo ante tanto disimulo. Y saber, sobre todo, cómo vivir con esa mezcla. Todo jugador de fútbol es efímero; es una de sus condiciones básicas. Un jugador de fútbol se acaba, como todo el mundo, sólo que el jugador lo sabe y lo tiene presente desde que empieza: su futuro es escaso y tiene fecha de caducidad. Pero Maradona llevó ese modelo al límite: el futbolista como presente extremo —en un momento en que la Argentina se mostraba como un presente sin futuro ni fin. El presente continuo, el futuro despreciado: cocaína. El futbolista por antonomasia, el ídolo del fútbol, sumó su condición de futbolista a su condición de coqueto: fue la metáfora del país del que fue —y es— el gran ídolo. Aunque el ídolo ya ni siquiera esté seguro de ser él: hace unos meses, encerrado en una clínica psiquiátrica, sin poder ver a nadie, trataba de desintoxicarse —y en el recuerdo seguía siendo aquel que fue. Es la condena del héroe que se sobrevive: ser en la memoria de los otros alguien perfectamente distinto del que es en realidad. Nadie lo piensa como este hombre encerrado para pelear contra fantasmas; no: sigue siendo un muchacho de veinte que le hace magia a la pelota, aunque ahora pese ciento quince kilos y no lo dejen mirar los noticieros o los programas de chismes o las tiras de la tele para que no se amargue ni lo dejen comer ni correr ni recibir visitas —pensaba yo, trabajosamente, hasta que descubrí que él, como siempre, lo había dicho mejor:
—En esta clínica uno dice que es Napoleón, otro piensa que es San Martín… ¡Y yo les digo que soy Maradona y nadie me lo cree!
Además de ser él, Diego fue la Argentina y, además —o por eso— hincha de Boca. Maradona es el mejor jugador que pasó por Boca Juniors —y Argentina, y el mundo— y es, además, el superhincha. Maradona se convirtió en el símbolo de Boca: Boca es enorme, pero él lo sintetiza. Maradona jugó 69 partidos oficiales en Boca y metió 35 goles —uno más que medio por partido, aunque casi la mitad fueron penales, 69 partidos es bastante poco: fueron suficientes —y es bueno que sean 69. Boca es Diego como Diego es Boca.
Vale diez palos verdes,
se llama Maradona
y todas las gashinas
le chupan bien las bolas.
Y cuando va a la cancha
la Doce le agradece
todo lo que Dieguito se merece.
Y los bosteros tenemos esa sensación de que nos ha dado tanto que ahora tenemos que bancarlo. No está claro que sea necesario, pero tenemos que bancarlo contra los que lo joden. Que por alguna razón serían, en primer lugar, los periodistas: los que no lo dejaron vivir, los que lo convencieron de que era Maradona y le hicieron —por eso— la vida imposible. Está claro que Maradona fue Maradona porque apareció —queda dicho— en el momento en que la televisión globalizó el espectáculo del fútbol: la primera gran estrella del fútbol como un deporte sin fronteras.
Oh oh oh oh hay que alentar a manido,
oh oh hay que alentar a maradó.
Hay que alentarlo hasta la muerte,
porque al Diego yo lo quiero,
porque yo soy un bostero,
lo llevo en el corazón.
no me importa lo que digan
esos putos periodistas,
la puta que los parió.
Oh oh oh oh hay que alentar a maradó.
La primera gran estrella del fútbol después que el fútbol se volvió sombras en la pantalla chica.
La televisión cambió al fútbol —y el fútbol ayudó a imponer la televisión por todas partes. Hay, seguramente, en estos años de simbiosis entre distintas manifestaciones culturales, pocos encuentros tan productivos —¿tan felices?— como el del fútbol y la tele.
—El fútbol no es la máquina cultural posmoderna; esa máquina es la televisión. Y el fútbol es sólo uno de sus géneros, aunque sea el más exitoso. Lo más visto en el mundo es, cada cuatro años, la final del Mundial de fútbol El deporte es el género de más facturación en el gran producto contemporáneo, la televisión. Y por eso el deporte funciona con la lógica del espectáculo. La misma lógica rige a Britney Spears y a Ronaldinho. Como son géneros distintos de ese espectáculo, después cada uno tiene que adaptarse a sus particularidades, pero la lógica general es la misma.
Dice Pablo Alabarces. El fútbol es el espectáculo televisivo por excelencia: es un idioma que todos entienden, que no necesita traducción, que es pura visualidad, que permite multiplicar los puntos de vista, que acepta planos largos y cortos y medianos; es una puesta en escena muy elaborada pero incluye lo imprevisible, la idea de que todo es posible todo el tiempo. Esa es su atracción: lo imprevisible dentro de un marco donde nada desborda, donde todo puede ser previsto.
Y la televisión pasa fútbol todo el tiempo: en cualquier momento del día se puede mirar fútbol por televisión. La televisión impone la sobrecarga y se está repitiendo demasiado: el negocio puede matar a la gallina de los huevos de oro. Una vez por semana era el tiempo ritual más ajustado, como sabemos desde hace veinte o treinta siglos.
La tele entró en el fútbol en los años sesentas, tímida, enfrentando el miedo de los dirigentes a que acabara con el negocio conocido. Y, sin dudas, acabó con él: lo convirtió en algo tanto más grande, que nadie habría podido imaginar sin ella.
Pero yo pertenezco todavía a la generación pre-fútbol por la tele, y lo recuerdo. Recuerdo esas noches pegado a la radio —a la radio del coche de mi padre, por ejemplo, en alguna vacación donde no habíamos llevado la portátil—, escuchando partidos de la Libertadores, año ’63, ’64. Entonces los partidos nos llegaban desde muy lejos, ruidos, interferencias —desde algún lugar mítico que nos representábamos de mil maneras diferentes:
—Era tanta la grandeza que le imaginabas al fútbol que cuando fui al Monumental por primera vez, una noche, durante la huelga del ’48, un Boca-River, entré y pensé ah, esto es el fútbol… Estaba casi decepcionado. Yo me los había imaginado mucho más grandes a estos tipos, para mí eran grandes héroes, increíbles.
Me dice ahora Silvio Marzolini —a quien yo, en esas noches de portátil en la oreja, imaginaba como un héroe increíble. En esos días de radio los partidos se ideaban: eran historias que los relatores radiales inventaban, a partir de una base más o menos real, y que cada uno de nosotros volvía a inventar en su cabeza —sobre la base de lo que ellos inventaban.
—Aquel día en Wembley estaba nublado, garuaba un poquito.
Le contó, hace años, Mario Boyé a Osvaldo Bayer, hablando de un famoso partido en el ’51:
—Luis Elias Sojit hacía la transmisión por radio. Menos mal que no había televisión todavía, porque Sojit transmitía «aquí en Londres es un día peronista». Se supone que un día peronista era con sol… y garuaba y llovía. Y Sojit decía «estamos dominando netamente»… y la verdad es que siempre la tenían los ingleses.
Y después llegaban los relatos de la prensa escrita, que competían con la radio —que eran, finalmente, otros relatos. En cambio ahora tenemos la ilusión de que hemos visto todo. Y es cierto, aunque sea una visión parcial, sesgada.
Yo ya he visto —cualquiera ha visto—, fatalmente, muchos más partidos por la tele que en la cancha. La tele nos condiciona la forma de mirar el fútbol: la tontería, por ejemplo, de cuando esperamos, en la cancha, tras una jugada interesante, que nos pasen la repetición. Por eso los espectadores más lujosos —los señores de los palcos— tienen televisores que completan la realidad: que la hacen más real.
La tele nos condiciona la forma de mirar el fútbol: lo vuelve, entre otras cosas, mucho más «judicial». Son cuestiones del punto de vista. En el penúltimo Boca-River por la Libertadores, por ejemplo, en la Bombonera, nos anularon un gol por off-side. Y bué. Antes del último pase yo ya había visto al lineman levantar la bandera: sabía que todo lo que venía después de eso no existía. Después volví a ver el partido por la tele: ahí el gol aparece primero como gol —porque el lineman no entra en la pantalla. Y recién después aparece que lo anularon, hijos de puta, un gol que yo ya habría gritado. Y para colmo un minuto más tarde las imágenes se encarnizan con el asunto, lo repiten desde distintos ángulos, le aplican toda su tecnología: lo convierten en un tema importante. Y, encima, dictaminan: no, no estaba adelantado por 26 centímetros. Entonces yo me quedo con la sensación de robo, indignadísimo: esa repetición tiñe toda mi percepción del partido —el asunto se vuelve decisivo. En la cancha, en cambio, uno puede discutir si tal jugada fue o no fue off-side, pero la discusión muere pronto, porque no hay mucho más para agregar: sí, fue. No boludo no fue, no ves que el cuatro salió tarde. Te digo que no, que Guillermo estaba un metro adelantado. Y ya, no hay más que hacer, hay que seguir mirando.
—Antes el árbitro era el tipo que mejor veía cada jugada; ahora es el peor.
Dice Alabarces, y nos decimos que las leyes deberían seguir a la técnica: que se sancione lo que la técnica ahora sí muestra. Como no sucede, el fútbol televisivo judicial provoca todo el tiempo la sensación de la injusticia —porque no hay adaptación de las estructuras jurídicas reales a esa judicialización televisiva.
La tele nos condiciona la forma de mirar el fútbol: frente a la tele el espectador es más analítico, menos emocional. Las acciones importantes se diseccionan desde todos los ángulos: se pueden ver mejor pero falta, justamente, la emoción de lo irrepetible. En la cancha no hay ese análisis pero sí la emoción de lo fugaz. En la cancha los momentos se escapan, se disuelven en su propio momento —y en la tele quedan atrapados, registrados; repetidos.
La tele nos condiciona la forma de mirar el fútbol: todo se ve de cerca, las caras, los insultos, las patadas. Y se pierde la visión de conjunto y se aguza el ingenio del espectador: uno nunca sabe si un poco más allá, junto a la banda izquierda, avanza o no el volante que puede llegar vacío y recibir el pase —y desarrolla una serie de habilidades para tratar de adivinarlo. Y, más en general, se pierde la posibilidad de elegir el blanco de la mirada: hay que mirar lo que la cámara te indica. Hay que ver lo que ellos quieren.
La tele nos condiciona la forma de mirar el fútbol: las imágenes repiten las jugadas más vistosas, y ahora cada chico que empieza a jugar quiere hacerlas todas desde el primer momento, porque puede verlas y pretende imitarlas. Antes un chico sólo veía lo que hacían sus amigos, sus más próximos —que no siempre era muy bueno, y esa era su escuela. Ahora ven cracks todo el tiempo, y cualquier chico que no juega muy bien se la pasa intentando bicicletas y chilenas y rabonas; la carreta mucho antes que los bueyes.
La tele nos condiciona la forma de mirar el fútbol; inventó, entre otras cosas, la posibilidad de ver fútbol solo —que antes no existía. Nada más triste que ver fútbol solo. Es casi peor que beber solo, mucho peor que tener sexo solo, tanto peor que charlar solo. Así que nos juntamos en casas con amigos, en bares con desconocidos —y tratamos de reproducir en esos lugares una falsa tribuna, un lugar donde los gritos suenan fuera de lugar pero igual los intentamos.
La tele nos condiciona la forma de mirar el fútbol: la televisión domina económicamente al fútbol, decide estadios, modifica horarios, convierte a los hinchas en parte de su escenografía: queda feo transmitir un partido de fútbol sin gente alrededor, porque la gente forma parte del ritual esperado.
—Los hinchas también se han incorporado al espectáculo televisivo. Las pinturas, los tatuajes, los objetos, los gorros, banderas, vinchas: ahora los hinchas se visten para desfilar en el clip de apertura de Fútbol de Primera: participan de una escenografía que ellos no diseñan, de un guión televisivo que ellos no producen.
Dice Alabarces. Y el hincha se venga de ese lugar de comparsa autorizada definiendo a los que lo miran por tevé como la quintaesencia del amargo:
Yo no soy como esos
que se quedan en casa,
mirando por la tele
para ver lo que pasa.
Yo soy hincha de Boca,
y no me cabe ninguna,
si me andan buscando,
estoy en la tribuna.
Es cierto, pero la televisión domina y ha cambiado al fútbol. Lo ha cotizado: las publicidades de canchas y camisetas, que antes veían más o menos mal cincuenta mil espectadores, ahora se retransmiten a millones —y su precio aumentó en consecuencia y, con él, todo el negocio.
—Nosotros cuando empezamos en Boca jugábamos un partido de verano y cobrábamos 10 000 dólares. Cuando nos fuimos estábamos arriba de los 250 000 por el mismo partido. La televisión aumenta exponencialmente el valor de todo el producto fútbol. O sea que el ingreso tradicional —la taquilla— pierde mucha importancia relativa frente a todo eso.
Dice Carlos Heller, que empezó como vicepresidente de Boca en 1985 y se fue diez años después. La televisión ha ayudado tanto, entre otras cosas, a definir esta hegemonía de los grandes: Boca o River cobran de Torneos y Competencias, el monopolio del fútbol por tevé, entre cinco y diez veces más que los equipos chicos. Es cierto que tienen mucho más rating, y la lógica del mercado es implacable: como los ven más cobran más, como los ven más los muestran más, como los muestran más más quieren verlos. Y el desequilibrio se va haciendo cada vez mayor.
—¿Atlanta? Si Atlanta no existe, papá. Nunca vi que saliera en la tele.
Gracias a la televisión, los equipos chicos son cada vez más inviables. Como los hinchas, que existen para ser vistos alrededor de un campo, los chicos existen para que los grandes tengan con quién jugar —y el negocio de la televisión no se derrumbe.
La tele puso a los periodistas deportivos en ese lugar de privilegio que ahora tienen. Y contribuyó, seguramente, al enfrentamiento entre ellos y los jugadores. O, mejor dicho, al odio que los jugadores suelen tener por ellos: yo no sabía que era para tanto:
—Hay periodistas no sé si mala leche, o qué, pero hacen comentarios feos, y te da bronca. Sabemos que el periodismo tiene mucho poder: tenés todos los días un programa o un diario que puede decir lo que se les cante de vos y vos no te podés defender, excepto un ratito, de pronto, si es que ellos quieren, cuando te dan la nota.
Dice Diego Cagna, capitán de Boca en estos días, y me sorprende: yo, que estoy más bien del otro lado, solía pensar que el poder es de ellos, de los jugadores, que son el centro de la historia, que pueden hablarte o no, tratarte o maltratarte. Es un clásico de cualquier pelea: cada parte imagina que la otra tiene el poder y lo usa en contra.
—Hay demasiados programas de radio, de televisión. Y hay un diario que se ocupa sólo de deportes, y más que nada de fútbol, y a partir de que apareció el diario ese ya todo se volvió más raro.
Dice Cagna, sin nombrar a Olé, y Fabián Carrizo, que suele ser tranquilo, se exalta cuando habla del asunto:
—Los periodistas muchas veces hablan desde el desconocimiento, y a veces la chabacanería. Eso los descalifica, hace que desde este lugar se les pierda el respeto.
Ernesto Secchi, ex periodista, ejecutivo, dice que es cierto, que ellos en sus tiempos eran mucho menos soberbios que ahora:
—Estábamos más cerca de los jugadores que de los dirigentes. El jugador cree que ahora los periodistas están del lado de los dirigentes.
Pero para José Basualdo, varios años en Boca, el problema es de preparación. Lo que muchos llaman «no tener vestuario»:
—El periodista no siente o no sabe lo que pasa adentro. Hay veces que yo agarro a los periodistas y les digo pero si vos nunca estuviste ahí adentro, si te tiro una pelota no hacés tres jueguitos. Yo creo que las cosas hay que vivirlas para saber cómo son. No vendría mal un periodista que haga el curso de técnico, para saber por qué el técnico hizo tal modificación, por qué para este equipo así, por qué a este jugador lo pone acá, por qué hizo esa variante. Porque ellos a veces te miran como jugadores frustrados, y a veces hablan más con la calentura de si yo estuviera ahí.
—Yo creo que la gran mayoría de nosotros se acerca al periodismo futbolero por el fútbol, no por el periodismo. Como yo soy repiola y rebanana y reprogre me acerqué por el periodismo. Pero la gran mayoría son futbolistas frustrados, o tipos que querrían haber sido jugadores.
Me dice el periodista Martín Souto:
—Por eso también hay un enfrentamiento cada vez más encarnizado entre los periodistas y los jugadores, más bien de parte del jugador. Los jugadores ven a los periodistas como enemigos, muchas veces.
Es cierto que en la Argentina todos suponemos que sabemos de fútbol —así, a lo lejos, por haber visto más o menos mucho. Pero es cierto que hay saberes específicos que mirar no te ofrece. Mientras trabajaba en este libro me he dado cuenta de la gran cantidad de cosas que ignoraba —después de cuarenta años de ver fútbol. Y el problema es que los periodistas pueden influir en la continuidad de un técnico, de un jugador, la marcha de un equipo. Son, para los futbolistas, una preocupación constante.
—A mí me parece que el jugador es muy paranoico, y es comprensible. Dice Souto, y que es lógico porque el jugador sabe que un partido le puede cambiar la vida:
—Sí, así de dramático y exagerado es el asunto. Un tipo que juega muy mal un partido importante puede perder su lugar en ese equipo y desbarrancarse y el 30 de junio quedar libre y terminar jugando en Sacachispas. Los jugadores son muy miedosos en ese sentido. Y me parece que eso tiene que ver con esa relación de enfrentamiento de los jugadores con la mayoría del periodismo. Lo que los preocupa es la crítica, el tema de los puntajes, todo eso. Los técnicos saben que a veces tienen que quedar bien con la gente y de pronto sacan a un tipo no sólo porque no esté rindiendo sino porque no soportan más la presión. Ahí es donde está el asunto: el periodista que critica y descalifica va a influir a la gente que influye al técnico, y el camino es rapidísimo y el jugador puede perder todo en un partido.
No es para tanto —pero esa es, quizá, la percepción. José Basualdo trata de ponerse cool:
—No, yo nunca viví pendiente de los periodistas… Por ahí un poco sí por mi familia, que escuchaba radio o miraba los diarios. Pero yo siempre les decía no escuchen radio, escuchen música; no compren diarios, que el diario sirve para prender el fuego.
Es una hipótesis optimista: algunos chorrean y no encienden. Juan Simón, más ecuánime, reparte las cargas en el carro:
—A veces se publican cosas que no son, es cierto. Pero a veces los jugadores somos los culpables. Funciona como una simbiosis. Los periodistas se acercan a los jugadores para tener la exclusiva y los jugadores se acercan a los periodistas para tener un buen puntaje en el diario. A nosotros en la época de halcones y palomas nos pasó algo increíble. Hablábamos en Ezeiza a trescientos metros de la prensa y al otro día salía todo publicado tal cual. Llegamos a creer que tenían un micrófono teledirigido… pero evidentemente había un buchón.
Y no hay nada peor, en los famosos códigos del fútbol, que los que hablan de más. Aunque están, también, los que hablan mal —porque los periodistas requieren un trato muy preciso. Por eso los jóvenes jugadores tienen que aprender, entre otras cosas, a declarar ante la prensa:
—No se trata de maniatar ni censurar a nadie, pero sí cuidar determinadas formas. Por ahí viene un periodista y pregunta en qué están fallando y un pibe joven, inocentemente, le dice no, nosotros recuperamos muchas pelotas pero después los goles no se convierten: está mandando en cana a los delanteros.
Dice Fabián Carrizo:
—Entonces lo agarra el tipo más grande y le dice vení, fijate, mirá que te van a buscar la lengua, tratá de manejarlo, vos tenés que decir bueno, en líneas generales no estamos funcionando bien, ¿entendés? Son códigos. En cambio si lo dice un grande es que está diciendo algo serio, y ya hay que pensarlo un poco más, significa otra cosa.
Y algunos aprendieron, incluso, a usar a los medios para operar la interna de sus clubes, de sus equipos, como el mejor político: Carlos Tevez cuando salió a decir por la tele que necesitaba una semana de descanso —antes de hablar con su director técnico:
—Yo ahora necesito relajarme un poco, despejar la cabeza, estar alejado del fútbol. No pido mucho tampoco, sólo unos días para olvidarme y no pensar que tengo que competir ni nada por el estilo.
—¿Y Brindisi te las va a dar?
—Sí. Miguel me dijo que cuando necesitara vacaciones me las iba a dar sin problemas, siempre y cuando estuviesen Martín y los otros delanteros. Y ahora están casi todos.
Dijo, y así consiguió su semana de trópico caliente. Es un arte menor, pero es un arte.
Yo siempre admiré a los periodistas deportivos: gente capaz de contar la misma historia una y otra vez, de hacer —o intentar hacer— de un partido de fútbol un relato siempre renovado. Es otro arte —no siempre muy bien practicado— y, además, la dificultad, que ahora yo también tengo: ¿cómo escribir sobre algo sobre lo cual se escriben, todos los días, toneladas y toneladas de palabras? Sobre ninguna otra cosa se debe escribir en la Argentina más que sobre el fútbol y, dentro del fútbol, Boca Juniors.
—Ahora el periodista busca información por todas partes y entonces aparece más el puterío, quién se peleó con quién, quién se acostó a tal hora: el jugador se transformó en un personaje de la farándula que la gente quiere saber cómo come, caga y con quién se acuesta; eso también envició al periodismo deportivo, lo puso en otro lugar.
Dice Martín Souto. Los medios cuentan tanto que ahora el público cree que es su derecho enterarse de todo. Y los periodistas lo alimentan: de eso viven:
—Aunque sigue sin estar tan zarpado como el periodista de espectáculos, por supuesto. Lo único que se reservan todavía son los rollos de los jugadores con las minas: si fulano anda con la modelo tal, si mengano se coge a tal actriz. Pero no creo que sea por respeto sino por una cuestión estratégica: para no perder la relación, para que no les cierren las puertas, por una especie de solidaridad machista: qué grande mengano, mirá la mina que se está culeando, entre bomberos no nos vamos a pisar la manguera, ¿no?
Puede que sean jugadores frustrados —o, por lo menos, de tanto verlos y andar con ellos, terminan pareciéndose: hay algunos periodistas deportivos que parecen futbolistas sin el fútbol. Es fácil verlos hablando el mismo idioma, vistiendo el mismo jogging, paseando el mismo bolsito botinero.
—Hay algunos que los cubren en los temas de la joda. No solamente los cubren, sino que muchas veces salen con ellos, aprovechan para hacerse amigos. Y así consiguen la información que necesitan y después les dicen con este hablá, con este no hablés.
Dice Horacio García, periodista de Olé, la ronquera de años. García fue futbolista: arquero de Lanús, tuvo que retirarse joven por lesión:
—Y después está toda esa cantidad de cosas que no podés decir, o que si te ponés muy duro te cortan el chorro y no podés seguir haciendo tu laburo. Eso es como en todas partes: si yo digo todo lo que sé, duro quince minutos cubriendo Boca. Porque hay intereses comerciales, intereses políticos; los medios tienen compromisos con Boca y les resulta mucho más fácil borrar a un periodista que pelearse con uno de los clubes más poderosos del país. En Boca caminás por la cornisa todos los días, te lo digo yo, que tengo mucha práctica. Para laburar es terrible, es el club más difícil. A Boca siempre van los periodistas más salvajes, hay mucha mala gente, mucha competitividad; a Boca los medios mandan a los más malditos y los más capaces. Si vos no sos capaz y maldito en Boca no durás diez minutos, te comen los galgos.
Muchas veces los periodistas tienen que simular que no son lo que son —o que son lo que no son. Varios de los periodistas más identificados con Boca son hinchas de otros clubes —y no voy a dar nombres porque ellos tienen derecho a no decirlo: si eligieron pasar por bosteros, es su derecho y es su karma. Pero también hay otros que no pueden decir que son más hinchas que el más hincha:
—Yo no te voy a hablar como hincha de Boca porque, como periodista, yo no puedo decirte que soy hincha: me jodería el laburo.
Me dice un periodista que me pidió que no lo nombre:
—Y muchas veces me hincha las pelotas. A veces he pensado en el momento en que voy a poder dejar de hacer periodismo futbolero y blanquear y decirles a todos saben qué, yo soy de Boca y se van a la reconcha de su madre. Yo de lunes a sábado quiero ser periodista, pero los domingos quiero ser hincha, no sabés cómo lo envidio al hincha. Ni siquiera haber estado en el campo de juego en momentos gloriosos me compensa. Yo esa catarsis del hincha la viví y es lo mejor que hay en el planeta, no la cambio por nada. Yo una vez se lo dije a una mujer y casi me caga a piñas: mi lugar en el mundo es la Bombonera un minuto antes de que el árbitro pite el principio de un Boca-River. Y será una boludez pero me importa tres carajos. Me chupa un huevo e incluso me enorgullece pero es así, si incluso se lo dije a mí mujer, que tendría que haberle dicho querida es cuando te estoy garchando, pero no, es ese. No sé por qué, y no creo que me importe tres carajos. Yo tengo una relación medio histérica, porque estoy ahí y no puedo descuidarme. A veces voy a la cancha y canto y me tengo que cuidar la voz, porque después a la noche si tengo que salir al aire no puede ser que alguien se dé cuenta de que estoy afónico porque Boca metió cuatro goles. Y es una mierda eso. A veces me lo cuestiono también. En fin, es una mierda.
Hay otros, también, que eligen no esconderse.
—Yo nunca grité un gol en el palco de prensa. Me muerdo los codos, agujereo el piso pero no los grito.
Me dice García, fanático bostero:
—Pero una vuelta, cuando Boca ganó la Libertadores en el Morumbí, contra el Palmeiras, después de que Córdoba atajó el penal me mandé para la cancha, para entrevistar a los jugadores. Bajé a los empujones, metiendo el cuerpo, de guapo, y entré en la cancha y cuando quise prender el grabador no andaba. Ahí miré para arriba y le dije esta me la mandaste vos, diosito. Y me metí el grabador en el bolsillo y empecé a gritar como un hijo de puta, a abrazarme con los jugadores, hasta di la vuelta olímpica ese día. Pero eso fue Dios, que no quería que trabaje, quería que festejara. Ese fue mi mejor momento como periodista-hincha. Un gran momento.
La televisión, decíamos, ha cambiado todo. Incluso el trabajo de los otros periodistas: hubo tiempos en que contar bien un partido era un oficio para los periodistas gráficos. Ahora, cuando la mayoría de los que lean el diario habrán visto el partido por la tele, el relato ya no tiene sentido. Por eso la prensa escrita —que pudo haberse especializado en el análisis— ahora se dedica a los secretos: aquello que la mirada no alcanza a ver en la pantalla. Los chismes, los quilombos, los proyectos de pases y despidos. Es lo mismo que le pasó en otros ámbitos; acá se ve más claro. Y por eso, también, tanta pelea.
Pero la televisión del fútbol tiene muchas ventajas: la primera y más obvia, poder ver más partidos —y hacerse una opinión propia sobre ellos. Silvio Marzolini piensa una menos evidente:
—Yo me acuerdo, cuando dirigí a Boca por última vez, en el ’95, que era una cosa de terror cómo tenías a la prensa encima. Eso antes no existía. En la década del 60, cuando nosotros estábamos en La Candela, aparecía un periodista cuando jugabas con River, o un partido importante… Los días comunes no había nadie.
—¿Y esto de ahora te parece mejor o peor para el fútbol?
—Yo creo que es mejor, porque es un entretenimiento sano, no es una cosa mala. El fútbol por televisión ayudó mucho a que la mujer pueda tener al hombre en su casa. En mi época había dos posibilidades para el hombre: ir a ver fútbol o ir a las carreras. Y la mujer en la casa, boludeando. Ahora el tipo también se queda, es todo más tranquilo.
Martín Souto, en cambio, dice que la influencia de la televisión se nota incluso en el fútbol de amigos —y que no lo mejora:
—Es esa influencia de tipos como Araujo, Niembro, el bilardismo. Ahora se junta un grupo de amigos a jugar y metes un gol y todos se tiran atrás para defender el resultado. En vez de boludear, de jugar para divertirse, se juega cada vez más para ganar 1 a 0 y sufriendo.
Son miradas. Lo cierto es que sin la televisión, para la mayoría de nosotros, Maradona sería un mito sin imagen: un relato, no la figura movediza de un gordito que hace magia con un cuero en los pies. Un cuento que nos habrían contado. Así, por suerte, todos tenemos la ilusión de haberlo visto: de haberlo vivido.