Como cierre, debo referirme a uno de los fenómenos positivos más trascendentales de la actual situación argentina: el llamado tercer sector o voluntariado social. Es un cofre lleno de sorpresas.

Su multiplicación ha sido callada y constante. Fue gestado, parido y cuidado en diversos sitios del país. Lo alimentó un multitudinario anhelo de hacer el bien. No existen censos que brinden una noción exacta de cuántas personas lo componen. Su magnitud intentó ser evaluada por encuestas que no logran coincidir, pero hablan de cifras impresionantes, porque abarcarían ¡entre 2 y 6 millones de personas! Ellos movilizan recursos de enorme impacto. Su crecimiento es incesante y espectacular. Algunas evaluaciones afirman que durante el año 1999 realizaron tareas de solidaridad alrededor de un 20% de argentinos. Pero en el año siguiente la cifra trepó al 26%. Forman legión, con personas de todas las edades y una fuerte cantidad de jóvenes.

Componen esta franja las llamadas Organizaciones no Gubernamentales (ONG). No fueron inventadas, ni sostenidas, ni manejadas por los gobiernos de ocasión (felizmente). Tampoco han recurrido al erario público. En ellas pueden existir luchas por el poder o por el lucimiento personal debido a que las componen seres humanos, no extraterrestres. Pero son los organismos donde menos cabida tiene la corrupción y el negociado.

Se ocupan de todo: solidaridad, deporte, aprendizaje, ocio, religión, alimentos, seguridad, lucha contra la drogadicción, prevención de enfermedades, derechos humanos, vivienda, marginalidad, asesoramiento legal, hogares de día, educación, huertas comunitarias, ancianidad, medio ambiente, pueblos aborígenes, asistencia técnica, inmigrantes, primeros auxilios, emprendimientos familiares, talleres de expresión artística, y así en adelante. Algunas se dedican a un solo rubro y otras a varios. Confieso no poder resistirme a expresar mi afecto por ellas.

En 1987 convoqué a través del Programa de Democratización de la Cultura (Prondec) a un primer congreso nacional de ONGs. Fue una sorpresa, porque asistieron más de seiscientas entidades de todo el país (ahora son miles). Reinó un clima de fiesta desde antes de la inauguración hasta después del cierre, porque se les reconocía en forma pública y rotunda su importancia. No había antecedentes de gratitud oficial a su apasionada tarea. La ocasión fue propicia para que los medios de comunicación masiva empezaran a tomar conciencia sobre este fenómeno impar. Se tejieron puentes entre esas mismas organizaciones y de ellas con la esfera del Estado.

El Prondec garantizó que no existiría ningún tipo de coerción ni intromisión en sus estructuras, funciones ni objetivos, porque lo único que debía hacer el Estado era ayudarlas en lo que esas organizaciones espontáneamente solicitaran. Era preciso agradecerles su labor, facilitarles el acceso a los medios de comunicación masiva y proveerles la mayor cantidad de recursos posible, porque nadie los utilizaría mejor.

El tiempo transcurrió, llegó otra gente y ahora circula por la cámara de Diputados de la Nación un desafortunado proyecto de ley que estudian cinco comisiones. Resurgió el nefasto propósito de politizar un espacio de altruismo que se viene desempeñando con honestidad y eficiencia. El deseo de «regular» la organización del voluntariado no es lo mismo que regular sus relaciones, que sí corresponde al Estado. Juana Ceballos, de Cáritas, dijo que también se oponen las ONGs a la cláusula que pretende «tutelar a los voluntarios sociales», ya que «se tutela a quien es vulnerable, al incapaz, al menor, a quien no puede valerse por sí mismo». ¡Cuidado con avanzar en la dirección equivocada y terminar contaminando un estupendo espacio con leyes impropias! Si algunos legisladores quieren pasar a la historia, que se esmeren en otros proyectos que la sociedad necesita.

Solemos quejarnos sobre la falta de solidaridad. Pues bien, este voluntariado formidable lo desmiente. Millones de personas despliegan acciones humanitarias y trascendentales que tienen llegada segura. Superan a las ayudas que vuelcan con mucho alarde los organismos internacionales y nacionales oficiales, porque estos se parecen a los tanques de agua perforados: cuando deben entregar el agua prometida, ya derramaron casi todo en el camino.

La ayuda social de los gobiernos nacional, provincial y municipal sería mucho más eficiente, llegaría en forma más segura y perdería menos en el largo y corrupto camino, si se realizara a través de este voluntariado. ¡Atención, porque la propuesta disgustará a muchos! Suscitará el enojo de quienes rechazan las olas; exige un cambio de ciento ochenta grados. Pero es urgente hacerlo, debido a una sencilla y escandalosa razón: la parte más abultada del millonario presupuesto destinado a la ayuda social se malgasta en los oscuros meandros de la burocracia, se destina a fines electorales y se presta a la rapiña de numerosos funcionarios. Además de que el dinero es poco (en relación con las necesidades de la población), se lo despilfarra. El pueblo solo recibe las sobras. En cambio este voluntariado es parte genuina del pueblo y su participación eficaz y directa multiplicaría los beneficios, tanto materiales como espirituales. El dinero no sería usado para la vergonzosa manipulación de los pobres. El Estado solo tendría que controlar el registro de las ONGs, auditar el cumplimiento de las misiones, apoyar su difusión pública y premiar a las ONGs más activas e inteligentes. Los montos, como por arte de magia, ascenderían al doble o más aún.

El voluntariado social está formado por titánicas columnas de argentinos que no se traban en la queja estéril ni en la protesta de los cómodos. No cortan rutas, no destrozan vidrieras, no llaman a huelgas políticas, no contaminan el aire con malas ondas, no bloquean el tránsito. Son los argentinos del progreso, no los de la destrucción irresponsable. Marchan con esperanza, pasión y tenacidad. Saben que al mal tiempo hay que ponerle buena cara, porque solo así se conseguirá que hasta el tiempo cambie.

Confían en ellos mismos, creen que su labor es valiosa y aman acercarse a los demás. Por fin, transforman el individualismo desconfiado y rencoroso —acostumbrado a esperar que otros nos regalen la felicidad— en un individualismo que respeta y confía en sí mismo y, en consecuencia, respeta y confía en la buena voluntad de los otros. Es el individualismo de la creación, no de la demanda; de la libertad, no del control autoritario. Tener fe en el individuo les ayuda a tener fe en la sociedad, que está compuesta por millones de individuos como cada uno de ellos. De esta forma rompen el viejo estigma de que no sabemos trabajar en equipo. Desmienten los malos presagios que provienen de la tendencia a la pasividad. Exploran, inventan y hacen, sin miedo a ser calificados de inorgánicos o herejes. No aguardan el permiso de los mandamás de turno porque les sobra sensibilidad, conocen las necesidades de sus hermanos y tienen conciencia del extendido poder que representan. Son millones que, desde el fondo de su corazón, exclaman:

«¡Aguante Argentina, todavía!».