Hace algunos años escribí Un país de novela, cuyo subtítulo era Viaje hacia la mentalidad de los argentinos. Incorporé como epígrafe una elocuente afirmación de Enrique Santos Discépolo que decía: «El nuestro es un país que tiene que salir de gira»… Nos habíamos convertido en un espectáculo. Nuestros éxitos y fracasos eran motivo de extrañeza, podíamos provocar lágrimas y carcajadas. Asombro. También admiración, curiosidad, odio. De entrada confesé que las ideas me venían persiguiendo de manera implacable, interferían mis otros trabajos, trastornaban mis sueños y se convertían en un huésped de plomo. Escribir ese libro me generó un doloroso placer, lo cual favorecía la atmósfera de disparar verdades a menudo hirientes o buscar interpretaciones a menudo esquivas.

Era una aventura plagada de flancos vulnerables, por cierto. Me impulsaba el ansia de entender al pueblo argentino (entenderme a mí mismo, como parte de este pueblo). Utilizaba el género ensayo —consagrado por Miguel de Montaigne— porque era el que me permitía verter mi subjetividad sin la mediación de personajes, como ocurre en la ficción. Esto llevó a que Bernardo Ezequiel Koremblit dijese que «el ensayo Un país de novela podía haber sido una novela llamada Un país de ensayo», lo cual no hubiese estado lejos de la realidad.

Ahora me monto sobre lo mismo, pero dispuesto a dar otra vuelta de tuerca, apasionado, alerta, y con toques de humor. Quiero aplicarle a la situación un pellizco enérgico y actual.

La poeta Esther de Izaguirre descubrió que yo, sin darme cuenta, invento títulos paradójicos para la mayoría de mis obras. Me dejó turbado, pero luego reconocí que era verdad. El del presente libro lo ratifica. ¿Cómo puede ser atroz un encanto? ¿Cómo pueden asociarse elementos tan contradictorios? Pues en algo así —contradictoria, masoquista y atormentada— se ha convertido la condición argentina. Nos emociona ser argentinos y también sufrimos por ello. Nos gusta, pero ¡qué difícil es! En los últimos tiempos se ha elevado a rango de deporte nacional quejarnos en forma perpetua, mucho más que en los años en que el sufriente tango atravesaba sus avenidas de oro. Suspiramos, maldecimos, protestamos, analizamos… y, no obstante, seguimos queriendo a este país terrible.

¿Terrible, dije? Sí, terrible. Un país que recibió oleadas de inmigrantes y se había convertido en El Dorado de media Europa, ahora expulsa gente que se va por no conseguir trabajo. ¿Cómo se llegó a esto? ¿Cómo pudo convertirse en terrible un país henchido de riquezas, alejado de los grandes conflictos mundiales, donde casi no hay terremotos ni ciclones? ¿Por qué es terrible un país donde su población carece de conflictos raciales estructurales, no supo de hambrunas ni de guerras devastadoras? ¿Por qué es terrible un país habitado por gente cuyo nivel cultural y cuyas reservas morales —pese a todo— siguen siendo vastas?

Nos duele la Argentina y su pueblo. Por eso es atroz nuestro querer.

Hasta hace apenas medio siglo figuraba entre los países más ricos del mundo y su presupuesto educativo era tan grande que equivalía a la suma de los presupuestos educativos del resto de América latina. Gestó científicos, artistas, escritores, deportistas, humoristas, héroes y políticos trascendentales. Estuvo a la vanguardia del arte y de la moda. Absorbía como esponja lo mejor del mundo.

Sin embargo, ahora nuestra república parece extraviada. Peor aún: ajada, maltratada y al borde de la agonía. Se tiene la sensación de que se ha deslizado a un laberinto donde reina la penumbra. En varias oportunidades empezamos a correr con la esperanza de encontrar la salida redentora. Los pórticos tenían colores diversos y hasta antagónicos en algunos casos. En cada oportunidad avanzamos felices, ahítos de esperanzas, encendidos por las expectativas que blasonaba la dirigencia de turno, hasta que nos dábamos de narices. Y buscábamos entonces otra ruta, pero sumando la fatiga de anteriores fracasos. Sentimos que nos asfixiamos dentro de ese laberinto en cuyas hondas cavernas estamos metidos hasta las verijas. Todo laberinto, no obstante, tiene una salida. Eso no se cuestiona. Pero cuesta llegar a ella.

No aflojemos en el intento.