El atraso científico y tecnológico fue suplido en nuestro país mediante el ingenio. No es exagerado afirmar que los argentinos son capaces de arreglar casi todo con un simple alambrecito, trátese de aspiradoras, tractores, autos, televisores, microscopios, sierras, usinas, camiones y, tal vez, hasta aviones. Los esquemáticos técnicos extranjeros que asisten a tal proeza no lo pueden creer. Ante su asombro, dificultades creadas por una falta del repuesto exacto o por el deterioro de piezas fundamentales, son superadas en la Argentina con la hábil instalación de un alambrecito.

Es admirable.

Pero con un serio inconveniente: tanto éxito produjo el vicio de quedarnos embobados con el alambrecito. Siempre el alambrecito. Para todo.

No obstante, me parece que en los últimos años empezamos a superar ese recurso y nos inclinamos por otro más confiable: el rigor. Millones de argentinos estamos hartos de la ineficiencia y reclamamos la otra palabra, que rima con ineficiencia pero es su antónimo: excelencia. Sus resultados son más seguros y durables. Especialmente lo último.

No desprecio la escuela que para nosotros fue el alambrecito. Gracias a su flexibilidad y audacia, nos hicimos flexibles y audaces en materia de tecnología. Eso se aprecia cuando en otros países, con una consolidada herencia de disciplina y encuadres, los argentinos lucen su mente abierta, capaz de encontrarle la vuelta a cualquier problema. No elogio al chanta (¡se hunda en el infierno!), ni al irresponsable (también se hunda), sino a quienes no ceden ante aparentes imposibles.