Ahora, cuando nos introducimos en el siglo XXI, vemos que la Reforma sigue vigente. Pero —hay que decirlo pese al dolor— ya no es la misma de antaño. Quienes la hemos celebrado y defendido, nos entristecemos al advertir sus innegables síntomas de ocaso. ¿Cumplió su ciclo y sobrevive por inercia?, ¿su gloria pasada nos inhibe de ofrecerle un digno funeral? Nunca tuvo más aceptación que ahora, porque rige en las treinta y siete universidades nacionales del país; pero nunca tuvo tan escaso poder creativo, flexibilidad y ambición. Aquello que erizaba de entusiasmo como el rocío del amanecer, se volvió quebradizo e ineficiente. Equivale a una desteñida bandera bajo la cual se amontonan intereses corporativos, facilistas y también corruptos. En el mejor de los casos, sirve para la contención juvenil (lo cual no es poco, pero es insuficiente).
Se impone concebir y hacer estallar la primavera de una nueva Reforma. Con imaginación, coraje y altruismo, como en 1918.
Los intereses parciales y el olvido de la excelencia académica determinaron que casi todas las universidades públicas y un sector de las privadas se hayan convertido en fábricas de graduados mediocres. La excelencia se reduce a franjas delgaditas. Es una realidad que oprime, y es una opresión compartida por docentes, estudiantes y la sociedad entera. Nuestras universidades públicas ya no son los actualizados almácigos de investigadores que cuentan con recursos para mantenerse a la vanguardia de la ciencia mundial, ya no producen los maestros que garantizan el dominio de las altas cumbres, ya no generan «escuelas» trascendentales, ya sus títulos no irradian la credibilidad de tiempos idos. Ahora, después de rendir todas las materias, los jóvenes profesionales tienen que someterse a cursos de posgrado, maestrías o residencias, dentro o fuera del país, para ser confiables. Estos estudios adicionales no se realizan para alcanzar un nivel de sofisticado refinamiento sino, en primer lugar, para cubrir los huecos que les dejó el paso por la universidad. Y, en descargo de la universidad, debemos reconocer que la ignorancia con que los estudiantes llegan a sus umbrales no puede ser subsanada por seis o siete años de una facultad, porque ni siquiera están en condiciones de aprovecharla. Los argentinos que se reciben aquí y luego demuestran en el exterior que están bien formados son una excepción: antes era la regla.
Hemos mencionado la contención juvenil que realiza la universidad pública. Un pensador del nivel de Tomás Abraham defiende a la universidad masiva, carenciada y mediocre porque «es una bendición de Dios, no solo del Estado». Nos recuerda hechos innegables: los jóvenes no tienen trabajo y tampoco dinero; solo en el conurbano bonaerense hay 300.000 que ni estudian ni trabajan porque el mercado los expulsa. Muchos emigran para encontrar afuera lo que no existe en el país, pero regresarían en cuanto la situación mejore. Frente a este penoso cuadro, un millón de jóvenes concurre a las universidades. De ese millón, un 90% lo hace en las estatales, donde se les brinda ingreso irrestricto y no pagan aranceles. Sostiene Abraham que «la universidad no es solo una fábrica de profesionales. En la universidad los jóvenes adquieren nuevos modos de sociabilidad que tienen que ver con el estudio y con los problemas del país. Pueden tejer lazos de solidaridad, deben realizar tareas que les exigen un método y una disciplina». Añade que «entrar en un ambiente de estudio, aunque se estudie poco, es un acto de resistencia contra la derrota cultural y educativa».
Comparto su sensibilidad y su razonamiento. Pero ese tipo de universidad no nos llevará lejos: es un bote salvavidas para nuestra deplorable coyuntura, no un trasatlántico. No es la universidad de un país que aspira a un futuro venturoso. Cumple una función social, no académica. Remienda agujeros.
La contención también se practica en los niveles más bajos para que los alumnos no deserten. Se da de comer, y se evita aplazar en las escuelas y los colegios: infinitos recuperatorios y otras medidas tienen el fin de aprobar a toda costa. Los exámenes son odiados por docentes y estudiantes debido a que sacan el velo de aquello que debe mantenerse velado: la decadencia de nuestro sistema educativo. La vida, en cambio, es una sucesión permanente de exámenes; y es en la escuela donde conviene aprender a enfrentarlos.