La Argentina necesita que la universidad pública recupere su nivel y fortaleza. Ha sido el hontanar de celebridades y de escuelas, ha sido el instrumento de un progreso real. Ahora es un paquidermo debilitado.
Desde hace décadas los argentinos también transformamos en tabú el ingreso irrestricto. No se lo puede ni siquiera analizar. Quienes apenas insinúan alguna variación, reciben el automático anatema de reaccionarios. Pregunto: en alguna parte del universo, ¿es exitoso el ingreso irrestricto? Más aún, ¿existe el ingreso irrestricto? Porque ingreso irrestricto significa la ausencia de cualquier barrera: puede entrar el que quiere estudiar y el que no, el que está preparado para sacar provecho y el que no entenderá casi nada.
Hubo una época en que el ingreso irrestricto sirvió para romper el monopolio que ejercía una limitada franja social, con censura en las cátedras, bolilla negra en los concursos e impúdicas discriminaciones étnicas y clasistas, tanto para los estudiantes como para los docentes. El ingreso irrestricto fue un antídoto contra la ponzoña de los cavernarios. Pero ahora significa poner en un bote a mil personas, cuando solo se mantiene a flote con veinte. El bote se hundirá. Se hundirá sin remedio, no podrá vencer las leyes de la física. Pero (¡vaya maravilla solidaria!), no importa —se dice—, nadie queda afuera…
Sinceremos la cosa, aunque el tabú nos persiga a dentelladas. Ningún establecimiento está en condiciones de brindar excelencia cuando se atiborra. Tampoco la gente está en condiciones de aprovechar sus servicios cuando se incorpora con evidente falta de capacitación. ¿Cómo resolver el problema?, ¿tomando el toro por las astas?, ¿haciendo tratamientos profundos?, ¿poniendo la mirada en el largo plazo? No. En la Argentina se prefiere resolver el enorme problema… atando con alambre. Parches, remiendos.
Entre las medidas más importantes apareció el Ciclo Básico Común (CBC). ¿Fue un ciclo de intensa y fecunda capacitación? Bueno, hubo de todo, pero lo mejor que se puede decir es que sirvió de relativo filtro. No mucho más. Con o sin CBC, a esta altura del partido, se puede asegurar que las cosas no se tornaron diferentes.
Los cupos tropiezan con la equidad mal entendida. Los cupos suenan a discriminación, a insensibilidad. Y contradicen el principal rol que ahora debe tener la universidad pública: contención social. Sin embargo, los cupos se utilizan en cualquier otra situación cotidiana: en los restaurantes, en los cines, en las canchas, en nuestra capacidad de atender varios asuntos a la vez. La ausencia de cupos desquicia, pero es el cianuro que le hacemos tomar a la universidad por años y años.
Desde luego, deberían realizarse exámenes apropiados y transparentes. Y deberíamos quitarnos el odioso hábito de los eufemismos. Hay que decir las cosas por su nombre: los exámenes son imprescindibles para seleccionar a los más capacitados, a los que poseen una vocación real y por eso se venían preparando mejor. Los beneficios de una rigurosa selección se multiplicarían. Los estudiantes sabrían desde la escuela primaria que, para acceder a la universidad, deben cultivar el esfuerzo, ¡que no hay otra! Tendrían que mostrar su nivel y, eventualmente, afrontar pruebas. Es bueno recordar que las pruebas son parte de la vida.