Al tantear con la desconfiada punta del pie el umbral del tercer milenio, oteamos en derredor con ansiedad. No sabemos qué nos espera. Estamos llenos de cicatrices que hablan de frustraciones en serie. Para colmo, nos deprimimos y nos exaltamos con facilidad. Nos reconocemos ciclotímicos. Cada día es dramático, muy dramático: porque llueve, o hace calor, o hay sequía, o se produjeron inundaciones, o estalló otro escándalo financiero, o hubo un crimen pasional o se insinúan temblores políticos en la casa de gobierno. Cuando algo de eso no pasa, lo cual es raro, abundan periodistas que husmean cuanta noticia intrascendente pueda subirse al sagrado altar del chisme para, de esa forma, sacudir la modorra.
Acuñamos la frase «me río por no llorar».
Sin embargo, amamos la Argentina. Manoteamos contra el pesimismo que tiene razones de peso y, desde el fondo del corazón, anhelamos que este país no se malogre. Apostamos a su restablecimiento. Cada buena noticia es un alivio y cada mala duele como sal en la herida abierta. Aún creemos que habrá una recuperación objetiva.
Pero barruntamos, eso sí, que hará falta restablecer la mentalidad prometeica que existió apenas un siglo atrás: la de hombres y mujeres dispuestos a torcer la voluntad de los dioses, si era necesario, para arrancarles la escamoteada felicidad. Argentina era un país donde criollos e inmigrantes produjeron milagros. Mi padre, cuando desembarcó en Buenos Aires, trabajó de estibador en Dock Sud, luego constituyó una familia digna, luchó con tenacidad y decencia, y logró finalmente que sus dos hijos terminasen las carreras universitarias que él no pudo cursar. Como mi padre hubo centenares de miles. Verdaderos titanes anónimos. Ese modelo debería volver a predominar.
Para que las reservas culturales, morales y creativas que aún conserva la Argentina tomen de nuevo la delantera, debemos hablar con transparencia, formular críticas sensatas y observar con atención la realidad local y universal.
No estamos aislados del mundo y nunca lo estuvimos. A veces, cegados por éxitos o derrotas, fuimos tentados a creer que nos pasaba solo a nosotros. Otras veces, contaminados por una atmósfera paranoide o irresponsable, atribuimos los males al maligno poder foráneo. No es verdad absoluta ni lo uno ni lo otro. Los argentinos estamos cruzados por herencias y visiones que, además de generar tensión, producen conflicto. Nos cuesta integrar lo mucho que tenemos y sabemos. Quizás ese conflicto genera el atroz encanto de nuestra identidad. Vamos a intentar explorarlo a fin de adquirir los conocimientos que nos faciliten un cambio verdadero. Y lo haremos aunque debamos soltar amarguras, ironías y humor. En cualquier orden.
Otra reflexión. Sabemos que el modelo socialista soviético fue traición, tragedia y fracaso, pero algunas producciones de Karl Marx siguen mereciendo estima. En su célebre y muy citada undécima tesis sobre Feuerbach dijo que los filósofos se habían dedicado a interpretar el mundo, pero de lo que se trataba a partir de entonces era transformarlo. Por un lado reconocía que era posible entender la historia; por el otro, que también era posible mejorarla. Su postura calzaba en lo que se llamó modernidad y choca ahora con la presente posmodernidad. La posmodernidad, en efecto, sostiene lo contrario: el hombre es un ser pasivo, y la historia un magma indescifrable. Es decir, el hombre es para la posmodernidad un miserable y congénito impotente que jamás logrará hacer nada trascendental por propia decisión. La capacidad de actuar y la de entender eran ilusiones, apasionadas por cierto, pero ilusiones.
Desde luego que disentimos. La vida merece ser vivida porque existen las pasiones, porque el ser humano es sujeto y puede decidir. No siempre las condiciones favorecen su libertad, pero siempre hay márgenes conquistables. La cacareada posmo es un requiebro. La historia será mejorada aunque —como dice Deutsch— parezca la marcha de un borracho. En gran medida, somos sus autores más importantes. El pensamiento crítico es imprescindible para entender, y solo entendiendo se puede actuar con lógica. José Pablo Feinmann escribió que muchos intereses le tienen miedo a la actitud existencial que genera el pensamiento crítico. Entonces, para desacreditarlo, anuncian la muerte de la historia, de las ideologías y también de las ideas. Nosotros, en cambio, las seguiremos removiendo, porque respiran y nutren.