El ingrediente fascista que latió durante el primer peronismo llevó a un punto crítico después de la reelección presidencial. O el régimen avanzaba hacia un Estado abiertamente totalitario o se desmoronaba. La fiesta inicial, las publicitadas reivindicaciones, el «teatro» de la revolución, el endiosamiento del líder empezaron a dar muestras de agotamiento. La nueva dirigencia, integrada por burócratas sindicales, policías, funcionarios venales, nuevos ricos y lumpen con poder, generó creciente rechazo. La ambición de instaurar un partido único hizo agua y pocos meses antes de su caída el gobierno cedió la radio a dirigentes de la oposición. Pero los tiempos se habían consumido. No alcanzaron las movilizaciones de masas, ni el lenguaje incendiario, ni la exaltación nacionalista.
Una coalición de Fuerzas Armadas, clero y partidos opositores llevó a cabo la denominada Revolución Libertadora. Perón fue acusado de haber cometido traición a la patria, degradado las instituciones de la república y haberse enriquecido a costa de la nación. Se lo empezó a llamar «el tirano depuesto». Se prohibió su nombre, su partido y sus símbolos; desapareció el cadáver embalsamado de Evita, se borraron todas las referencias a la pareja que fue gobernante y se destruyeron sus estatuas y cuadros.
El odio acumulado se extendió al común de la gente que lo amó y apoyó. Un desprecio inconsciente, robusto, que proviene del fondo de nuestra historia, se derramó sobre los peronistas, identificados con la hez del país, como lo habían sido a su turno los indios, los negros, los gauchos, los mestizos y los inmigrantes. Fueron señalados como la barbarie irredimible. No solo eran los cabecitas negras, sino algo más horrible: el aluvión zoológico, la multitud salvaje que pretendía arruinar la civilización.
El fanatismo antiperonista se cobró venganza por el virulento fanatismo peronista que le precedió. Figuras equilibradas y lúcidas nunca perdonaron a Perón sus abusos e irresponsabilidad. Incluso les costó comprender que millones de seres mantendrían una gratitud inmarcesible hacia el hombre y el régimen que los había hecho sentirse dignos e importantes, aunque el régimen hubiese sido una tiranía que desnaturalizó muchos valores. Jamás reconocerán cuán psicópata y corrupto fue Perón: solo recordarán sus regalos y su afecto.
El peronismo nunca tendrá buenos vínculos con la lógica, sino con la ilusión. Como ilusión, mantendrá encendida la llama de «la revolución inconclusa». Evocará el paraíso perdido, que es el único paraíso real. Y soñará con su imposible restauración. El amado líder seguirá impoluto, cada vez más sabio. Las críticas no harán mella. Apenas un año después de expulsado, en una cancha de fútbol la hinchada enronquecía al grito de: ¡Puto o ladrón / queremos a Perón!