No se debe olvidar el aporte del campo y la misteriosa pampa. El gaucho que ahora se elogia, pero ya había sido exterminado al crecer el tango, también le donó su alma. Ahora decimos gaucho con la boca llena de cariño; antes, con la boca llena de repulsión.
El gaucho es controversial. Desapareció por causa de las levas forzosas, su sistemática y a menudo injusta persecución, y el alambrado implacable de la llanura donde ejercía su libertad. Excepto algunos casos puntuales como los gauchos de Güemes, la sociedad de entonces los consideraba productos de la paternidad irresponsable y adictos a la violación de la ley. Entre las diversas etimologías que se disputan el mérito de haber gestado su nombre, parece que la más acertada —y dolorosa— es guacho (del quechua: bastardo, hijo de puta).
Los gauchos eran «mozos perdidos —según Rodolfo Puiggrós— corridos por la miseria y el hambre del viejo hogar, que se mezclaban con los indios y vivían carneando vacunos que, como ellos, habían saltado el cerco de la unidad doméstica, haciéndose cimarrones». Era una masa rural que «no reconocía oficio, ni gobierno, ni justicia».
Durante el siglo XIX se los consideró delincuentes, ladrones, vagos y «mal entretenidos» que se resistían a aceptar la propiedad de la tierra y del ganado. Pero se hicieron necesarios para los fortines. Se los reclutó a la fuerza. Y, a medida que empezó a ralear, se lo diferenció con inesperada y creciente simpatía. Al fin de cuentas, el gaucho era «de acá» y los españoles e italianos eran «de allá». Fueron carne de cañón junto con los negros, mulatos y mestizos. Al desaparecer como peligro fue posible dejar de identificarlos como «la canalla». La canalla empezaron a ser los gringos.
Tradiciones, payadas, danzas y, sobre todo, un compacto sufrimiento campero se trasvasó a la generación siguiente, degradada, que se afincó en el arrabal y merodeó los quilombos. Este nuevo espacio se convirtió en un asilo, por momentos asfixiante, donde se podía rumiar la pena. Leopoldo Lugones, con su impostura de aristócrata, espetó que el tango —nacido de negros, gauchos y gringos— era un «reptil de lupanar» (sin embargo, fue Lugones quien mejor contribuyó a reivindicar al gaucho con sus conferencias reunidas en el deslumbrante Payador y en su libro La guerra gaucha). Enrique Santos Discépolo, más sensible, demostró que el tango era mucho más que un reptil: era «un sentimiento triste que se baila».