Hubo un tiempo en que nos enseñaban el Himno Nacional, el Himno a la Bandera, la Marcha de San Lorenzo y el Himno a Sarmiento, en ese orden y sin opción a réplica. Amábamos esos ritmos y melodías, pero las letras resultaban incomprensibles. Con Sarmiento se cerraba la serie de cantos patrióticos como si fuese un dorado broche. No había permiso para impugnar la dimensión de ese prócer, cosa que recién cobró impulso con el revisionismo rosista. El fogoso sanjuanino era un titán, un orgullo compartido, un héroe instalado apenas detrás de San Martín, el Libertador. Su gesta estribaba en la educación para todos, que convirtió a la Argentina en un país modelo. La educación era entonces prestigiosa y prestigiaba, era objeto de un encendido amor. Por eso se disparaban expresiones fanáticas sobre don Domingo Faustino: «padre del aula», «inventor de la escuela», «maestro universal». Su energía era comparada a la de un cíclope y su dimensión, a la de una montaña. Pero algunos chicos —me incluyo— cuestionábamos tanta reverencia al pelado y severo prócer porque fue el «inventor», precisamente, del lugar donde teníamos que concurrir a diario para esforzarnos y disciplinarnos.

Laterales y borrosos quedaban sus demás méritos, entre otros haber sido el mejor prosista del siglo XIX latinoamericano. Sarmiento se focalizaba como el numen de la educación y su brillo dejaba fuera a los otros grandes de dicho campo. Nos conmovía su personal tenacidad. Fue un niño pobre de una provincia remota que, con sacrificios y valores potentes, logró atravesar murallas hasta convertirse en una figura relevante. El ministro Manuel Montt de Chile le encomendó la dirección de la primera Escuela Normal. Luego fue comisionado para realizar un largo viaje de exploración y estudios.

Su cabeza fértil evaluó sin concesiones a Francia, Italia, Prusia, España, Gran Bretaña y los Estados Unidos. Fue en Massachusetts donde encontró el mejor modelo. Y se adelantó a otros al reconocer que dos factores convertirían a los Estados Unidos en una gran potencia: la educación masiva y la ecuánime distribución de las tierras. Observó que la gente común habitaba en buenas casas, disponía de suficiente ropa, tenía arados, aperos y máquinas de coser. Que hasta en lugares apartados podía leer anuncios comerciales y se enteraba de temas políticos. La comparación con su patria hundida en el despotismo y la ignorancia le daba escalofríos. Por eso, cuando regresó y fue gobernador de su provincia, implantó sin rodeos la enseñanza primaria obligatoria mucho antes de que se sancionase la histórica Ley 1.420. Pese a que tenía una fama de mujeriego que alarmaba a las madres celosas de la virtud de sus hijas, bregó para que las niñas recibieran la misma enseñanza que los varones. Tampoco dudó en importar maestras extranjeras ante la notoria falta de docentes locales. Su visión integradora lo impulsó a defender el laicismo, que en aquella época significaba cargar sobre la espalda a enemigos poderosos.

Pertenecía a una generación cuyos dirigentes mantuvieron enfervorizadas disputas y sanguíneos personalismos, pero que se abrazaban en los grandes objetivos de la nación. Por eso, años antes de su muerte pudo disfrutar del primer Congreso Pedagógico Nacional (1882). El segundo fue inaugurado un siglo después por el presidente Raúl Alfonsín.

En ambos se hicieron ingentes esfuerzos para involucrar al mayor número de participantes y de ideas, pero el segundo abundó en declamaciones sobre la importancia de la educación sin conmover a la sociedad ni conseguir resultados trascendentales. La sociedad argentina, después de la dictadura llamada «Proceso», estaba ocupada en restañar el tejido de las instituciones, aplacar a los militares que no aceptaban la majestad de la justicia, superar enconos partidistas y corporativos, luchar contra la inflación. La Iglesia católica fue quizás la que más se involucró en los debates del Congreso, pero su Episcopado seguía anclado a lastres que no le permitieron jugar un papel lúcido y convocante. El segundo Congreso se clausuró sin pena ni gloria. En materia educativa nuestro país había cambiado… para mal.

No fue así el primero. Para nada.