Frente a la educación hay padres que revelan un astigmatismo impresionante. Si les preguntan qué opinan, dirán —con un énfasis que solo se pone en las grandes verdades—, que la educación es una porquería en todos los ámbitos del país. Pero si les preguntan qué opinan sobre los establecimientos donde concurren sus propios hijos, dirán que son muy buenos… Casi el mismo 70% que afirma lo primero, afirma también lo segundo. Esta doble vara ha sido corroborada por una serie de encuestas. La visión, casi autista, se torna grotesca cuando expresa satisfacción por lo mucho que sus hijos también aprenden en materia de valores, razonamiento autónomo, lengua, ciencias sociales y matemáticas. Es como si no cursaran en establecimientos de la Argentina, o como si dichos establecimientos fuesen cápsulas ajenas al sistema educativo nacional. Realmente asombroso. Son como príncipes asistidos por institutrices de otro mundo.
Al conocerse los patéticos resultados que arrojó la medición de la calidad educativa, el shock golpeó como un ladrillo. Un shock tan grande que ocupó la primera página de los diarios. Pero lo intolerable del hecho determinó que las críticas, casi de inmediato, se desplazaran hacia las fallas de la medición. No era preciso ser un experto para reconocer que se había puesto en marcha un mecanismo de negación tan estúpido como grosero. Se dijo, por ejemplo, que las muestras no eran representativas, que no tomaron poblaciones bastante amplias, que pusieron nerviosos a los estudiantes y otras pavadas por el estilo.
En 1997 la medición abarcó 130.000 alumnos de 5.420 escuelas primarias de todo el país. En 1988 se ocupó de 260.000 alumnos que completaban el secundario en casi 12.000 colegios. ¿No eran muestras representativas? ¡Vamos!
Además, las evaluaciones no pretendían reflejar un nivel de excelencia. Eso hubiera sido demasiado. Se conformaban con registrar el mínimo de conocimientos que debía tener un alumno. Y bien, ¿qué se descubrió? Se descubrió (año 1993) que los estudiantes del séptimo grado del conjunto de escuelas que funcionaban en el país solo alcanzaban, en una escala de 1 a 10 (10 era el mínimo, no el máximo esperable) una calificación de 5,2 en matemáticas; en lengua, 5,3. Dicho de otra forma, ni siquiera sabían lo esencial, sino apenas ¡la mitad del mínimo!
Una catástrofe análoga fue comprobada en el nivel secundario, cuando en 1997 se analizó la totalidad de quienes lo completaron: la medición apenas arañó los 6,7 puntos. Es decir, bastante por debajo del mínimo.
Sorprendió que no hubiese diferencias significativas entre escuelas estatales y privadas. ¿Sería porque en las privadas, al tener que «pagar», los alumnos se hacían merecedores de «buenas notas» aunque no aprendiesen? Recordemos la anécdota de Cynthia G., en la zona norte del Gran Buenos Aires.
El argumento exculpatorio de algunos padres se basó en las dificultades del test. ¿Dificultades? ¡Mentira! Se trataba de operaciones y conceptos casi vergonzosos por lo elementales.
El oscuro panorama hiere nuestras vísceras al enterarnos de lo que sucede en el momento en que los estudiantes —con primaria insuficiente y secundario deplorable— quieren acceder a la universidad. Hay que prenderse fuerte de la silla. Veamos un ejemplo de horror: universidad de La Plata, ingreso a la facultad de Medicina, test con preguntas de nivel secundario, año 1998. De 1.727 alumnos examinados, el 84% no pudo responder… ¡a ninguna pregunta! Y del total, solo un alumno contestó… ¡la mitad del examen!… Y aquí no acaba la cosa. El estudio demostró que el mismo grupo de alumnos hubiera fracasado en un 90% ante preguntas sencillas de matemáticas correspondientes al nivel primario. ¿No es escalofriante?, ¡esos estudiantes ya habían concluido la secundaria! La situación no fue exclusiva de La Plata, y se reprodujo en otras universidades.
No debería sorprender, entonces, que en plena carrera del nivel terciario abunden alumnos que todavía sigan con problemas en la interpretación de textos, en la escritura y en el razonamiento lógico. Muchos no entienden los gráficos simples que suelen difundir los periódicos, cometen graves faltas de ortografía, ignoran dónde van los acentos y hasta tienen problemas para redactar una carta. Ni hablar sobre su desorientación histórica. Hubo exámenes en que se ubicaba a Napoleón antes de Jesucristo y otros en los que no pudieron ordenar cronológicamente figuras como Aristóteles, Carlomagno y Julio César. Un grupo de jóvenes recién recibidos, no sabía quién fue Marco Polo. Y suscitó una mezcla de risas y de lágrimas la aseveración de que la madre de San Martín se llamaba «Eulogia Lautaro».
La mala formación en los diversos niveles de la actual educación argentina se acompaña, además, por una deserción de tamaño descomunal. El 64% de los argentinos cuya edad oscila entre los 25 y 35 años no terminó el colegio secundario, ese pobre y defectuoso secundario al que hacíamos referencia. Repito: 64%. En cambio, en Canadá solo el 15% no lo terminó, en Estados Unidos el 13% y en Alemania el 14%.