No me parece razonable creer que la Argentina recuperará los niveles de opulencia que tuvo a principios del siglo XX. Pero estoy convencido de que es objetivamente posible conseguir estar mucho mejor que ahora. Y esto puede lograrse en un tiempo breve. Si las fuerzas productivas del país se empeñan en mantener un crecimiento anual del 5%, en quince años alcanzaremos el nivel de prosperidad que ahora exhibe España. ¿Es mucho pedir?
España, desde su óptica interior —como sucede siempre—, critica y denuncia aquello que le falta. Pero nosotros, mirándola desde afuera, admiramos que haya reducido la desocupación a un dígito, que mejoró en forma notable su calidad de vida, que logra abultados excedentes para la cultura, la educación, la ciencia y la investigación, y avanza con paso ágil hacia los primeros puestos de la comunidad europea.
En las páginas anteriores he azotado los disvalores que perturban nuestra mentalidad. Ahora quiero darle unos pellizcos a la bestia del pesimismo, cuyas garras nos lastiman y doblegan. Entre nosotros se ha convertido en un signo de inteligencia ser negativo; quien, por el contrario, revela esperanzas en el futuro es descalificado como ingenuo o tonto. La cavilación trágica se ha tornado cotidiana, obligatoria. Si no se tienen al alcance de la mano noticias oscuras, hay que referirse por lo menos al mal tiempo. Pero algo malo hay que decir. Siempre.
El concepto sociológico de la profecía autocumplida logra un buen ejemplo con nosotros. Tanto repetimos que nos va mal, que nos irá peor y que no existe forma de corregir las desgracias, que terminaremos por hacer de esa posibilidad un callejón sin salida. Pero la salida existe, solo que encontrarla y asumirla depende, en primer lugar, de nosotros mismos.
Dije antes que suele ser maravilloso sentirse víctimas (de los malos gobernantes, del imperialismo, de la globalización, del destino, del demonio). Siendo víctimas, no podemos sino ser amados por el recodo de la lástima. ¡Pobre Argentina!, ¡pobres argentinos! Un país tan hermoso, un pueblo tan inteligente.
Nos venimos quejando desde tiempos inmemoriales con variados recursos, incluidos los de calidad artística. Pero la queja no aporta soluciones. Puede ser una catarsis y hasta un pasatiempo. Puede brindar la sensación de que algo hacemos, aunque no sirva para nada. Muchas veces se corre en la desesperación, pero mal. Se confunde agitación con movimiento. No es lo mismo.
A los argentinos nos cuesta dar el salto de la protesta a la propuesta. Los vocablos suenan parecido, pero sus significados son antagónicos.
La protesta es, casi siempre, un hecho pasivo. Expresa el malestar, el dolor o la angustia… para que otro venga a resolverlos. Es el bebé en la cuna que cuando tiene hambre chilla y cuando tiene frío llora; pero no está en condiciones de arrimarse el alimento ni abrigarse por sí mismo. Es un ser dependiente, minusválido. No sabe ni puede inventar la solución. Tampoco es responsable de lo que le sucede o sucederá. Su vida y su confort cuelgan de la decisión ajena.
La propuesta, en cambio, se formula desde la actividad. Es la mente adulta que examina el problema, que busca, encuentra y formula la solución más conveniente. Equivale a una actitud creativa. Refleja independencia y madurez. Los otros pueden ayudar, claro, pero en la medida que uno sepa conseguir su colaboración a partir de una decisión tomada por uno mismo. La propuesta, por último, entraña responsabilidad.
En efecto, quien propone es responsable de lo que ha propuesto, lo cual no es un asunto menor. Debe cargar con el eventual fracaso o tiene el derecho de celebrar su victoria.
Los argentinos, en cambio, nos hemos acostumbrado a quejarnos y protestar y, de esa forma, consolidar un estado de inmadurez que suele acompañarse de nostalgias autoritarias. Quienes solo protestan dicen, en forma oblicua, que esperan un salvador providencial, que en el fondo del alma anhelan los beneficios del milagro llovido del cielo.
Pero la Argentina nunca conseguirá el estándar de España 2001 (o de otras naciones con las que nos gusta compararnos) por el camino de la queja, la nostalgia, el milagro, y su atmósfera desalentadora, el pesimismo. Lo conseguirá mediante la responsabilidad creativa, la consolidación de sus fuerzas morales, la racionalidad y el corazón puesto en lo bueno que —pese a todo— seguimos teniendo.