Por un lado se sancionaban leyes que beneficiaban a los trabajadores como nunca antes, por el otro se los obligaba a afiliarse a los sindicatos manipulados por el líder. Los dirigentes que se negaban a la obsecuencia eran desplazados y algunos, perseguidos. Las huelgas fueron aplastadas sin anestesia; en la Reforma Constitucional de 1949 se llegó al extremo de que la representación peronista se opusiera en forma expresa, sin ruborizarse, al derecho de huelga. Las movilizaciones fueron prohibidas, excepto las organizadas para convalidar el régimen. Quienes apoyaban el peronismo vivían de fiesta, quienes lo repudiaban debían callar o exiliarse.
La política económica tenía el sesgo de la ubicua intervención estatal. Continuaba la tendencia predominante en el mundo de estatizar, controlar y planificar. Esto llevaba al monopolio, la corrupción y la ineficiencia. Los controles estaban al servicio de amigos y fieles, no de la gente más capaz. Se compraron los ferrocarriles con intensa propaganda, a fin de ganar sufragios y encubrir un negociado terrible; la operación fue presentada como fruto de una negociación genial, pero se pagaron 2.462 millones de pesos por bienes que la dirección nacional de Transportes había valuado en 730…
En 1950 se empezaron a notar las consecuencias del despilfarro sostenido. Aunque la Constitución de 1949 expresaba a través de su cacareado artículo 40 que los recursos del suelo son inalienables —«bastión de nuestra soberanía» según Scalabrini Ortiz—, Perón decidió violarlo mediante concesiones a la petrolera California. En 1952 se debió comer solo pan negro, por falta de trigo en el país del trigo. Los lingotes de oro del Banco Central se habían esfumado.
Las fallas se tapaban con discursos agresivos, los opositores eran acusados de contreras, vendepatrias y cipayos. No quedaban resquicios por donde manifestar la crítica sin ser descalificado como enemigo del país.
En lo cultural se degradó la excelencia. Lo nacional equivalía al folklore. Se confundía arte popular con arte pobre. Es cierto que se recuperaron muchas fuentes y se ampliaron los escenarios. Pero se alió el atraso con la reacción. Se confundió cultura de punta con cultura kitsch; y esto se extendió al cine, la monumentalidad de los actos partidarios, la arquitectura y la escultura oficial. Estas actitudes, sin embargo, contribuyeron a jerarquizar el arraigo en un país con mucho desarraigo.
La universidad sufrió profanación y devalúo. Junto a muchos artistas, ilustres investigadores debieron dejar el país. Los docentes eran elegidos con criterio político y se los obligaba a cometer actos humillantes como, por ejemplo, solicitar la reelección de Perón, otorgar doctorados honoris causa a Eva, tomar exámenes todos los meses y formar mesas especiales (secretas) para los líderes de la CGU. Este sistema de exámenes mensuales fue presentado como una «conquista» estudiantil, pero en realidad era soborno, una concesión al facilismo, que permitía graduarse sin esfuerzo.