En este género se respira una ética compleja y contradictoria. Contradictoria como lo es la Argentina. (No olvidemos que nació donde fermentaba el lumpenaje, los desencuentros, el rencor, las tradiciones y las ideologías de múltiple cariz). Contribuyó a desmontar máscaras, pero mantuvo apego a varios prejuicios. Tiene crítica y quejas para todo.
En una época, por ejemplo, predominó el reproche a la mujer de cabaret que olvidaba su origen, que traicionaba su clase y su pertenencia: Ya no sos mi Margarita, ahora te llaman Margot. Sin embargo… hay algo que te vende, yo no sé si es la mirada / la manera de sentarte, de charlar, de estar parada / o ese cuerpo acostumbrado a las pilchas de percal. Si bien… hoy sos toda una bacana, la vida te ríe y canta o tenés el mate lleno de infelices ilusiones, …llegará el inexorable castigo y esa mujer ingrata se convertirá en un descolao mueble viejo, tal como lo desea el compositor de la letra. Una letra que expresa al sufriente compadrito abandonado por su antiguo amor, y cuyo narcisismo sangra sin consuelo.
También amonesta al jugador exitoso en el hipódromo: Pa’ lo que te va a durar. Es obvio que hay culpa por el triunfo, que se alejará pronto porque es inmerecido. La experiencia dice que no hay alegría durable por el camino fácil. Los inmigrantes y los criollos saben que los espejitos de colores no son otra cosa que espejitos de colores. El sufrimiento los llenó de moral y moralina que algunos tienen en cuenta y otros violan torciendo la sonrisa.
La madre ocupa un lugar central. El tango es el más desembozado complejo de Edipo que produjo arte alguno, con la sola excepción, quizás, de la tragedia escrita por Sófocles. El amor por la Vieja gotea lágrimas, juramentos y una fanática lealtad. Es la única mujer digna de ilimitado respeto. Los protagonistas del tango admiran su abnegación, su virtud y su nunca desmentida capacidad de perdonar. Está presente a toda hora y toda edad sin reclamar nada por su incomparable ternura, su desprendimiento y sabiduría. La madre del tango es un arquetipo redondo, acabado, y tan fuerte como el arquetipo de la madre italiana o la madre judía. Del padre, por el contrario, ni se habla.
La ausencia del padre y la lejanía de la ley aumentaron la idealización de la madre en la zona del Río de la Plata. El gaucho fue casi siempre guacho, hijo de la siembra al voleo. Solo conocía a su sacrificada madre, la que amamanta, abriga, alimenta y protege, hasta que el niño se convierte en alguien que se las arregla solo. El pequeño ya hecho hombre está condenado a repetir el trayecto de su anónimo antecesor: preñar a las chinas que encuentre, más por impulso de la calentura que por amor real. Eso es lo que se venía practicando desde los tiempos de la conquista, cuando los hidalgos blandían la insaciable verga para hacerles millares de mestizos a las indias indefensas. Después del placer no surgía la responsabilidad, sino el deseo de marcharse y someter otros cuerpos. La mujer era un ser doblemente devaluado. Y los hijos que parían no tenían importancia. Ningún gaucho tenía importancia. Tampoco sus epígonos de arrabal. Por eso sufrían los compadres, por eso se codeaban afectuosos con la muerte, la única que pondría fin a su penar.
Las mujeres de las que se solían enamorar los inmigrantes solos y los gauchos degradados eran las hermosas rameras de burdel. Como consecuencia del aluvión extranjero y las columnas que procedían del interior, se incrementó el comercio de blancas y se multiplicaron los lenocinios. Las prostitutas fueron objeto de codicia sexual y económica. Muchos compadritos y aprendices de compadrito se esforzaron por seducirlas y obtener algo más que un rápido estremecimiento pagado. En numerosos casos estalló el milagro del amor, pero casi siempre se agotaba, a veces en una noche, a veces en un año. Y surgieron entonces las letras que exaltaban a la madre leal, el reverso absoluto de las demás mujeres del planeta. Eso de «siempre se vuelve al primer amor», es un develamiento incestuoso.
Los títulos dejaron huellas imborrables: Pobre mi madre querida, Madre hay una sola, Avergonzado, Tengo miedo. En ellos se detectaba la inconsciente homosexualidad reinante en el malevaje, así como el permanente culto a la fuerza que lo desmentiría; pero sobre todo, brotaba el temor al abandono. No olvidemos que el inmigrante y el descendiente del gaucho son seres que abandonaron o fueron abandonados. La separación hería como filoso cuchillo. A la inversa de lo que dicen las letras de tango, lo que en realidad se temía era que la idealizada madre se fuera con otro, y que este sujeto extraño la maltratase o la destruyera, con lo cual el hijo perdería lo único valioso que tenía. No se trataba de un miedo infundado, porque así sucedía de continuo: la madre había sido preñada por uno y luego por otro, y abandonada por un tercero, y golpeada por un cuarto. El padre verdadero se había evaporado. Los versos encubrían la ansiedad profunda mediante una sistemática inversión: en la letra jamás será la madre quien abandone al hijo, ni lo cambie por otro hombre —que es lo temido—, sino que el hijo es quien asume el papel de abandonador y deja sola a la madre. Jamás la madre se irá con otro porque «es una santa». Es el varón del tango quien comete el error trágico de dejar el más puro de los amores, el que le brinda su madre, «la viejecita querida», para caer en los cepos tendidos por las percantas de ocasión. Luego estas malas mujeres lo abandonarán (cosa que jamás haría su madre). Y entonces, borracho de lágrimas y de resentimiento, vuelve al hogar implorando que la viejecita incomparable le perdone su pecado.
El tango no solo contiene un Edipo inmaduro. También funciona como canción de protesta. Algunos se refieren al hambre y muchos, a las injusticias. Incluso vocean críticas devastadoras sobre los males que sofocaban una determinada época. Enrique Santos Discépolo se elevó al rango de autor paradigmático merced al sarcasmo que le provocaba el desmoronamiento de los valores morales. En su tango Cambalache denunció que ya es lo mismo ser derecho que traidor, / ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. Sentenció que el siglo veinte / es un despliegue de maldad insolente… el que no llora no mama / ¡y el que no afana es un gil!… Es lo mismo el que labura / noche y día como un buey, / el que vive de los otros, / que el que mata, que el que cura / o está fuera de la ley.