Muchos argentinos no saben ni gustan del tango, pero no pueden evitar asombrarse con callado orgullo por su sobrevivencia y universal aceptación. Como dice Mempo Giardinelli en su excelente libro El país de las maravillas, es un género subversivo, es un revolvente cuestionador y «sus letras expresan descreimiento, decadencia y abandono, casi siempre caída y casi nunca ascenso social». Pero obsequia goce estético y es «una sublimación de la bronca y la mishiadura». El tango «siempre está vigente en la calle: en un silbido, en una radio que se escucha tras una ventana, en el andar silencioso de un taxi vacío».
Aumenta el número de jóvenes que lo aman. Y se explica. «También ellos se encuentran sin idea de futuro o con uno muy dudoso»; enfrentados, además, a la impunidad arrogante de quienes les cierran las puertas. «Por eso ya tienen su propio lenguaje, su lunfardo de fin de siglo y de milenio, como cada generación ha tenido y tendrá porque todas necesitan códigos propios de diferenciación y pertenencia». Ayer existía «el tipo pintón, cuello palomita y engominado, sacando pecho ante la dama de pollera corta y con tajo, medias con costura y tacos altos. Hoy el flaco punkie de remera negra y borceguíes, o el rockero en jeans y zapatillas, de la mano de chicas con minis de cuero y caras pálidas que bailan sin tacos y con suela de goma. Está a la vista un signo de los tiempos: el tango under, o nuevo reo, o lumpen look, porque mezcla música con teatro, travestismo, exageración y humor». Tanta parodia y mamarracho gestan ante nuestras narices una picaresca nueva, «un cocoliche posmoderno».
Para sorpresa de los adultos, muchos jóvenes se acercan a las milongas. Debe causarles gracia y atracción el clima ceremonioso que ahí reina. Algunos vestidos «con pilchas rockeras y vaqueros deshilachados, hay que verlos cómo lucen de serios». Para Giardinelli debe ser la misma seriedad lo que los atrae, porque vienen de un mundo feroz, atropellador y apurado. En las milongas todo es respetuoso y de pocas palabras. Eso sí: tiene fuerza la mirada, sea para junar el ambiente o averiguar con quién habrá que medirse; es la mirada de los argentinos: insolente, crítica, irónica. Aunque ahora la gente viste con menos exigencia, las polleras deben ser breves y los tacos altos para que los pies de la pareja tengan el placer de armar elegantes trenzas y audaces ochos. Los veteranos son pacientes y están dispuestos a corregir un pasito o enseñar al costado de la pista, donde la multitud se desplaza en sentido contrario a las agujas del reloj.
En los descansos se pasa otro tipo de música, que nadie baila. Cuando vuelve el impetuoso cuatro por cuatro salen de nuevo las parejas. «Y dos pechos se encontrarán en la pista como acorazados de guerra, para una batalla sensual, casi fraterna». Ella se desliza pegada al pecho alzado del varón, «apilada pero cómoda y en completa libertad». Se baila con cara de póquer, concentrados en lo más importante del universo que es el dibujo de esa danza.
«Si bailás un tango con la mujer adecuada y no terminás temblando de emoción —le dijo a Mempo Giardinelli su cuñado más sabio— dedicate al bolero o a la rumba. Pero si acabás conmovido porque sentiste que la mina era parte de tu cuerpo y vos de ella, entonces estás perdido: llevarás para siempre al tango en el alma».