Perón retornó por un tiempo muy corto. Pero suficiente para que se le reintegrasen los bienes en una sesión secreta del Congreso (sigue siendo un secreto bien guardado), se le restituyese el cargo y uniforme militar, se lo liberara de todos los juicios pendientes y pudiera asumir por tercera vez la presidencia de la Nación. Tuvo un desempeño histórico al consagrar el diálogo político y afirmar, en contra de lo que se proclamaba hasta entonces, «que para un argentino no hay nada mejor que otro argentino». Se autocalificó de león herbívoro y contribuyó a que su movimiento aceptase las reglas de la democracia. Pero tuvo que enfrentar el aquelarre que él mismo, desde Madrid, había contribuido a desencadenar. No pudo contener el desencanto que produjo en quienes habían soñado que, objetiva y necesariamente, sería el jefe de la revolución socialista. En la histórica Plaza de Mayo, donde el folklore del peronismo tuvo fiestas de gloria, los jóvenes que juraron dar la vida por Perón le gritaron: «¡Nos pasa por boludos, nos pasa por boludos!, ¡nos pasa por votar a una puta y un cornudo!». Entonces él, fuera de sí, rugió «¡imberbes!» y los echó. Fue una expulsión brutal. Quienes estaban en la Plaza y quienes seguían el acto por televisión quedaron atónitos. La ruptura de un amor que ahora se manifestaba no correspondido aumentó la caída en picado, que ya se manifestaba desde la matanza en Ezeiza.
Fue una declaración de guerra recíproca. Las sangrientas escaramuzas dejaron de ser escaramuzas. José López Rega («Lopecito» o «El Brujo»), omnipotente secretario privado y ahora ministro de Bienestar Social, ya había puesto en marcha el escuadrón de la muerte llamado Tres A. Desde ese día y hasta el fallecimiento de Perón el 1.º de julio de 1974, un andamiaje que había suscitado tanta esperanza se vino abajo. El líder tuvo un apoteótico entierro, pero fue sucedido por su caricaturesca viuda y las cosas empeoraron más en todos los órdenes, incluso el económico («Rodrigazo» mediante) hasta desembocar en el golpe de 1976.
Según Feinmann, Perón había muerto un año antes, cuando regresó acompañado por el transitorio presidente Cámpora. Ahí se acabó su mito y el mito del gigante astuto que podía maniobrar los antagonismos de la patria y salir siempre victorioso. «Ningún político como él tuvo la arrogancia o la ambición o el coraje o la locura de atreverse a conjurar los demonios de un fragmentarismo histórico que hubiera producido vértigo en otros y que producía en él la certeza de poder asumir el lugar de la Idea hegeliana». Perón, desde Madrid, se había consagrado a conducir el desorden argentino. Creía ser «un ajedrecista genial». Creía que triunfaría siempre sobre un tablero «delineado por el sonido y la furia de las pasiones individuales, las pasiones de los otros, nunca la suya, ya que él, Perón, nunca ponía la pasión sino que ponía la astucia». Se había transformado en el símbolo de un país convulsionado. Sabía que lo querían «ver regresar en un avión negro, ya que negro es el color de lo maldito, de lo proscrito, de lo que imposibilita el sueño de los poderosos». Por eso autorizaba a todos, legalizaba a todos, todo era bueno para conseguir lo que el pueblo esperaba: que volviese.
Pero el mito requiere distancia y ahistoricidad. Perón en Madrid podía ser mito. Pero al aterrizar de nuevo en el país vuelve a contaminarse: «los mitos no aterrizan; Gardel nunca volvió de Medellín, Evita nunca volvió de su cuerpo frágil y canceroso». Perón sí. Ahora ya no podía ser el sagaz manipulador de las pasiones. «Ahora él era una pasión más, un elemento adicional en una lucha de fracciones».