El tango aceptó en sus inicios, sin quejarse y tal vez con falso orgullo, que se encontraba muy lejos de los salones donde los ricos danzaban «a la francesa». Bailar a la francesa significaba tocarse, abrazarse; pero en los salones el contacto era sutil y melindroso. En los burdeles, en cambio, no había razón para las prevenciones: lo francés «marica» se convirtió en lo argentino desenfrenado. Había que chapar fuerte, con ganas; y el hombre tenía que marcar la dirección y el giro, hacer sentir a la mujer que era una maleable muñequita en sus brazos de varón.
Al nuevo baile tampoco le gustaba que retrocediera el hombre, porque ningún hombre deja indefensa su espalda ante un alevoso puñal. Entonces el tango invirtió la marcha para que casi siempre fuese la mujer la que retrocedía ante el ímpetu de su compañero. Se trataba de un baile macho, danzado al principio por hombres solos. Se decía que era un baile de negros, con movimientos rústicos y vulgares. Sin embargo, fue desarrollando coreografías originales y audaces que ponían en evidencia el carácter y las costumbres de aquellos tiempos, incluso una pelea a cuchilladas. La agilidad de las piernas y la resistencia de los pies evocaba las lidias, con vueltas súbitas para salir lucido o salvar la vida. Llegó a convertirse en una filigrana admirable y elegante. La letra de Miguel A. Camino lo ilustra:
Así en el ocho / y en la sentada / la media luna / el paso atrás, / puso el reflejo / de la embestida / y las cuerpeadas / del que se juega / con su puñal.
A esta pincelada la completa el prolífico Carlos de la Púa:
Baile macho, debute y milonguero, / danza procaz, maleva y pretenciosa, / que llevás en el giro arrabalero / la cadencia de origen candombero / como una cinta vieja y asquerosa.
Los tangos de los primeros tiempos abundaron en títulos agresivos, muchos de ellos provistos de franca connotación sexual; era un modo oblicuo e insolente de golpear a la sociedad alta y despectiva. También era una catarsis. Ahora quizás resulten títulos ingenuos, pero en aquel tiempo marcaron una ofensiva identidad. Cito algunos:
La clavada, Con qué trompieza que no dentra, Concha sucia (que se disfrazó eufemísticamente como Cara sucia), El serrucho, La concha de la lora (editada con el eufemismo de La c…ara de la l…una), El fierrazo, Colgate del aeroplano, Dos sin sacar, Dejalo morir adentro.
Emergió en las orillas y usaba el lenguaje que allí se hablaba sin maquillajes. Era la cloaca del burdel y el bajo fondo. En los sitios elegantes se evitaba hasta mencionarlo, como si fuese el intruso que jamás cruzaría las decentes murallas. Pero las cruzó a paso de un gigante. No solo lo cantaron, sino que lo silbaron alto o bajito y bailaron en secreto. En el año 1906 Enrique Saborido vendió nada menos que ¡cien mil!, partituras de La Morocha. Este dato es aplastante, porque revela que mucha gente había empezado a tocar el tango, incluso las niñas educadas con esmero y que sabían cómo esconder las páginas prohibidas entre los severos pentagramas de los ejercicios pianísticos.