Antes de asumir consiguió que el gobierno militar le facilitase la tarea interviniendo universidades y expulsando a los docentes que militaban en su contra. Luego de tomar el mando actuó con la velocidad del rayo para instaurar una suerte de dictadura legalista: se mantendrían las instituciones de la Constitución, pero debilitadas y sujetas a su poder unipersonal. Removió los cuadros administrativos y entabló juicio político a la Corte Suprema, que fue expulsada, y constituyó otra a su medida. En el Congreso mantuvo disciplinada una mayoría que se tornó cada vez más obsecuente. La Policía Federal, creada tras el golpe de 1943, fue usada en contra de la oposición política y para reprimir los disturbios obreros. Creó el Fuero Policial para que los abusos de los comisarios leales gozaran de impunidad. Instituyó el «certificado de buena conducta» como requisito indispensable para buscar trabajo, viajar al exterior o inscribirse en la universidad; era una sutil manera de encadenar a todos los habitantes y desalentar cualquier protesta. Controló los medios de comunicación y no titubeó en expropiar el diario La Prensa, que lo criticaba. Llegó al extremo de exigir a las instituciones culturales que solicitaran permiso para publicar o reunirse.

Intervino las seis universidades nacionales entonces existentes y puso en marcha una implacable purga. En mayo de 1946 completó la expulsión de casi dos tercios del cuerpo de profesores y en octubre del año siguiente colocó las administraciones universitarias bajo el directo control de sus agentes. Acabó con la autonomía y sepultó los principios de la Reforma.

La marcha hacia una hegemonía férrea fue sistemática. En 1949 reformó el Código Penal y convirtió en delito «ofender de cualquier manera la dignidad de un funcionario público». De este modo impidió que se realizaran o circulasen denuncias contra el enriquecimiento ilícito de casi todos los funcionarios. En 1951 estableció la curiosa ley del «estado de guerra interno», que amplió la competencia de la justicia militar a vastos sectores de la población civil. La delación creció hasta convertirse en virtud, como en los regímenes totalitarios. El miedo se expandió hasta extremos desconocidos. Al mismo tiempo, se dilapidaban fortunas en una propaganda sin freno acerca de las pequeñas y grandes realizaciones gubernamentales o sobre los conmovedores méritos de Perón y de su esposa; la publicidad invadía la radio, el cine, la prensa escrita, las paredes, las tapias, los costados de los caminos.

Un chiste de época —que escuché por el año 1950— dice que Perón y Evita decidieron pasearse de incógnita por Buenos Aires para conocer de cerca la realidad. Nada les llamó la atención y entraron a un cine. Estaban pasando el noticiero. Cada vez que en la pantalla aparecía la insigne pareja, el público aplaudía. Perón le dijo a su mujer: «¡Es notable cuánto nos quieren!». Entonces alguien le tocó el hombro: «Eh, ustedes: ¿por qué no aplauden?, ¿quieren que los metan presos?».

Se puso en marcha un asistencialismo impúdico, desordenado. No solo se repartieron grandes cargamentos de ropa y comida, sino que las Unidades Básicas ofrecían juguetes, sidra y pan dulce. El objetivo central no consistía en eliminar la marginalidad, sino en despertar un enfervorizado sentimiento de gratitud. Cada regalo venía acompañado por emblemas partidarios y la foto de la pareja gobernante. No lo daba el Estado ni el gobierno: lo daban Perón y Evita. Muchas bicicletas, viajes, muebles, subsidios y otros regalos de la más diversa índole cambiaron la vida y la mente de muchas personas. En numerosos casos aportaron el bien y ayudaron a fortificar la autoestima de gente marginada, pero también contribuyeron a que millones se acostumbrasen a quedar solo prendidos a las ubres del Estado: los pobres, los ricos y el empresariado nacional. A mediano plazo fue un desastre.

Juan Perón tenía un estilo que combinaba tres elementos: su formación castrense, la picardía del paisano y la chabacanería del porteño. Seducía en la intimidad y enardecía en las plazas. Su palabra era fluida y subyugante; su sonrisa, gardeliana, abrazaba a casi todos los que se le ponían delante y saludaba con los brazos en alto, de manera cálida y triunfal. Cuando se dirigía a la multitud desde el balcón de la Casa Rosada, no temía el ridículo de preguntarle si estaba conforme con su gestión. Las masas, hipnotizadas por su magnetismo, bramaban un furioso «¡Sííííí!», que funcionaba de plebiscito.

Instauró un clima mágico y desató un amor desenfrenado. También odios. Para ambas pasiones la contribución de Evita no tuvo paralelo.