El presidente Bill Clinton tuvo la ingeniosa ocurrencia de exclamar en su campaña «¡es la economía, estúpido!». A pesar de los miles de kilómetros de distancia, los argentinos escucharon la frase y, embobados, se convirtieron masivamente a su visión. Resultó sencillo, porque habíamos pasado por décadas de marxismo vulgar y también por décadas de una especulación financiera tan desenfrenada que hasta el más ignorante atribuía el origen de todo a factores económicos y sabía de plazos fijos, créditos blandos, bicicletas, bonos, redescuentos, mesas financieras, sociedades off shore, cartas de crédito, acciones y demás serpentinas del perpetuo carnaval.

Desde el amanecer las radios repiquetean noticias vinculadas con el caldero de la economía. Deuda externa, incentivo docente, tasas de interés, capitales golondrina, inflación, recesión, estagnación, índice Nasdaq, efecto vodka, efecto tequila, efecto caipirinha, efecto anís, blindaje… Un diccionario de palabras que aturden y parecen contener la causa y el efecto de cuanto sucede en el devenir universal y, especialmente, en el argentino.

«Nuestro país está empantanado por razones económicas», se dice, se repite y se cree como en un dogma religioso. Antes era por la estatización, luego por la privatización; antes por la inflación, luego por la recesión; antes curó (por un tiempo) el Plan Austral, luego (no se sabe por cuánto tiempo) la convertibilidad. Siempre, siempre, la incesante corrupción. Plata, plata, plata. El país del argentum. Falta plata, se necesita plata, se roba plata, esperamos que se produzca una bíblica lluvia de plata. La plata curará nuestras penurias. Seremos el pueblo más feliz de la Tierra.

Pero no es así.

Una mínima objetividad en el análisis de la historia nos muestra que la inestabilidad económica está relacionada con la inestabilidad política y los reflejos morales de una sociedad. Es cierto que determinadas condiciones estructurales posibilitan el desarrollo, pero los factores sociales (léase culturales) abren, limitan o cierran cualquier posibilidad. La fortaleza o el descrédito de determinados valores promueven o no, por ejemplo, el crecimiento industrial, la cooperación interna, la estabilidad jurídica, la seguridad, los cuales a su vez influyen sobre los restantes componentes de la dinámica nacional. Dicho con otras palabras, depende de nosotros. ¡No es la economía, estúpido! ¡Es la cultura de un pueblo en el sentido más vasto de su acepción!

Durante años prevaleció entre intelectuales de prestigio la teoría de la dependencia. Ahí residía la clave de nuestro retroceso, pensaban. Y de esa forma lograban explicar todo. Tantas riquezas naturales y humanas no podían dar como resultado un país que resbalaba cuesta abajo sin cesar. Existía una causa potente, feroz, que estaba a la vista: fue la metrópoli en tiempos de la colonia, fue Gran Bretaña en el siglo XIX y parte del XX, fue el imperialismo yanqui después. Monstruos de los que era imposible desembarazarnos. Eran los chupasangre de nuestro pobre país.

Más aún: nosotros fuimos arrinconados en calidad de lastimosas víctimas.

Pero, mirándolo bien, ¡qué maravilloso es ser una víctima!

Claro; la culpa la tiene otro. Las derrotas no se deben a nada relacionado con nuestro empeño, imaginación ni constancia. Los poderes externos cierran la cuerda que nos ahorca o la dejan más suelta para que sigamos vivos, pero jamás la quitan de nuestra nuca. Merecemos gritar, protestar, quemar banderas extranjeras y seguir siendo como somos. Total…

Sin embargo, la integración con el sistema económico mundial (1880-1930), incluso bajo las condiciones de un pacto colonial en el que éramos tan solo exportadores de materia prima, coincidió con la etapa de la opulencia. Duró medio siglo; no fue poco. Como era de prever, tenía que llegar a un agotamiento. Desde el Génesis en adelante se sabe que las vacas gordas alternan con las vacas flacas. En 1932, Gran Bretaña decidió marginarnos de su área, que era el Commonwealth; se acababa un ciclo afortunado. No lo pudimos entender y nos sentimos como un chico maltratado por su patrón. Hay chicos que buscan otro patrón y los hay más inteligentes aún que se las arreglan sin patrón; estos últimos, cuando llegan a triunfar, agradecen que los hayan obligado a abrirse camino por cuenta propia. Nos pasó eso. Pero no nos abrimos camino por cuenta propia. Faltó coraje e imaginación. Firmamos el pacto Roca-Runciman, que prolongó la agonía de un vínculo destinado a perecer. Nuestra mentalidad profunda nos jugó mal. Predominaba el conservadurismo, una dirigencia irresponsable y ociosa, vicios en la administración pública, clientelismo político, corrupción e impunidad. El país no estaba en condiciones de afrontar un viraje y se convirtió en un barco sin brújula, cuyo timón fue manoteado por tendencias contradictorias. La rica Argentina —esa Canaán de la leche, la miel y la plata que había cantado Rubén Darío— se dedicó a dilapidar su patrimonio.

Entonces, años después, llegó esa bendita teoría de la dependencia, que nos alivió el alma. No teníamos la culpa de nuestros problemas. Y tampoco tenía sentido procurar resolverlos por otra ruta que no fuese destruyendo la nefasta dependencia, rebelándonos de los monstruos que nos consumían. Si conseguíamos «liberarnos», las dificultades se resolverían solas.

Tomó cuerpo la alternativa de liberación o dependencia. Pero lo que no sabíamos era de cuál dependencia liberarnos. No sabíamos —aún hoy nos cuesta darnos cuenta— que hay una dependencia nefasta y muy difícil de extirpar, porque reside dentro de nosotros mismos.

Debemos preguntarnos por qué otros países también dependientes de metrópolis —y hasta muy dependientes—, se encaminaron hacia un destino tan distinto (sin guerrilla, sin levantamientos, sin represión, sin salvadores providenciales). ¿Qué les pasó a Canadá, Australia, Nueva Zelanda? Parece que no fueron los capitales, ni los intereses, ni las políticas extranjeras los determinantes del curso de su historia, sino el modo como esos capitales e intereses y políticas fueron tratados, influidos, aprovechados y acotados por la comunidad. Esos países, con estructuras y dependencias semejantes a las nuestras, llegaron a puertos magníficos.

Claro, también hay países a los que les fue muy mal, como casi todos los de África, pese a luchas y esfuerzos sangrientos.

En conclusión, la fascinante teoría de la dependencia se ha convertido en una higuera seca.

Hay quienes sostienen lo opuesto —en el bar, el taxi o un asado—: la Argentina sería como Canadá o Australia si hubiésemos sido más dependientes aún, si hubiésemos fracasado ante las invasiones inglesas y nos hubieran convertido en colonia británica. Entonces hubiésemos adoptado las leyes anglo y habríamos florecido. ¿Es una teoría aceptable? No, me parece que no. El destino de un pueblo conquistado depende de sí mismo antes que del colonizador; depende de sus fuentes culturales más hondas: muchas excolonias británicas están peor que nosotros, basta mirar el mapa de Asia, África o el Caribe.

Lo que empuja hacia una determinada meta son los valores, las actitudes y las convicciones arraigadas. Es cierto que los valores y las actitudes no son rocas inmodificables, es cierto que las experiencias históricas influyen siempre. Pero si esas experiencias no alimentan los valores de la creatividad, la responsabilidad y la legitimidad, entonces el pueblo seguirá atrasado y sometido.