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Joona entra en la sala agazapado, con el arma en la mano y pegado a las máquinas. Siente el olor dulzón que emanan los desagües enjuagados y las alfombras sintéticas al mismo tiempo que cae en la cuenta de que al final no le ha confirmado ninguna dirección a la centralita de la policía provincial. Probablemente ya hayan llegado a la zona del matadero, pero pueden tardar un rato en encontrar a Vicky.
El recuerdo le viene a la mente igual de repentino que despiadado. Los segundos en los que nuestra vida queda expuesta están en constante movimiento. Los tiempos se funden. Joona tenía once años y el rector fue a buscarlo a la clase, lo sacó al pasillo y le explicó lo que había pasado sin poder reprimir las lágrimas.
Su padre era agente de policía y había muerto asesinado en acto de servicio. Iba a entrar en un piso y le dispararon por la espalda. A pesar de que iba en contra del reglamento, su padre había entrado solo en la vivienda.
Ahora Joona no tiene tiempo para esperar a que lleguen refuerzos.
En el techo hay travesaños y grúas correderas con garfios neumáticos de carga tapados con fundas sucias.
Joona avanza sigilosamente y las voces se van aclarando.
—No, primero tiene que despertarse —dice un hombre en tono tajante y con voz ronca.
—Dale un poco de tiempo.
Joona reconoce la voz de Tobias por su timbre inocente e infantil.
—¿En qué cojones estabas pensando? —pregunta otro.
—En mantenerlo tranquilo —responde Tobias pacífico.
—Está casi muerto —dice el hombre de la voz ronca—. No puedo pagar hasta saber que está bien.
—Esperaremos dos minutos más —declara un tercero en tono serio.
Joona sigue avanzando y, cuando llega al final de una hilera de máquinas, descubre al niño. Está tumbado sobre una manta gris en el suelo. Lleva puesto un jersey azul arrugado, pantalones azul marino y zapatillas de deporte. Tiene la cara limpia, pero las manos y el pelo sucios.
Al lado del niño hay un hombre corpulento con chaleco de cuero y un vientre prominente. El sudor le cae a chorros por la cara, camina de un lado a otro, se rasca la barba blanca de la mejilla y resopla irritado.
A Joona le caen unas gotas de algo. Hay una manguera con una abrazadera floja. El agua cae a gotas y se escurre por las baldosas de gres hasta un desagüe en el suelo.
El hombre gordo se mueve nervioso por la sala, mira el reloj, una gota de sudor se desprende de la punta de su nariz. Se sienta de rodillas junto al niño jadeando por el esfuerzo.
—Le haremos unas fotos —dice otro hombre que no había hablado hasta ahora.
Joona no sabe qué hacer, ha calculado que hay cuatro hombres, pero no puede decir si van armados o no.
Necesitaría un grupo de asalto.
Al gordo se le ilumina la cara cuando le quita las zapatillas a Dante.
Los calcetines a rayas son arrastrados por el calzado y acaban en el suelo. Los taloncitos redondos del niño se desploman sobre la manta.
Cuando las grandes manos del hombre empiezan a desabrocharle los vaqueros Joona ya no lo aguanta más y se levanta de su escondite.
Sin ocultar su presencia empieza a caminar junto a las mesas de despiece, donde hay toda una colección de cuchillos recién afilados de diferentes medidas, grados de rigidez y dibujos en el filo.
El comisario camina con el arma apuntando al suelo.
Su corazón late angustiado.
Joona es consciente de que se está saltando el reglamento, pero ya no puede esperar más, sigue andando con paso firme.
—Qué coño… —dice el gordo levantando la cabeza.
Suelta al niño, pero se queda sentado de rodillas.
—Sois sospechosos de ser cómplices de un secuestro —dice Joona dándole una patada en el pecho.
El hombre sale expelido hacia atrás y las gotas de sudor saltan en todas direcciones. Cae derribado entre los cubos de desechos, rueda sobre las rejas del desagüe, se lleva por delante una caja con protectores de oído y acaba empotrado en la máquina para despellejar.
Joona oye el chasquido de un seguro de arma y siente casi de inmediato el golpe del cañón en la espalda, justo entre la columna y el omoplato, rápido y preciso. Se queda quieto, porque sabe que si en este momento la pistola escupiera una bala le atravesaría el corazón.
Por el flanco se acerca un hombre de unos cincuenta años con coleta rubia y americana de piel de color castaño claro. Se mueve con la habilidad de un guardaespaldas y apunta a Joona con una escopeta recortada.
—¡Dispárale! —grita alguien.
El gordo está tumbado boca arriba y respira con dificultad. Rueda sobre sí mismo, intenta levantarse pero resbala, se apoya con la mano, consigue ponerse en pie con piernas inestables y desaparece del campo de visión de Joona.
—No podemos quedarnos aquí —dice Tobias.
Joona intenta ver algo en el reflejo metálico de la mesa de despiece y en la brillante cubierta de aluminio que tapa la cinta de los garfios colgantes, pero le resulta imposible decir con certeza cuántos hombres tiene detrás.
—Suelta el arma —dice una voz tranquila.
Joona deja que Tobias le quite la pistola y piensa que los refuerzos no deberían tardar mucho en llegar. No es el momento de correr riesgos.