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El día anterior por la tarde Joona estaba en el norte, sentado en el Archivo Nacional de Östersund. El dulce olor a anticuario que emanaba del papel viejo y las encuadernaciones duras llenaba la sala. La luz del sol avanzaba despacio por las grandes paredes, rebotaba en el cristal del péndulo inmóvil y luego continuaba su lento recorrido.
Poco antes de cerrar, Joona encontró una niña que había nacido ochenta y cuatro años atrás y que fue bautizada como Rosa Maja en la parroquia Sveg de Härjedalen, en la provincia de Jämtland. Los padres de la niña se llamaban Kristina y Evert Bergman. Joona no consiguió encontrar ningún dato acerca de su matrimonio, pero la madre había nacido diecinueve años antes como Kristina Stefanson, en la misma parroquia.
Joona tardó tres horas en localizar a una mujer de ochenta y cuatro años llamada Maja Stefanson que vivía en una residencia en Sveg. Ya eran las siete de la tarde, pero Joona se subió al coche y fue directamente al pueblo. Llegó pasada la hora de acostarse y el personal de la residencia no lo dejó entrar.
Joona reservó una habitación en Lilla Hotellet, intentó dormir pero se despertó a las cuatro de la madrugada. Desde entonces no se ha alejado de la ventana, a la espera de que despunte la mañana.
Está casi seguro de haber encontrado a Rosa Bergman. La mujer decidió cambiar de apellido, adoptó el de soltera de su madre y empezó a usar su segundo nombre como nombre de pila.
Joona mira el reloj y piensa que ya es la hora. Se abrocha la americana, abandona la habitación, baja a recepción y sale dispuesto a recorrer la pequeña localidad.
La Residencia Limbada Azul es un conjunto de casas de revoque amarillo con césped bien cuidado, caminito de grava y bancos para descansar.
Joona abre la puerta del edificio principal y entra. Hace un esfuerzo por caminar con tranquilidad bajo los fluorescentes del techo y poco a poco avanza por el pasillo y cruza las puertas que llevan a la oficina y a la cocina.
«Se supone que no tenía que encontrarme —piensa otra vez—. No tenía que saber quién soy. Algo ha salido mal».
Joona nunca habla del motivo que lo empujó a la soledad, pero es algo que tiene presente cada segundo de su existencia.
Su vida ardió como el magnesio, se encendió en una llamarada y luego se extinguió en un instante, pasó de ser un gran fuego blanco a quedar reducido a unas ascuas humeantes.
En la sala de espera hay un hombre delgado de unos ochenta años con los ojos clavados en la colorida pantalla del televisor. Es un programa matutino y el cocinero está calentando aceite de sésamo en una sartén mientras explica distintas maneras de innovar en la tradicional fiesta del cangrejo.
El anciano se vuelve hacia Joona y entorna los ojos.
—¿Anders? —pregunta con voz chirriante—. ¿Eres tú, Anders?
—Me llamo Joona —responde él con un suave acento finlandés—. Estoy buscando a Maja Stefanson.
El hombre lo mira fijamente con los ojos húmedos, enrojecidos.
—Anders, escucha, hijo mío. Tienes que ayudarme a salir de aquí. Esto está lleno de viejos.
El hombre se pone a golpear el reposabrazos con el puño, pero se detiene cuando una enfermera entra en la sala.
—Buenos días —dice Joona—. He venido para hacerle una visita a Maja Stefanson.
—Qué bien —dice ella—. Pero debo advertirle que la demencia de Maja ha ido a más. Al menor descuido aprovecha para escaparse.
—Entiendo —responde Joona.
—El verano pasado incluso se las apañó para llegar hasta Estocolmo.
La enfermera le muestra el camino a Joona por un pasillo recién fregado y con luz tenue hasta la puerta correcta.
—¿Maja? —dice en tono amable.