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El camino de grava serpentea por un bosque oscuro con graneros y granjas a ambos lados, hasta que el espacio se abre y descubre un claro con varias casas de madera de color rojo y el mar de fondo como una eternidad opalizada. El tronco engalanado del solsticio de verano sigue en pie, lleno de hojas secas y flores marchitas. A pocos metros hay una casa grande con un bonito porche que da al mar. En su día la casa había sido un colmado, pero desde hace unos años es propiedad del consorcio de salud Orre.
El coche se desliza con suavidad entre los postes de la verja y, cuando Elin se desabrocha el cinturón, Daniel dice muy serio:
—Tienes que contar con… con que estas alumnas siempre han tenido una vida muy difícil —dice mientras se sube las gafas—. Pondrán a prueba tus límites y te provocarán.
—Podré con ello —dice Elin—. Yo también he sido adolescente.
—Esto es muy diferente, te lo aseguro —responde Daniel—. No es tan sencillo… ni siquiera para mí, porque cuando quieren pueden ser muy crueles.
—¿Y qué se les contesta cuando empiezan a provocar? —le pregunta Elin encontrándose con su mirada.
—Lo mejor es ser sincero y claro…
—Lo tendré en cuenta —dice ella y abre la puerta del coche.
—Espera, tengo que… antes de entrar —dice Daniel—. Allí dentro hay un vigilante y creo que debería acompañarte en todo momento.
Elin sonríe por un instante:
—¿No te parece un poco exagerado?
—No sé, a lo mejor… No estoy diciendo que debas tener miedo, pero… Opino que no deberías estar a solas con dos de las chicas, ni siquiera un momento.
—¿Quiénes?
Daniel duda unos segundos y luego contesta:
—Almira, y también una chica más pequeña que se llama Tuula.
—¿Tan peligrosas son?
Daniel levanta la mano.
—Sólo quiero que el vigilante esté presente cuando hables con ellas.
—Vale.
—No te preocupes —sonríe él para tranquilizarla—. En realidad son todas muy majas.
Cuando se bajan del coche notan que el aire todavía está templado y lleva consigo el olor a mar.
—Alguna de las chicas tiene que saber qué amigos tiene Vicky —dice Elin.
—Pero no es seguro que quieran contarlo.
Un caminito de losas de pizarra rodea la fachada y lleva hasta la escalera del porche y la puerta de la casa. Las sandalias rojas de tacón de Elin se clavan en las ranuras de hierba húmeda que hay entre las losas. Ya ha anochecido, pero hay una chica fumando en la hamaca de cara a una gran lila. Su cara desnuda y sus brazos tatuados se ven blancos en la penumbra.
—Daniel —dice la chica sonriendo y tira el cigarrillo chasqueando los dedos.
—Hola, Almira. Ésta es Elin —dice Daniel.
—Hola —sonríe Elin.
Almira la observa, pero no le sonríe. Las cejas negras se le juntan en el entrecejo. Tiene la nariz fuerte y las mejillas llenas de pecas oscuras.
—Vicky se cargó a su mujer —dice de repente Almira mirando a Elin a los ojos—. Y cuando Elisabet estaba muerta se cargó a Miranda… No creo que se dé por satisfecha hasta que nos haya matado a todas.
Almira sube los escalones y se mete en la casa.