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Elisabet se detiene con la mirada fija en el pasillo y agudiza el oído. Al principio no oye nada, luego lo siente otra vez. Un leve susurro, tan frágil que apenas puede distinguirse.
—Te toca cerrar los ojos —dice una voz.
Elisabet permanece inmóvil observando la oscuridad, parpadea una y otra vez, pero no logra ver a nadie.
Apenas le da tiempo a pensar que debe de tratarse de alguna de las chicas hablando en sueños cuando oye un sonido peculiar, como si alguien dejara caer un melocotón demasiado maduro en el suelo. Y luego otro. Pesado y lleno de jugo. Una pata de mesa rasca el suelo y luego caen dos melocotones más.
Elisabet intuye un movimiento con el rabillo del ojo. Una sombra que se desliza. Se vuelve y ve que la puerta del comedor se está cerrando lentamente.
—Espera.
Lo dice a pesar de creer que no es más que la corriente otra vez. Se acerca a paso rápido, agarra la manija y siente una extraña resistencia. Se enzarza en una breve lucha de fuerzas hasta que la puerta se abre con facilidad.
Elisabet entra en el comedor. Está alerta y trata de inspeccionar toda la sala con la mirada. La mesa principal resplandece suavemente. Paso a paso se acerca hasta la estufa de leña y ve el destello de sus propios movimientos en las puertecillas de latón. Están cerradas.
Los conductos de humo desprenden calor.
De repente se oye un restallido y un chasquido tras las puertecillas. Elisabet da un paso atrás y topa con una silla.
No ha sido más que leña incandescente que se ha desplomado contra la cara interna de las puertecillas. La sala está vacía.
Toma aire, sale del comedor, cierra la puerta y piensa en dirigirse de nuevo por el pasillo hacia el cuartito de dormir, pero para en seco y vuelve a escuchar.
No se oye nada en la sección de las chicas. Aromas ácidos flotan en el aire, vaporosos, metálicos. La mirada de Elisabet se pasea en busca de algún movimiento por el oscuro pasillo, pero todo está quieto. Aun así hay algo que la empuja hacia allí, hacia la línea de puertas de las habitaciones. Algunas parecen estar entreabiertas, otras están cerradas, pero nunca con llave.
En el lado derecho del pasillo están los lavabos y después hay una alcoba con la puerta del cuarto de aislamiento donde duerme Miranda, ésta sí, bajo llave.
El ojo de la cerradura centellea débilmente.
Elisabet se detiene y contiene la respiración. Una voz aguda susurra algo en alguna habitación, pero se calla en cuanto Elisabet emprende la marcha.
—Silencio —ordena al aire.
El corazón le empieza a latir más fuerte cuando oye una serie de golpes rápidos y seguidos. Le resulta difícil localizar el ruido, pero es como si Miranda estuviera en la cama dando golpes en la pared con los pies descalzos. Elisabet piensa en acercarse y echarle un vistazo por el ojo de la cerradura cuando se da cuenta de que parece haber alguien en la oscuridad de la alcoba. Es una persona.
Se le escapa un jadeo y comienza a retroceder de espaldas, con una sensación irreal y de tremenda pesadez que le invade el cuerpo entero.
Comprende al instante el peligro de la situación, pero el miedo le ralentiza los movimientos.
No es hasta que el suelo del pasillo cruje cuando le invade el impulso de huir para salvar la vida.
De pronto la figura negra comienza a moverse a gran velocidad.
Elisabet da media vuelta, empieza a correr, oye los pasos que la persiguen, resbala en la alfombra, se golpea el hombro contra la pared y sigue avanzando.
Una suave voz le ordena que se detenga, pero ella no hace caso, sólo corre a través de un pasillo que le parece eterno.
Las puertas se abren y rebotan contra la pared.
Presa del pánico, pasa por delante de la sala de inspecciones apoyándose en la pared. El cuadro de la Convención sobre los Derechos del Niño de la ONU se descuelga del gancho y se desploma sobre el suelo. Elisabet alcanza la puerta principal, empuja con torpeza la manija y sale corriendo al aire fresco de la noche, pero resbala en los escalones del porche. Cae sobre una de sus piernas. El dolor en el tobillo es tan intenso que no puede reprimir un grito. Baja a rastras hasta el suelo del patio, oye unos pasos pesados en el vestíbulo, gatea unos metros, pierde una de sus zapatillas y, gimiendo, consigue ponerse en pie.