86

—Que la testigo sea conducida ante la Santa Inquisición —ordenó el Patriarca.

El Santo miró la multitud y señaló a su izquierda tendiendo el brazo, como si estuviese presentando la atracción principal de un espectáculo circense.

La gente que ocupaba la sala mayor del colegio canónico de los santos Cosma y Damiano enmudeció y se volvió.

Mercurio se volvió como todos hacia la puerta por la que iba a entrar la testigo. Estaba tenso. Hasta ese momento los testimonios habían sido vagos o demasiado fantasiosos. A menudo parecía evidente que los testigos, en su mayor parte mujeres, habían sido instruidos. La gente creía en ellos o no. Permanecía en suspenso, pese a que deseaba en todo caso la muerte de la bruja Giuditta. Y esa suspensión del juicio mantenía abierta una rendija a la esperanza. Pero este nuevo testigo había sido anunciado con demasiado énfasis desde el día anterior y Mercurio temía que su peso fuera muy distinto.

Ottavia, que estaba entre el público, miró alrededor. Isacco aún no había aparecido y era ya media mañana, pero después sintió que alguien le apretaba un brazo y vio al médico a su lado.

—¿Qué ha hecho? —le preguntó al ver que ya no llevaba barba y que lucía un llamativo traje sin el gorro amarillo.

—He tenido que pasar por el Arsenal para hacer un… encargo —explicó Isacco—. Pero, dígame, ¿cómo va?

—Nada bien —contestó Ottavia—. El defensor no hace nada y ahora han anunciado la entrada del testigo clave.

—¿Quién es? —preguntó Isacco mirando a Giuditta, que, al igual que todos, no apartaba los ojos de la puerta por la que iba a entrar el testigo.

También Mercurio se había vuelto hacia ella, que aferraba las barras de la jaula.

En el aula no se oía volar una mosca.

Isacco y el capitán Lanzafame se miraron. El médico hizo un ademán afirmativo al capitán. El capataz Tagliafico había aceptado el encargo. Mostró los cinco dedos de la mano a Lanzafame, que comprendió al vuelo. El barco de Zuan dell’Olmo estaría arreglado en cinco días.

La multitud murmuró de repente.

Mercurio se volvió.

—Ahí está —dijo Ottavia.

Isacco se volvió.

«¡Maldita!», pensó Mercurio. «¡Maldita seas!».

—Puta… —murmuró Isacco.

—¿La conoce? —le preguntó Ottavia en voz baja.

Isacco no contestó. Escrutaba a la testigo, que avanzaba mirando a Giuditta con aire de desafío y odio.

—¿Quién es? —preguntó de nuevo Ottavia.

—Una puta, eso es lo que es —gruñó entre dientes Isacco.

—Diga a esta corte su nombre a fin de que el exceptor pueda anotarlo —dijo el Santo después de haber hecho acomodar a la testigo en una especie de púlpito preparado para la ocasión, como si pretendiera darle aún más protagonismo.

—Me llamo Benedetta Querini —recitó la testigo mirando con orgullo al público que tenía ante sí.

Los hombres reunidos en la sala mayor la observaron con admiración y deseo. Pese a que iba vestida de forma poco llamativa para no despertar la envidia de las mujeres, Benedetta estaba radiante. Llevaba su melena cobriza recogida en un sofisticado moño compuesto de decenas y decenas de trenzas que se enrollaban entre ellas, sujetas por unas perlas de río. El tono encarnado de la cara y del escote, generoso sin llegar a ser impúdico, era transparente y luminoso. De alabastro, pensaron muchos. El vestido era azul celeste, con unos bordados de color azafrán y unos delicados encajes de Burano. Al cuello llevaba un sencillo colgante con una aguamarina tallada en forma de gota que reflejaba el color del vestido. En las manos unos guantes de raso con dos anillos de oro bajo y jade.

Giuditta la miraba con una expresión de tormento. No pensaba en lo que podía decir, solo se sentía abrumada por el peso de su odio.

—Benedetta Querini —dijo el Santo mirando a la multitud allí reunida—, cuéntenos su historia… —Hizo una pausa alzando una mano en el aire con el dedo índice apuntando hacia arriba para puntualizar—. Una historia… que puede contar, porque sobrevivió a ella… de forma milagrosa.

El público murmuró, sorprendido y excitado.

—Sí, Inquisidor —contestó Benedetta inclinando la cabeza, como pensativa—. Sí, eso es…, me salvé de milagro. —Alzó la cabeza y miró a la gente. Tenía los ojos brillantes, como si estuviese a punto de echarse a llorar, conmovida.

—Maldita… —susurró Mercurio.

—Y deje que diga a esta buena gente de Venecia —prosiguió Benedetta pasándose un valioso pañuelo por los ojos— que, en parte, debo a usted mi salvación…, aunque sé que habría preferido que no revelase este detalle.

La multitud murmuró, cada vez más sorprendida y fascinada.

«Lo han planeado de maravilla», pensó Mercurio enrojeciendo de cólera y haciendo un esfuerzo para estar quieto y no llamar la atención.

También Isacco se agitó furibundo y miró alrededor buscando a Mercurio, pese a lo que habían acordado. Vio un joven fraile que se ponía la capucha de su túnica y bajaba la mirada, cruzándola con la suya. Podía ser él, pensó. La primera vez que se habían visto Mercurio iba disfrazado de sacerdote. Se volvió hacia Giuditta, pero notó que Lanzafame lo miraba seriamente, con el ceño fruncido. Así que dejó de buscar a Mercurio y se concentró de nuevo en Benedetta.

—¿Y qué pasó? —estaba diciendo el Santo después de haberse escarnecido teatralmente, como si de verdad hubiera preferido que se hubiese enterado del gran mérito de haber salvado a Benedetta—. Cuente a los ciudadanos de la Serenísima el riesgo mortal que corrió.

—Riesgo mortal, sí —asintió con gravedad Benedetta—. Es fácil decirlo. Al igual que muchas mujeres venecianas, yo también me sentí atraída por lo que se contaba de los vestidos de la judía. —Se volvió hacia Giuditta sonriendo de manera imperceptible, para que solo ella pudiese notar su alegría—. Es más, diría que fui su primera clienta —dijo como si hablase solo con ella.

Giuditta se sobresaltó.

—¿Tú? —exclamó—. ¿Fuiste tú?

—¡Calla, puta de Satanás, a menos que quieras que te corten la lengua! —la amenazó el Santo precipitándose hacia la jaula.

Lanzafame se acercó a las barras.

—Cállate, Giuditta.

La joven se volvió hacia el capitán abriendo la boca, como si quisiera protestar.

—Cállate —repitió Lanzafame.

Giuditta miró de nuevo a Benedetta, que la escrutaba con aire triunfal.

Mercurio temblaba. Percibía el dolor, el miedo y la desesperación que transmitía la mirada de Giuditta. En la de Benedetta, en cambio, veía la alegría que a esta le causaba el daño que estaba haciendo. Sintió que la ira le subía a la cabeza y pensó que, de una forma u otra, se lo haría pagar.

—Aunque tenga que matarte —susurró con voz rabiosa.

—Prosiga —dijo el Santo a Benedetta.

—Había oído hablar de los gorros que hacía y sentía curiosidad por los vestidos —continuó la joven—. Sabía que los judíos no podían vender vestidos nuevos y me sorprendió. Ella me mostró entonces una pequeña gota de sangre que había en el interior de un vestido y me dijo que era «sangre de enamorados» y que gracias a ese truco los vestidos no se podían considerar nuevos, que de esa forma engañaba a las autoridades venecianas…

La multitud murmuró.

—Me dijo que era un sortilegio para atraer el amor hacia las mujeres que los lucían… —prosiguió Benedetta.

Al oír la palabra sortilegio el público vociferó indignado.

—¡Bruja! —gritó una mujer.

—¿Y luego? —preguntó el Santo, invitando a Benedetta a continuar—. ¿Se enamoró? ¿O alguien se enamoró de usted? —bromeó.

La gente se rio, pero entre dientes. Benedetta tenía un aire tan inocente que su relato partía el corazón.

—No. —La joven sonrió por un momento, luego adoptó un aire grave—. Me puse enferma.

El público contuvo el aliento.

—Explíquese mejor —dijo el Santo.

—Todo empezó de forma imperceptible —continuó Benedetta en voz baja, como si estuviese reviviendo el drama, forzando a la gente a permanecer en absoluto silencio—. Al principio solo podía ponerme sus vestidos… Pensaba que lo hacía porque eran bonitos, y debo reconocer que lo eran…

Varias mujeres de la sala asintieron con la cabeza.

—Cuando hablaba de ellos decía que me habían «embrujado» —dijo Benedetta exhalando un suspiro—. No sabía hasta qué punto era verdad.

La multitud lanzó una exclamación silbante.

«¡Te mato! ¡Te mato!», pensó Mercurio mirando a Giuditta, que escuchaba el relato llorando.

—No obstante, al cabo de cierto tiempo se produjo un episodio grave y molesto. Además de doloroso —prosiguió Benedetta—. Estaba en el muelle del Forner, en Santa Fosca, frente al palacio Vendramin, cuando sentí un dolor lancinante, como si alguien me hubiese prendido el pecho, como si el vestido que llevaba puesto se estuviese quemando…, era una sensación tan viva que… —Benedetta cabeceó y se tapó la cara simulando embarazo—, incluso ahora me avergüenzo, pese a que ahora sé que era un hechizo…

—¿Qué pasó? —insistió el Santo.

—Qué bonito dúo —gruñó Isacco. Se volvió hacia el defensor, el padre Venceslao da Ugovizza, quien siquiera parecía estar escuchando el relato, hasta tal punto le daba igual el proceso y la suerte de Giuditta—. ¡Canalla, que Hashem te fulmine!

—Pues bien —continuó Benedetta—, el dolor era tan fuerte que me desplomé casi muerta al suelo, gritando y revolviéndome… como si estuviera poseída por un ejército de demonios…

Muchas de las mujeres del público se llevaron una mano a la boca, asustadas. Otras aferraron el brazo de sus hombres. Las madres taparon las orejas a sus hijos.

—Al final, como si estuviese endemoniada, me arranqué el vestido… y me quedé… —Benedetta inclinó la cabeza— desnuda…

El silencio fue total.

Rompiéndolo, Benedetta añadió:

—Escupí un coágulo de sangre.

Mercurio miró a Giuditta. Vio que tenía los ojos anegados en lágrimas. Cabeceaba negando, sin poder hablar, la terrible mentira. Mercurio sabía lo que estaba pensando. Pensaba que iba a morir por culpa del amor y del odio a la vez. La iban a quemar viva porque quería a Mercurio y porque, a causa de ello, Benedetta la odiaba.

Entretanto, el Santo sacudía la cabeza.

—Lo que dice, joven temerosa de Dios, es, cuando menos, terrible e impresionante, pero ¿qué relación tiene con este proceso? ¿Pensó que la causa era el vestido que llevaba puesto? ¿Encontró alguna prueba?

—¡No es cierto! ¡Todo es falso! —gritó de improviso Giuditta con la voz quebrada por la desesperación.

—¡Calle! —se apresuró a decir el Patriarca—. Tiene un defensor. ¡Usted no puede hablar!

«Y tú estás seguro de que el defensor callará, ¿verdad?», pensó Mercurio. «Podéis hacer lo que queráis, incluso seguir adelante con esta mentira, porque nadie la negará jamás». Miró alrededor, pero vio que, como siempre, la gente era indiferente a la injusticia cuando no la sufría en su propia carne.

—Dime —continuó el Santo—. ¿Encontraste pruebas?

—Ninguna, Inquisidor —contestó Benedetta con candidez—. Ni siquiera se me ocurrió. Me socorrieron, pese a que apenas me quité el vestido me sentí de inmediato mejor. Pero no relacioné las dos cosas. Tampoco cuando me dijeron que una mujer había encontrado una pluma negra de cuervo con la punta manchada de sangre en los pliegues del vestido que me había quitado. Y a pesar de que mi piel se había llagado de forma incomprensible, se había cubierto de ampollas que solo el fuego podía causar.

—No pensaste en nada… —repitió el Santo lentamente. Luego se volvió hacia el público—. Satanás sabe confundir nuestras mentes, envolverlas con su niebla.

—Y tampoco sospeché nada cuando, varios días después, me volví a poner los vestidos de la… de la bruja —dijo con rabia Benedetta volviéndose hacia Giuditta—, no lo pensé ni siquiera cuando empecé a sentirme débil, cada vez más, al punto que debía guardar cama durante horas y horas… —Sonrió—. Qué ingenua. Tampoco en la cama quería desprenderme de los vestidos.

La multitud exclamó sobrecogida. A diferencia de los relatos de los anteriores testigos, plagados de monstruos escurridizos con ojos amarillos y voces de espectros del Infierno, la historia de Benedetta impresionaba la imaginación del público por su sencillez.

—Me estaba apagando… como si alguien me estuviese chupando la sangre… o la vida… —murmuró Benedetta.

—¡O el alma! —exclamó el Santo.

La multitud se sublevó. Gritó, encolerizada. Todos reclamaban la hoguera. Si Lanzafame y sus soldados no hubieran rodeado la jaula de Giuditta con las espadas desenvainadas alguno de ellos habría intentado ahorcar a la bruja allí mismo.

—¡Orden! —gritó el Patriarca poniéndose de pie y lanzando una mirada de satisfacción al Santo, que le respondió inclinándose imperceptiblemente.

Mercurio tembló al verlos. Si esa farsa estaba teniendo lugar era porque todos se habían puesto previamente de acuerdo. Porque todos estaban seguros de que nadie haría nada. Se volvió hacia Giustiniani, pero el aristócrata no parecía dispuesto a intervenir. Permanecía sentado, impasible, con la mirada perdida delante de él.

—Si usted no me hubiese salvado con su exorcismo —dijo Benedetta cuando la multitud se calmó— habría muerto y Satanás se habría apoderado de mi alma. —Bajó corriendo del púlpito y se arrodilló delante del Santo. Le cogió una mano y se la besó con un gesto teatral, apoyando los labios en los falsos estigmas.

El Santo se humilló de nuevo, la levantó del suelo y le hizo la señal de la cruz en la frente con el pulgar.

—Ve con Dios, buena mujer. Hoy has prestado un gran servicio a la lucha contra el Mal —le dijo devolviéndola a los guardias ducales para que la acompañasen al salir.

—Pero ¿el defensor no quiere hacer ninguna pregunta? —preguntó Giustiniani, que seguía sentado al lado del Patriarca.

—¿Qué se le ha ocurrido ahora, Giustiniani? —le dijo en voz baja el Patriarca mientras los guardias se paraban y todos se volvían hacia el padre Venceslao.

El dominico de los ojos velados levantó la cabeza con una expresión confusa.

—Señor… —empezó a decir.

—Si no hace nada la gente pensará que no se ha impartido justicia —susurró Giustiniani al Patriarca.

—Ese idiota me da miedo —le contestó este.

El padre Venceslao seguía mirando al Patriarca en silencio.

—Quizá… debería hablar antes con la imputada —dijo, por fin.

—¿Para qué? —le preguntó el Patriarca.

—Podría decirme por qué no debemos creer en esa buena mujer que acaba de testimoniar —respondió el dominico—. O arrepentirse, derrumbarse y confesar sus fechorías. ¿No cree, excelencia?

—¿Me lo pregunta a mí?

El público se rio.

El padre Venceslao tendió los brazos y hundió la cabeza entre los hombros.

—Sí… sí, tengo que hablar con la imputada… —decidió al final, pero titubeando, como siempre.

—De acuerdo. Tiene una hora de tiempo. Mientras tanto nosotros iremos a refrescarnos —dijo el Patriarca irritado. Luego se dirigió a Lanzafame—. Lleve a la imputada a una de las celdas de los frailes y vigile que no suceda nada. —Después se volvió hacia el Santo—. Y usted, Inquisidor, entretenga a su hermosa testigo hasta que comprendamos si su… digno adversario tiene intención de interrogarla también.

El público soltó una sonora carcajada.

—Grandísimos bastardos —susurró Mercurio. Luego trató de atraer la mirada de Giuditta, mientras la hacían salir.

Pero Giuditta caminaba con la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo, perdida en su desesperación.

La chica que tocaba el cielo
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