23

—Padre, ¿te acuerdas del joven sacerdote que viajó con nosotros? —preguntó Giuditta mientras la barca viraba abandonando el Canal Grande.

—Mercurio, sí —contestó Isacco distraído.

—Me ha parecido verlo en la orilla gesticulando… —explicó Giuditta—. Solo que ya no iba vestido de sacerdote.

Isacco se volvió, repentinamente atento.

—Ah… —asintió tratando de ganar tiempo—. Bueno… a esa distancia todos los jóvenes se parecen, niña mía. Con todo, es imposible que fuese él.

Giuditta, en cambio, sabía que era Mercurio. Estaba segura, porque en cuanto lo había visto había notado una opresión en el pecho, como si alguien se lo hubiese apretado con una mano, y había sentido una gran alegría. Sabía que era Mercurio porque desde que se habían cogido de la mano no había dejado de pensar en él, por mucho que intentase borrarlo de su mente. Aun así, no replicó a su padre. Se limitó a mirar hacia el Canal Grande, que casi no se veía ya, oculto tras un palacio de mármol amarillo y verde. No comprendía por qué no había contestado a los gestos de Mercurio. Si bien deseaba hacerlo con todas sus fuerzas, se había quedado petrificada.

Donnola, que, por su parte, había comprendido por fin quién era el joven que lo había seguido, sintió ganas de echarse a reír al pensar que había tenido miedo de él. Cuando se disponía a contárselo a los demás, corroborando la suposición de Giuditta, notó que le tiraban de una manga.

—Evitemos a ese chico —le susurró Isacco al oído—. Trae mala suerte. —Después se volvió hacia su hija. Giuditta no lo estaba mirando—. ¿Cuánto falta? —preguntó en voz alta al barquero.

—Ya hemos llegado. A mitad del rio de la Madoneta bajaréis y recorreréis un tramo de la Salizada San Polo. La casa de Anselmo del Banco es la más grande y la más rica. —Cabeceó y a continuación masculló entre dientes—: Sanguijuela.

—Así sabes a quién llamar si necesitas una sangría —dijo Donnola—. Y ahora rema y cállate, que el doctor no te paga para oírte insultar a sus amigos, imbécil.

La barca se arrimó a los muelles, cerca de un atraque, y los pasajeros bajaron de ella. Tras dar unos cuantos pasos llegaron al campo San Polo, que estaba enlosado y en cuyo centro había un bonito pozo cubierto. Varios barrenderos se afanaban recogiendo la basura con sus enormes escobas y unas grandes palas de madera.

—El miércoles es día de mercado —explicó Donnola. A continuación apuntó con un dedo a un bonito palacio de tres pisos que se erigía casi delante de la iglesia—. Ahí vive Anselmo del Banco. Es un hombre muy poderoso, además de rico —dijo con aire conspirador—. Hace cinco años, en este mismo campo, el fraile Ruffin predicó contra los israelíes ante dos mil personas y se dice que su querido banquero fue al Consejo de los Diez para protestar y esos… si me permite, se lo metieron por el culo, al fraile. Pregúnteselo.

Cuando llegaron al portón del palacio Isacco miró apurado a Donnola.

—Lo siento, pero… —empezó a decir.

Donnola se rio.

—Sé que no soy judío y que por eso no puedo entrar en casa del banquero. —Se volvió a reír—. No se preocupe, doctor. No creo que pase nada si, por una vez, no es un judío sino un cristiano el que no puede entrar en un sitio, ¿no cree?

Isacco esbozó una sonrisa. Donnola le gustaba. Llamó al portón. Le abrió un criado en librea.

—Soy Isacco di Negroponte y esta es mi hija Giuditta. Asher Meshullam nos espera.

El criado se inclinó, se hizo a un lado para dejar entrar a Isacco y a Giuditta, y sin siquiera dignarse a mirar a Donnola, cerró de nuevo el portón. Acto seguido, siempre en silencio, se dirigió a un patio interior en el que crecían varios cedros y naranjos. En medio de él, bajo un toldo de seda de color amarillo y rojo, estaba sentado un hombre delgado y menudo. Tenía las palmas de las manos abiertas sobre una mesa, en cuyo centro había un brasero que emanaba un agradable olor.

—Siéntate —dijo el hombre a Isacco. Su voz era fina, casi femenina, pero transmitía una gran fuerza.

—Asher Meshullam, es un honor que nos reciba en su casa —dijo Isacco.

—Siéntate —repitió el banquero dando palmadas al sillón adamascado que tenía a su lado. Luego se volvió hacia Giuditta—. A lo mejor te apetece ver de cerca esas plantas exóticas. Los árboles más altos son los cedros. Los otros son naranjos dulces. El clima de Venecia no es el más adecuado para estas plantas, porque aman el sol. Por eso los ves tan raquíticos. Pero, al igual que nosotros, los judíos, son fuertes y capaces de adaptarse.

Con un ademán, Isacco ordenó a Giuditta que se acercase a ellos, y luego tomó asiento.

Giuditta esbozó una sonrisa forzada. No le interesaban las plantas de Asher Meshullam. Pero le alegraba poder quedarse a solas, con sus pensamientos. «Te encontraré», le había dicho Mercurio. Y ese día la había encontrado. Había gritado su nombre. ¿Por qué no le había contestado? ¿Por qué no había gritado el nombre de Mercurio? ¿Por qué no le había dicho a su padre que arrimara la barca?

Giuditta no sabía responder a ninguna de esas preguntas.

—Porque tengo miedo —susurró acariciando la hoja lisa de un naranjo. Después la arrancó, iracunda—. Porque soy una cría —dijo. Se volvió hacia su padre y Asher Meshullam. No la habían visto. Dejó caer al suelo la hoja de naranjo—. Porque soy un cría —repitió, ya sin rabia. Luego pensó que en Venecia se iba a convertir en una mujer.

Apenas se quedó a solas con Isacco, el banquero retomó la conversación.

—¿Sabes cómo se llaman las naranjas? Los portogalli. Ciertos médicos ilustres, colegas tuyos, sostienen que comer portogalli durante la navegación puede ayudar a los marineros a evitar el escorbuto. ¿Tú qué piensas?

Isacco sabía que el jefe indiscutible de la comunidad israelí veneciana, además del banquero más importante de los territorios de la Serenísima, tanto los de la laguna como los de tierra firme, nunca preguntaba algo sin tener una razón para hacerlo.

—Si los ilustres científicos sostienen esa teoría ¿cómo puede refutarla un simple médico como yo?

El banquero lo escudriñó sin sonreír, pese a que su aire tampoco era grave.

—En el mundo marítimo prevalecen las supersticiones sobre la ciencia. He oído hablar de unos amuletos prodigiosos… —De nuevo escrutó a Isacco con sus ojos minúsculos y penetrantes, tan negros como el carbón.

Isacco se encogió de hombros, como si pretendiera decirle que no sabía nada al respecto. Pero la alusión al Qalonimus no podía ser casual. El banquero le había mandado un mensaje.

Asher Meshullam hizo un ademán al criado, quien cogió una jarra de plata repujada, con el mango de hueso, y escanció vino en dos copas de finísimo cristal soplado con el borde de oro puro.

El banquero alzó la suya.

—Es casher —dijo—. Supongo que respetas la Ley.

También esta pregunta era una prueba, pensó Isacco, y se dijo que si Asher Meshullam gobernaba a su pueblo y trataba con los poderosos de Venecia casi de igual a igual debía de saber ver más allá de sus narices. Así que no le convenía mentir descaradamente.

—Asher —dijo con modestia y orgullo a la vez, porque había aprendido que era la mezcla ideal para simular sinceridad—, si debiese seguir al pie de la letra las seiscientas trece mitzvot y ponerlas en práctica todos los días no me quedaría tiempo para trabajar, puede que ni siquiera para respirar. El Shaddai, el Omnipotente, es misericordioso con su siervo. Sabe que mi corazón es puro… en la medida en que puede serlo. Y si en ocasiones tengo en mi cáliz vino que no es casher, le confieso que lo bebo de igual forma. Pero, por descontado, no como cerdo ni carne impura.

El banquero sonrió complacido. Mojó apenas los labios en el vino y dejó la copa en la mesa.

—Hace varios días, en el puerto había una tripulación macedonia —dijo con su manera casi casual de afrontar los temas, como quien no quiere la cosa—. Hablaban de un estafador judío que tenía una hija de tu edad.

—¿Ah, sí?

—Decían que no había pagado y que los había timado.

—Ah, espere… —dijo Isacco tocándose la frente con un dedo y agitándolo a continuación en el aire, como si acabase de recordar algo—. Sí, qué coincidencia, yo también oí hablar de él nada más llegar. Solo que a mí me contaron otra cosa. Me dijeron que el judío había pagado con tres baúles llenos de piedras.

Asher Meshullam se rio entre dientes, satisfecho. Empezaba a comprender a quién tenía delante.

—Qué raros son los macedonios —comentó—. ¿Qué harán con todas esas piedras?

—¿Quién sabe? Cada país tiene sus costumbres.

Asher Meshullam se rio divertido, pero enseguida se volvió a poner serio.

—Lo único que me preocupa es que el judío en cuestión sea realmente un estafador. El equilibrio que hemos establecido con los venecianos es bastante inestable, sobre todo en los últimos tiempos. No nos conviene tener problemas.

—Entiendo. Pero yo tuve la impresión de que dicho judío no existe de verdad y que es solo fruto de la fantasía de ciertos macedonios borrachos. Creo que cuando parta la galera no se volverá a hablar de él.

—¿Cómo llegaste aquí?

—Escoltado por la bendición de Hashem, siempre sea loado, y rompiendo un buen par de zapatos por el camino, dado que sabía que no se nos permite atracar en laguna.

—¿Por tierra, entonces?

—Por tierra —repitió Isacco sin bajar la mirada y sin esquivar los pequeños ojos de Asher Meshullam, que lo escudriñaban.

Se produjo un prolongado silencio. Al final, el banquero lo rompió:

—Eso es lo que diré de ti a la comunidad y a los cattaveri.

—Lo diréis porque es así.

—Lo diré, Isacco —dijo Asher Meshullam apretándole un brazo con una mano—, porque así debe ser.

Isacco asintió con la cabeza. El mensaje era claro. Asher Meshullam no había creído una sola palabra de lo que le había contado.

—Que así sea entonces. Amén.

Amen Sela —respondió el banquero, apartó la mano del brazo de Isacco y le sonrió—. Eres el hijo del médico del señor de la isla de Negroponte. Esa es tu garantía aquí.

Isacco inclinó la cabeza en señal de respeto y humildad.

—Que el Santo le bendiga, Asher Meshullam —dijo.

—Aprende a llamarme Anselmo del Banco, como hacen todos aquí —dijo el banquero—. Tú tampoco te llamas Isacco di Negroponte, pero a los venecianos les gustan las mascaradas, recuérdalo.

—No lo olvidaré.

—Busca una casa entre tu gente —prosiguió el banquero—. Hoy en día la mayor parte de los nuestros están en los barrios de Sant’Agostin, de Santa Maria Mater Domini o aquí, en San Polo. Hazme caso, busca una casa entre los tuyos y, dado que eres médico, procura que sea grande. Así serás un gran médico. También a nosotros nos gustan las mascaradas.

—Gracias… Anselmo.

—Y ahora enséñame las piedras de las que me hablabas en tu mensaje y veré cuánto te puedo dar —dijo Anselmo del Banco, y entornó los ojos suspirando, como si lo afligiese una pena—. Aunque, por desgracia, tengo que decirte que son tiempos duros…

Isacco pensó que hacer negocios con un banquero tenía su precio. Dejó sobre la mesa dos esmeraldas, dos rubíes y el diamante.

—Viéndolas así no lo parece, pero me ha pesado mucho traer hasta aquí esas piedras, créame.

—Te creo, Isacco di Negroponte. —Anselmo del Banco lo miró con una amplia sonrisa, casi infantil—. ¿Por qué crees que dicen que a los judíos nos dan siempre por el culo? —Soltó una carcajada.

La chica que tocaba el cielo
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