70

—¿Qué voy a hacer sin ti? —volvió a gritar Mercurio abalanzándose sobre el portón—. ¿Qué voy a hacer?

—Vete, muchacho —le dijo uno de los guardias.

Mercurio no lo oyó. Aporreó el portón.

—Si no te vas te tiraré de aquí a patadas en el culo —lo amenazó el guardia.

El otro soldado le hizo un ademán para que mantuviese la calma. Se acercó a Mercurio y le agarró un brazo.

—Lo siento, muchacho —le dijo.

Mercurio lo miró extraviado.

—¿Se ha acabado?

El soldado hizo una mueca de embarazo.

—Se ha acabado, sí, así que deja ya de tocarnos los huevos —dijo el otro guardia.

Mercurio se volvió de golpe apretando los puños, pero enseguida se dio cuenta de que en su alma solo había sitio para el dolor. De manera que se dio media vuelta y se marchó.

Pensó que, realmente, no sabía lo que iba a hacer.

Vagó durante toda la noche, caminó por calles y callejones, cruzó campos, atravesó los puentes de piedra y de madera. Se guareció de la lluvia que, a cierto punto, empezó a caer a cántaros, bajo los pórticos de San Marco. Cuando dejó de llover se sentó en un escalón mojado de la basílica.

Y cuando, al amanecer, salió el sol, se despertó y echó de nuevo a andar. A medida que aumentaba la intensidad de la luz se sentía más perdido. Pensó que de noche, en la oscuridad, podía contener su dolor, pero no estaba preparado para mirar su vida a la luz del día.

Cuando vio aparecer el sol por los tejados de las casas echó a correr en dirección opuesta, como si fuese posible huir de su primer día sin Giuditta.

Se escondió en un callejón que atravesaba un edificio hasta que la luz entró también allí, entonces subió a una barca y se hizo llevar a Mestre. Llegó a casa de Anna a media mañana.

Mientras cruzaba el huerto vio que Isacco lo miraba y que, después, bajaba los ojos.

Se sintió humillado, herido. Se abalanzó contra Isacco apretando los puños, tendiéndolos en el aire.

—¿Por qué coño me miras tan mustio, cabrón? —le gritó—. ¡Deberías bailar y celebrarlo, pedazo de mierda!. ¡Has ganado! ¡Has ganado!

El capitán Lanzafame se interpuso entre Mercurio e Isacco, listo para impedir la pelea. Pero Isacco le agarró un brazo.

—No —dijo sin más. Por un instante su mirada se cruzó con la de Mercurio.

En ese momento Mercurio se dio cuenta de que Isacco lo compadecía. Entonces se sintió aún más herido y furioso.

—¿Ahora lo lamentas? ¿Ahora? —gritó con las venas del cuello hinchadas, espumando saliva y los ojos casi fuera de las órbitas—. ¡¿Ahora?! ¡Cabrón! ¡Cabrón!

—Mercurio —dijo a su espalda Anna del Mercato que había salido de casa alarmada por los gritos.

Mercurio se volvió.

—¡Que te den por culo a ti también, Anna! —vociferó y a continuación se marchó.

Se precipitó al muelle de la pescadería, ordenó a Tonio y a Berto que lo llevasen de nuevo a Venecia, bajó en Rialto y corrió hacia el Castelletto.

Al llegar al patio que había entre las torres miró alrededor. Buscaba a la joven que lo había turbado antes de hacer el amor con Giuditta, pero las prostitutas eran numerosas y no podía encontrarla.

Así pues, siguió a una puta que lo invitó a su habitación de la planta baja. Casi le arrancó la ropa. Le cogió el pecho flácido entre las manos y lo apretó hasta hacerle daño. La tiró sobre una mesa donde un ratón mordisqueaba tranquilo un trozo de pan lleno de moho. La giró y le levantó iracundo la falda. Le abrió las piernas, se bajó los calzones y la penetró con violencia. Se hundió en el cuerpo de la prostituta con todas sus fuerzas, como si quisiera perderse, como si tuviese que desaparecer dentro de ella. O como si esa mujer fuese el cubo de la basura donde arrojar su rabia, su dolor y su desesperación.

Cuando llegó el placer gruñó apretando los dientes, como si estuviera conteniendo un sollozo. Se contrajo aferrándose a las nalgas de la mujer y clavándole las uñas en la carne.

La prostituta gritó.

Mercurio levantó un puño, listo para golpearle en la espalda.

La puta se asustó.

—No, te lo ruego…, no me hagas daño…

Mercurio la soltó. Jadeaba. Abrió la mano. Cogió una moneda y la tiró sobre la mesa. Se subió los pantalones y salió tambaleándose de la habitación donde se había transformado en un animal y había tratado a una mujer como tal.

—¡Bastardo! ¡Pedazo de mierda! —gritó a sus espaldas la prostituta cuando estuvo lo bastante lejos.

Mercurio casi no la oyó. Se miraba las manos, como si estuvieran sucias de sangre.

Las piernas le flaqueaban, pero siguió andando. Lentamente. Arrastrando los pies en el barro.

Llegó al rio de Santa Giustina y caminó por su orilla hasta que se abrió en la laguna. Vio la isla de San Michele. Vio a la consabida mujer con el consabido niño delante del consabido retrete en lo alto del puente tambaleante. Vio el agua podrida llena de ratas y excrementos. Sintió el olor de los restos de pescado que se podrían apestando el aire. Vio a un borracho que caía de bruces en un charco de barro. Vio a unos niños que le clavaban unos bastones riéndose.

Dejó que su mirada se ofuscase y se vio a sí mismo en la alcantarilla romana que había frente a la isla Tiberina. Se vio encadenado a un camastro en el dormitorio de Scavamorto. Se vio en las habitaciones frías del orfanato de San Michele Arcangelo. Vio sus manos enrojecidas por el frío, con los dedos amarillos y morados, envueltos en trapos y llenos de llagas. Vio al fraile que levantaba una fina rama de sauce y le azotaba con ella la espalda. Vio el cuenco de madera en que servían la sopa de siempre en el comedor.

Y luego vio lo que nunca había visto.

Vio a una prostituta idéntica a la que acababa de penetrar en el Castelletto que avanzaba cansada, casi arrastrándose, por los escalones del orfanato. Vio que llevaba un bulto. Vio que era un niño, un recién nacido. En ese momento se reconoció a sí mismo. Vio que la puta lo dejaba en el torno, en el frío, y que le decía: «Espero que te mueras, bastardo». Lo decía con la misma rabia de los hombres que la habían poseído. Como había hecho él mismo, hacía poco.

Rabia. Rabia que generaba rabia, y que había sido generada por la rabia en una cadena infinita.

Mercurio comprendió que seguía estando allí, prisionero de su rabia. Como si jamás se hubiera movido del torno del orfanato. La gente como él había nacido en arenas movedizas y nadie se había salvado de ellas.

Se volvió hacia la derecha, inmerso aún en sus sombrías reflexiones, y se quedó boquiabierto.

Zuan dell’Olmo había puesto el barco en seco. La quilla estaba punteada por unos gruesos troncos y el tejado del astillero había sido reparado.

Mercurio se acercó. Miró el barco con el que quería llevarse de Venecia a Giuditta en busca de un mundo mejor. Un mundo libre.

Se inclinó, cogió una gruesa piedra y la lanzó contra la quilla de la embarcación.

Oyó un ruido detrás de él. Mosè estaba allí, pero no se atrevía a acercársele. Aullaba quedamente, coleando con temor, con la cola baja.

Mercurio cogió otra piedra y la lanzó una vez más contra el barco.

Mosè huyó.

—¿Quién es? —preguntó Zuan dell’Olmo, que acababa de aparecer.

Mercurio no le contestó.

—Ah, eres tú… —dijo el viejo—. ¿Qué te pasa?

Mercurio se volvió.

—Húndelo.

—Pero ¿qué dices, muchacho? —Zuan tenía la misma expresión de temor que su perro.

—Te quejabas de que no tenías dinero para hundirlo, ¿no? —dijo Mercurio en tono duro, como si el odio se hubiese apoderado de él. Sacó del bolsillo las once liras de oro con las que había comprado la nave y las tiró al suelo—. Bueno, ahí las tienes. Me lo has vendido. El barco es mío y te ordeno que lo hundas.

Zuan abrió su boca desdentada. Tenía los ojos brillantes. Cabeceaba. Miró a su perro y abrió los brazos.

Mosè ha aprendido a ir en barco… Lo he probado… —balbuceó como un niño—. No sufre de mal de mar…

Mercurio no dijo una palabra. Miraba la laguna y la isla de San Michele, pero no veía nada.

—Húndelo —repitió.

La chica que tocaba el cielo
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml