49

—¿Adónde vas, idiota? —repitió la voz, y la mano que lo había aferrado por un hombro nada más entrar en el Arsenal lo obligó a volverse.

Mercurio se encontró frente a un hombre grande, fuerte, que llevaba una serie de extrañas herramientas de madera y de metal. Su larga barba gris estaba llena de nudos y de migas del desayuno. El hombre tenía los ojos claros, azules como el cielo en verano, y llevaba un par de gafas redondas apoyadas en su nariz aguileña.

—¿Eres mudo? —preguntó en tono rudo y expeditivo.

Mercurio miró alrededor boquiabierto, pensando qué podía decir para no delatarse. Alrededor de ellos pululaban un sinfín de arsenalotti.

—Eres nuevo, ¿verdad? —preguntó el hombre.

Mercurio asintió con la cabeza.

—Lo sabía. Lo supuse por la forma en que caminabas. Como uno que no sabe adónde ir. —El hombre cabeceó apretando los labios—. Menudos idiotas contratan —masculló—. Luego se asombran de que ya no podamos construir tres galeras al día como antes. —Escrutó a Mercurio. Emitió un sonido de disgusto y le dio una palmada en una costilla, casi una bofetada. Apuntó el índice hacia un cobertizo de madera con tejas de abeto en el techo.

—No sé adónde te han asignado, pero me da igual. Necesito tierra en las obras, así que a partir de este momento trabajarás para mí. Coge una carretilla, novato.

Mercurio entró a toda prisa en el cobertizo y salió de él con una carretilla de madera, con la rueda de radios.

—¿Va bien esta? —preguntó.

El hombre no le contestó y le indicó con un ademán que lo siguiese. Echó a andar por un amplio muelle.

Mercurio lo siguió empujando la carretilla, que chirriaba. «Mientras estás con alguien, estás a salvo», pensaba.

—¿Sabes quién soy? —le preguntó el hombre sin volverse.

—No, señor.

—Soy el proto, el capataz Tagliafico —dijo el hombre entrando en un recinto de palos de madera en cuyo interior, bajo un techo, se alzaba una montaña de tierra roja—. ¿Ni siquiera sabes qué es un proto? —dijo el hombre parándose al lado del montón de tierra.

—Acabo de llegar, señor Tagliafico.

—Pero ¿cómo es posible que te hayan contratado? Es evidente que Venecia se está yendo a pique. Por otra parte, parece que nadie tiene ganas de trabajar y que incluso la gente como tú acaba siendo útil —rezongó el hombre—. El proto, o marangone del Arsenal, o capataz, es el dios de los barcos. Yo los creo. Un barco no puede nacer si yo no lo he fecundado. Con mis huevos. ¿Está claro?

—Por supuesto, señor Tagliafico…

—Por supuesto, novato —repitió suspirando el proto—. Vamos, carga la tierra en la carretilla y pongámonos manos a la obra. Hoy serás el ayudante de todos los maestros navales, uno detrás de otro. Qué coño, al final del día al menos sabrás qué demonios haces aquí, en el Arsenal. Date prisa, tenemos que parir una galera.

Mercurio vio una pala y llenó la carretilla de tierra roja, tan fina como la arena. Apenas concluyó la operación el proto salió a paso resuelto del recinto de las tierras, dobló a su derecha y se encaminó hacia el dique de la Darsena Nuova. Lo costeó y después cruzó un puente de barcos planos en dirección a la Darsena Nuovissima.

Mientras se acercaban a las grandes obras terrestres, Mercurio miraba cautivado ese mundo desmedidamente grande, todo un reino de agua, tan extenso como un lago, contenido por muelles, muros, atraques, gradas, y cubierto con marquesinas. Un pequeño mar al que daban almacenes llenos de leña, cuerdas, herramientas, y funderías en plena actividad de cuyos techos se alzaban densas columnas de humo. Además había virutas de madera por todas partes, al punto que, se caminase por donde se caminase, se las oía crujir bajo los pies como si hubiese habido una plaga de saltamontes. Y un penetrante aroma a resina que neutralizaba el hedor de la laguna.

—Al menos eres curioso —comentó el proto al ver su interés—. Pero ahora camina.

Mercurio lo siguió hasta unas gigantescas obras terrestres. Era un espacio inmenso de al menos cuarenta pasos de ancho y más de cien de largo, cubierto por una marquesina de madera, con amplias bóvedas que se apoyaban en unas columnas de granito de una altura de cuatro o cinco pértigas y unos capiteles toscos, pero robustos, que sostenían los envigados.

El proto le indicó una herramienta brillante, similar a una carretilla cerrada con un embudo bajo una pequeña caja de metal ligero y una palanca a un lado.

—Llénala.

Mercurio metió un poco de tierra roja en la carretilla. La tierra bajaba por la boquilla del embudo y se depositaba en el suelo.

—¡La palanca, imbécil! —gritó el proto al ver que Mercurio intentaba tapar el embudo por debajo.

Mercurio giró la palanca que había a un lado de la carretilla y el flujo de tierra roja se interrumpió.

Un joven sopló en un extraño instrumento, que, pese a que parecía un cuerno, producía un sonido más agudo, y al cabo de unos segundos una auténtica multitud apareció en las obras que, hasta ese momento, estaban desiertas. En primera fila Mercurio vio a los carpinteros empuñando hachas, sierras, cinceles, punzones, mazas de madera, gubias y otras herramientas para trabajar la madera, unas más sencillas, otras más sofisticadas. Detrás de ellos había un tropel de mozos, en su mayoría jóvenes, que transportaban unas sierras de una pértiga de longitud, con las hojas dentadas y las asas rectas en ambos extremos para que pudiesen manipularlas más de dos personas. Y un grupo de trabajadores con las manos negras e incrustadas. También las caras estaban manchadas de negro y tenían el pelo estropajoso, como pegado. Transportaban varios botes, uno de ellos, más grande que los demás, estaba apoyado en la plataforma de hierro de un carro, agujereada, bajo la cual unos obreros preparaban un hornillo. También ellos tenían un montón de mozos, negros y embadurnados como ellos, que sujetaban unos mazos de madera, unos cinceles de punta plana y unas balas de cáñamo basto. Todos, indistintamente, se habían colocado alrededor de las obras como si fueran a asistir a un espectáculo. Pero sin mezclarse entre ellos, agrupados como los regimientos de un ejército.

El proto se encontraba en el centro de las obras, por lo demás desierto. Miraba al suelo como si estuviese leyendo algo que solo él podía ver. Permaneció así, absorto, durante mucho tiempo. Ninguno de los espectadores dijo una palabra.

Mercurio tenía la sensación de que, de un momento a otro, podía suceder algo prodigioso. Y, por lo visto, eso era lo que creían los espectadores, a juzgar por la atmósfera que se respiraba.

El proto Tagliafico alzó la cabeza. Giró sobre sí mismo, con los brazos abiertos y sus sesti, una especie de compás, en la mano, escrutando a los trabajadores. El rostro serio. Se produjo un quedo murmullo, una especie de reverberación sonora de la espera. Tagliafico cogió un puñado de tierra roja, se dirigió a grandes zancadas a un extremo de las obras e hizo un montoncito. Acto seguido se arrodilló y apuntó un complejo instrumento compuesto de lentes y de medidores semovientes hacia la parte opuesta de las obras.

—Ponte ahí con la traccia, novato —dijo a Mercurio.

El joven sintió que todos lo miraban.

—¿La traccia? —preguntó al muchacho que había tocado el cuerno.

—La carretilla —contestó el joven—. Date prisa.

Mercurio corrió de un lado al otro de las obras empujando la pequeña carretilla. Se paró en el centro.

Tagliafico le ordenó con un ademán que se acercase.

Mercurio se apresuró a obedecerlo.

—¡Lentamente! —gritó el proto.

Los espectadores se rieron entre dientes.

Mercurio se detuvo.

—Gira la palanca y camina en línea recta hacia mí.

Mercurio giró la palanca. La tierra roja empezó a caer por el embudo. Avanzó. A medio camino se volvió para mirar la línea que iba dejando a su espalda. Se desvió.

—¡Mira hacia delante, imbécil! —gritó el proto.

Mercurio obedeció. Sentía clavados en él los ojos de todos los presentes. Se curvó rezando para que el arsenalotto al que le había robado la ropa no lo reconociese, en caso de que estuviese allí.

Cuando Mercurio llegó al lado del proto, este cerró la palanca de la carretilla y luego se volvió hacia un hombre del grupo de los carpinteros.

—Maestro de azuela Scoacamin, le confío a este novato. —Cogió a Mercurio de una oreja y tiró de ella.

Mercurio hizo una mueca de dolor.

Todos los presentes se echaron a reír.

—No sabe cómo se construye un barco. Convirtámoslo en un auténtico arsenalotto hoy —añadió Tagliafico con gravedad. Todos dejaron de reírse y asintieron con la cabeza—. El maestro de azuela se lo pasará al maestro calafate y luego lo embarcaréis para poder confiarlo a los maestros de oficio sucesivos. —Tagliafico empujó a Mercurio hacia el primer hombre con el que había hablado.

—Soy el maestro de azuela Scoacamin —le dijo este—. Tagliafico te ha concedido un gran honor. Devuélveselo mirando con atención cómo trabajamos. Ninguno traza como él el sesto.

Mientras tanto, el proto, arrastrando la carretilla, había hecho unos signos a lo largo de la línea recta que había trazado Mercurio; arrodillándose a medir con su compás, dibujó en el suelo de las obras una tupida tela de araña con las líneas de tierra roja. Cuando terminó estaba empapado de sudor y la tierra le había teñido de rojo las manos, la cara, la barba, los cristales de las gafas y la túnica negra de proto. Al final, cuando alzó las manos al cielo, se elevó un aplauso prolongado y sincero.

Mercurio no comprendía nada.

—El barco —le dijo el maestro de azuela señalando los signos rojos que había en el suelo—, el barco está ahí. Ahora nos corresponde llevar a cabo la tarea más fácil. —Se volvió hacia sus hombres y gritó—: ¡Al trabajo!

En un santiamén aparecieron tres grandes carros cargados con tablas de madera, grandes vigas de diámetro cuadrado y otras de diámetro rectangular, más finas.

—¡Vosotros, bajad la quilla! —gritó el maestro de azuela a un grupo.

Los carpinteros cogieron una viga gigantesca de sección rectangular y la colocaron a lo largo de una de las rayas rojas que había trazado el proto cortándola y adaptándola a la línea. Después, haciendo gala de una velocidad extraordinaria y de una coordinación digna de bailarines, añadieron, una a una, más tablas encajándolas entre ellas. A continuación hicieron unos agujeros perpendiculares y clavaron en ellos unos largos pernos de madera para fijar las vigas de la quilla unas a otras.

Entretanto —mientras el maestro de azuela ordenaba: «¡Roda de popa y roda de proa!»— otro grupo de carpinteros incorporaba, después de haber cortado unas cabezas de embarbillado, dos elementos curvos, también de sección cuadrada, idéntica a la de la quilla. Antes de que hubieran acabado de encajarlas introducían una serie de costillas, denominadas varengas, en la quilla, y las fijaban con una viga más pequeña, de corte rectangular, llamada palmejar. Robustecieron el casco con unas vigas denominadas panas, y luego, entre las panas y el palmejar, colocaron un conjunto de tablas denominado soler.

Después de haber inspeccionado el trabajo, el maestro de azuela ordenó a sus hombres que hiciesen una pequeña pausa en la que los mozos, entre los que se encontraba Mercurio, barrieron del suelo las virutas, las astillas de madera y otros restos. Cuando acabaron no quedaba ni rastro de las líneas de tierra roja. En su lugar se recortaba el perfil de la futura galera, similar al esqueleto imponente de un animal mitológico.

A continuación empezaron a poner la «piel» al barco, es decir, la envoltura exterior, que reforzaban con vigas y baos, hasta que sonó la campana de la comida.

Tras la breve pausa para comer el maestro de azuela Scoacamin llevó a Mercurio al maestro calafate, uno de los que tenían las manos negras e incrustadas. El hombre lo saludó inclinando la cabeza y lo confió a un mozo.

—Atento, quema —dijo el muchacho pasándole una lata de pez líquido con un cucharón completamente incrustado. Mercurio comprendió por qué tenían las manos negras. El joven vertió el pez en un cubo en el que un mozo había enrollado de forma concéntrica una serie de bandas de cáñamo en bruto.

El maestro calafate pasó una mano por la tablazón.

—Hierro calafateo —ordenó. Le pasaron una suerte de cincel con la punta plana—. Maza de calafate —dijo. Y le tendieron un mazo de madera. Se volvió hacia el joven, que metió inmediatamente las manos en el cubo y extendió una banda de cáñamo empapada de pez hirviendo entre dos tablas de la cubierta. A la vez que el muchacho mantenía tenso el cáñamo el maestro calafate lo empujaba dentro de las ranuras con el cincel plano golpeándolo fuertemente con la maza.

Mercurio miró el casco. A cada lado había, al menos, cincuenta calafates que martilleaban, en el suelo o subidos a una escalera, y, al menos, el doble de mozos. El ruido que hacían las mazas al golpear era ensordecedor, y el trabajo procedía a una velocidad extraordinaria.

Cuando terminaron la voz del proto retumbó enérgica:

—¡A la pila!

De improviso, se hizo un silencio tenso.

Todos los arsenalotti rodearon la galera en construcción. Una treintena de hombres ataron unos gruesos cabos a la proa del barco y otras cuerdas a las amuradas de babor y estribor, y tiraron de ellos.

—¡Listos! —gritó el jefe del grupo.

Los mozos del maestro de azuela dejaron caer las largas escoras laterales al mismo tiempo que otro grupo empezaba a colocar unos palos bajo la quilla a medida que el casco era tirado hacia delante con las dos cuerdas de proa. El caparazón empezó a rodar rápidamente sobre los palos acercándose a una grada que daba acceso a un dique seco. El gran dique de mampostería estaba seco y el suelo quedaba por debajo del nivel del dique de la Darsena Nuovissima, que se extendía delante. Cuando el casco llegó al centro del dique los hombres que lo habían arrastrado hasta allí salieron del dique seco y, valiéndose de unos largos palos provistos de ganchos, sujetaron los costados del barco. Los trabajadores se apiñaron en los lados del dique, a la vez que se abría el tabique mediante unos engranajes de ruedas dentadas, como si fuese un cierre metálico. El agua invadió el dique.

Todos contenían el aliento. Era el momento de comprobar si el barco era impermeable y si estaba bien centrado y era estable.

Mercurio miraba fascinado el agua turbia que formaba espuma al pasar bajo el tabique. El cascarón de la galera se agitaba bajo el empuje de la corriente. Cuando el dique se llenó cerraron de nuevo el tabique. El maestro calafate subió a bordo de la galera bajo la supervisión del proto. En una mano llevaba un palo para examinar el casco, empezando desde abajo, un pie tras otro. Una vez finalizada la inspección miró al proto y asintió con la cabeza.

El proto, hacia el cual se habían vuelto todos, alzó las manos al cielo y anunció:

—¡La Serenísima tiene una nueva galera!

Se oyó un coro de gritos de júbilo.

—¡Cerrad el casco! —ordenó el proto con una sonrisa de satisfacción.

En un abrir y cerrar de ojos los maestros de hacha, los carpinteros, los calafates y los mozos se precipitaron hacia la galera en construcción y montaron el mamparo de colisión y el de prensaestopas, cerraron los pañoles con los respectivos tanques de lastre y el pozo de cadenas, realizaron las cubiertas intermedias, tanto la de boga como las del pasillo y batería, con las escotillas para la artillería, hasta llegar a la principal; se formaron naturalmente las bodegas, las cabinas y la despensa; se pusieron las bases de la toldilla, el estay y el flanco de popa, el púlpito, las entradas para el timón y los pasantes para los palos.

Mercurio pensó que parecía una mujer vistiéndose. Se imaginó de inmediato a Giuditta. Pensó que un día la vería mientras se vestía. Pensó que si lograba realizar su sueño podría verla todos los días de su vida.

El ruido de las bisagras que chirriaban en sus guías lo devolvió a la realidad. Estaba abriendo el cierre metálico. Sacaron el barco del dique y lo arrastraron por el lado este de las dos dársenas y luego por el lado sur de la Darsena Nuovissima.

Mercurio fue a bordo durante todo el trayecto, testigo del nacimiento de cada mínimo detalle. No dejaban nada al azar. Se dio cuenta de que las horas habían volado sin que se diese cuenta.

Usando dos altas grúas de madera dotadas de un brazo giratorio y movidas por unos engranajes dentados y unas cuerdas de cáñamo trenzadas montaron los palos de maestra, mesana y trinquete. A continuación pasaron a las vergas y la cofa, situada en lo alto del palo de maestra, y tensaron los cabos. Después entraron en la fábrica de los remos, donde se elaboraban y afinaban los troncos largos y rectos de haya de los bosques friulanos hasta darles una forma definitiva, y luego se cargaban a bordo y se introducían en las chumaceras, en correspondencia con las bancadas, dotadas de cadenas y de anillos de llave. Poco a poco fueron incorporando todos los detalles de la galera, de la boca de cangrejo para pasar los cabos de amarre a la infinita serie de motones, las garruchas que se usaban a bordo. Cargaron los catres en que dormía la tripulación e incluso el pan biscotto, el alimento básico de la chusma durante la navegación, una galleta que se cocía y preparaba también en los hornos del Arsenal con harina, agua y una pizca de sal.

Cargaron también las bombardas, fundidas directamente en el Arsenal, y los toneles.

—Pólvora —dijo un mozo—. Si uno hace una tontería saltamos por los aires.

A ese punto, cuando la galera estaba lista, Mercurio comprendió que había llegado su momento. Bajó del barco y siguió a los mozos que entraban en el almacén de las velas. Dado que ya lo conocían, gozaba, por una parte, de una gran libertad de movimiento, pero por otra todos querían enseñarle algo, de manera que no se sustraía a la vigilancia.

—Ha dicho el proto Tagliafico que necesita dos sobrejuanetes —aventuró dirigiéndose al almacenero.

El hombre lo miró de través.

—¿Se puede saber para qué necesita dos sobrejuanetes si se trata de una sola galera?

—Pregúntaselo a él —contestó Mercurio encogiéndose de hombros.

—No, yo no le pregunto nada —dijo el almacenero.

—Entonces, ¿qué hago? ¿Le digo que venga a rogarte de rodillas? —preguntó Mercurio.

El almacenero no debía de estar preparado para discutir con mozos tan sueltos de lengua como el que tenía delante. Se quedó estupefacto. Masculló algo incomprensible y después, casi con rabia, preguntó:

—Bueno, entonces, ¿qué quieres hacer?

—¿Eres idiota? —preguntó Mercurio, que había comprendido que llevaba las de ganar.

—Idiota lo serás tú. Coge los dos sobrejuanetes —gruñó el almacenero, dando su brazo a torcer. Entró en una sala donde había unas enormes estanterías con decenas y decenas de velas dobladas, cogió las dos que le había pedido Mercurio y las dejó caer de mala manera sobre el mostrador—, pero se las llevas tú —le dijo apoyando los puños en los costados.

Mercurio se echó a un hombro las dos pesadas velas y salió tambaleándose del almacén.

Cuando encontró la Tana, el almacén del cáñamo público, exhaló un suspiro de alivio. Se volvió hacia el dique de la dársena y, a la suave luz del atardecer, contempló admirado la galera que había visto nacer de unas cuantas rayas de tierra roja trazadas en un pavimento de tierra cocida. En un solo día. El barco estaba en rada, con las velas lascadas. Vio a los arsenalotti en la cubierta principal, saltando con los brazos levantados. No podía oírlos, pero sabía que se estaban riendo. Sintió una punzada en el corazón. Le habría gustado estar allí y celebrarlo con ellos.

«Pero tú, en cambio, eres un estafador», se dijo casi aplastado por el peso de los dos sobrejuanetes.

Entró en la Tana y aceleró el paso fingiendo que estaba muy ocupado. Nadie le prestó atención. Era un simple arsenalotto que se demoraba con dos velas en lugar de irse a casa a comer y descansar, como correspondía a todos después de una larga jornada.

Mercurio encontró la escalera posterior, la subió haciendo un gran esfuerzo hasta llegar arriba, a una habitación con un amplio ventanal que daba a los muros del Arsenal. Miró hacia abajo. El salto era peligroso, pero lo más difícil era tirar las velas al otro lado de los muros. Pensaba que no iba a tener la fuerza que se requería para hacerlo. Vio llegar a dos guardias y se aplastó contra la pared de la habitación. Los oyó pasar. Charlaban sobre mujeres. Uno de su esposa y el otro de una puta. Se reían.

Apenas se alejaron, Mercurio se movió. No había nada que esperar ni que pensar. Lo único que debía hacer era intentarlo. Aun así, antes de lanzar los sobrejuanetes saltó al muro desde la ventana para echar un vistazo. Aterrizó con bastante facilidad en el terraplén. Se asomó entre dos almenas y vio que la barca de Battista lo esperaba en el rio de la Tana. Era un buen salto, pensó.

—Eh —susurró.

Battista y los dos hermanos alzaron enseguida la cabeza. Tonio le hizo un ademán para que saltase. Battista parecía asustado.

Mercurio tomó impulso para regresar.

—¿Quién está ahí? —gritó un guardia asomándose por una torreta que estaba al fondo del muro mientras Mercurio saltaba.

El joven aterrizó en la habitación. Se dio cuenta de que ya no tenía tiempo de lanzar los sobrejuanetes y seguirlos. O dejaba allí su botín o lo arriesgaba todo. Sintió el corazón en la garganta. Pensó que si lo atrapaban lo ahogarían. Recordó la pesadilla que había tenido, vio la cara hinchada del borracho que se había ahogado en las alcantarillas de Roma, vio la mariposa que le había regalado a Giuditta, se imaginó la cara de Anna del Mercato llorando en su funeral, sin cadáver. Sintió que el miedo lo vencía.

«No puede sucederte nada», se dijo. Pensó en Giuditta, que era el objetivo de esa empresa. Su destino. La razón por la que no podía sucederle nada.

Aferró un sobrejuanete y reculó alejándose del gran ventanal que daba a los muros del Arsenal.

—¿Quién está ahí? —gritó de nuevo el guardia, que estaba cada vez más cerca.

Mercurio echó a correr, apoyó un pie en el marco de la ventana, abrazó con fuerza el sobrejuanete y gritó a pleno pulmón al mismo tiempo que cerraba los ojos. Aterrizó en el terraplén chocando contra el almenado, se levantó sin siquiera volverse hacia los guardias y volvió a saltar a ciegas. Mientras caía la vela se abrió, se hinchó de aire y frenó la caída. Mercurio aterrizó a medias en la barca y en el agua con un golpe tremendo. Debido al impacto, el aire salió con tanta violencia de sus pulmones que creyó que se iba a desmayar.

—¡Quietos! —gritaron los guardias desde lo alto del muro.

Tonio y Berto habían cogido ya los remos y los hacían gemir mientras remaban lo más deprisa que podían. Entretanto, Battista había recuperado a Mercurio y lo había ayudado a subir del todo a bordo.

—Coged también el sobrejuanete —gritó Tonio—. ¡Nos está frenando!

Una de las flechas que había disparado un guardia con su ballesta se clavó en el fondo de la barca. Battista se asustó y soltó el sobrejuanete, que había recuperado casi por completo. La tela se desenrolló de nuevo en el agua.

—¡Subidlo a bordo, hostia! —gritó Tonio con la voz quebrada por el cansancio a la vez que remaba apretando los dientes.

Mercurio aún estaba aturdido por el golpe. Aun así, se inclinó para recuperar la vela. Pero estaba débil y sus manos se movían con lentitud. Battista se había acurrucado en el fondo de la nave y temblaba de miedo.

—¡Battista! ¡Ayúdame, por favor, no puedo! —vociferó Mercurio.

Battista agachó la cabeza para esquivar su mirada, como había hecho ya la primera vez, cuando Zarlino había tratado de robarles, a él y a Benedetta.

—¡Cobarde! —le gritó Mercurio, iracundo.

Otra flecha se clavó en un costado de la barca, en la popa, a poca distancia de Mercurio. El joven no se dio por vencido. Se inclinó hacia el agua tratando de recuperar el sobrejuanete. Pero, justo en ese momento, los dos hermanos aumentaron el ritmo con los remos y lo hicieron caer por la borda. Mercurio se aferró al timón, pero apenas podía sujetar ya el sobrejuanete.

—¡Battista! —gritó con la voz quebrada por la desesperación—. ¡Battista! ¡Te lo ruego!

El pescador reaccionó inesperadamente. Se levantó y se inclinó en la popa para salvar a Mercurio. Mientras salía del agua Mercurio oyó un silbido en el aire. Una especie de silbo silencioso. Battista se detuvo un instante. Mercurio tenía medio cuerpo fuera.

—¡Battista…! —gritó.

El pescador tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Miró a Mercurio atónito. Apretó los dientes y lo hizo subir a bordo. Mercurio se inclinó desde la barca y ayudó a Battista a sujetar el sobrejuanete.

—¡Más rápido! ¡Más rápido! —vociferaba Tonio remando hacia la entrada del rio de la Tana—. ¡Queda poco!

Mercurio tiró con todas sus fuerzas. Vio que Battista se movía más despacio.

—¡Vamos, Battista! ¡No te pares justo ahora, coño! —gritó. Battista pareció recuperar el ritmo, pero no tardó en aflojarlo de nuevo—. ¡Vamos, coño! —lo animó Mercurio. De repente, vio que la vela se teñía de rojo—. ¡No, Battista! —vociferó al comprender lo que sucedía. Tiró a bordo el último trozo de la vela, completamente empapado de sangre. Battista cayó de espaldas en el fondo de la barca, que avanzaba ya a toda velocidad y se perdía en las aguas abiertas de la cuenca de San Marco—. Battista… No…

El pescador boqueaba como uno de los peces que echaba a bordo desde que tenía uso de razón.

—Lo hemos… conseguido… —dijo en voz baja.

Mercurio vio la flecha que tenía clavada en un costado. Había entrado de lado, bajo el brazo.

—¿Has visto… Mercurio…? —decía Battista con un hilo de voz, sacudido por la furia con la que remaban los dos hermanos, que borraban su rastro en la laguna sin necesidad del timón—. ¿Has visto…? —repitió buscando la mano de Mercurio—. No soy un… cobarde…

Mercurio sintió que las lágrimas le ofuscaban la vista.

—No… no… no eres un cobarde… —Contuvo un sollozo—. No… Eres un hombre valiente…

En el rostro de Battista se dibujó una sonrisa, lejana y melancólica. Después sus ojos se oscurecieron y su sangre se unió a la de los pescados que había en el fondo de la Zitella.

La chica que tocaba el cielo
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