67

«Por nosotros dos», se dijo Shimon Baruch al entrar en Venecia.

Miró alrededor. El gondolero lo había dejado en el muelle de Rialto. Le había dicho que era el corazón pulsante de la ciudad, en lugar de San Marco, como creían los forasteros.

El aire de Venecia hedía, pensó Shimon. Subió al puente de madera de Rialto para mirar el famoso Canal Grande. El agua no era agua, sino barro líquido. No era ni dulce ni salada. La sal no era suficiente para que no marchitara, y demasiada para que fuese agua fluvial o lacustre. Miró en derredor. Los palacios se apretaban uno al lado del otro. La fastuosidad de sus fachadas de mármol, los cortinajes, las columnas y los cristales de colores eran pura apariencia. En los canales o en las calles laterales las paredes eran de ladrillos, como en las casas de los pobres. La gente meaba contra ellas. El aire se estancaba, aprisionado en los exiguos espacios. Venecia era solo forma y apariencia. Las barcas que abarrotaban el Canal Grande parecían insectos acuáticos.

Shimon odió enseguida Venecia.

Bajó al otro lado del puente de Rialto. Pese a que era el corazón pulsante de la ciudad, como le había dicho el gondolero parlanchín, y, por tanto, el lugar donde era más probable encontrar a un estafador como Mercurio, Shimon no tenía la menor intención de dormir en ese caos. La gente lo empujaba sin prestar atención, ni a él ni a los demás transeúntes, sin molestarse siquiera por los continuos choques. Hormigas, insectos, pensó Shimon con profundo desprecio. Una ciudad de insectos, eso era la tan celebrada Venecia. Insectos que vivían apiñados en palafitos. Por mucho que los revistieran de mármoles valiosos su naturaleza no cambiaba. Por mucho que la llamasen pomposamente la laguna, en realidad eran palafitos en una ciénaga.

Saliendo del campo San Bartolomeo enfiló la calle de los Preti y desde allí la del Aquila Nera. Vio una taberna casi escondida, con pocos parroquianos.

Entró y enseñó al dueño una hoja en la que había escrito: «Busco una habitación».

—No sé leer —dijo el hombre.

Shimon le explicó gesticulando que quería dormir.

—¿Quiere una habitación? —preguntó el tabernero.

Shimon asintió con la cabeza.

—Vaya a la fonda —dijo el tabernero con una mirada obtusa.

Shimon lo escrutó.

—Se entra por detrás de la calle —dijo el tabernero, e hizo ademán de salir y de doblar dos veces a la izquierda.

Shimon llegó a un pequeño campo que ni siquiera tenía nombre, dado lo reducido de su tamaño. Era más bien el patio interno de los edificios circunstantes. Al mismo daban unos cuantos ventanucos estrechos, protegidos por unas rejas de hierro, y una única puerta pintada de color rojo y negro. En un rincón del patio había dos cubos llenos de basura. El hedor era insoportable.

Shimon empujó la hoja de la puerta. El interior de la casa estaba oscuro. Casi tropezó al entrar y de inmediato vio una escalera. No había nada más, solo la escalera empinada y estrecha. Los escalones estaban viscosos de humedad. Subió apoyándose en la pared. El enlucido se deshizo entre sus dedos. La pared había absorbido tanta agua que era esponjosa.

Al llegar a lo alto de la escalera vio una puerta. La empujó para entrar, pero estaba cerrada. Llamó. Al cabo de unos instantes oyó que alguien arrastraba los pies y un joven de aire indolente le abrió. Lo miró sin decir nada.

Shimon subió el último peldaño y entró, obligando al joven a hacerse a un lado. El aire olía a cerrado y a podredumbre, pero, al menos, por la ventana baja y pequeña que había a la izquierda se filtraba un poco más de luz. Vio que daba a la calle del Aquila Nera. Estaban encima de la taberna. Tendió el folio con el mensaje «Busco una habitación» al joven.

—No sé leer —dijo este—. Y la dueña tampoco.

Shimon le comunicó con un ademán que quería dormir.

El joven se volvió y, sin contestarle, se dirigió a una puerta. La abrió y dijo: —Cliente.

Se oyó crujir una cama. A continuación apareció una mujer de unos cuarenta años, gorda, con cara de mono y una mancha de vello oscuro sobre el labio superior. Se ató el vestido por delante mientras pasaba al lado del joven restregándose contra su cuerpo.

Shimon comprendió que la mujer gozaba de los favores del joven.

—Dígame —dijo. Se comportaba de manera desabrida.

Shimon le tendió la hoja de papel.

—No sé leer —dijo la mujer.

—Ya se lo he dicho —terció el joven.

—¿Extranjero? —preguntó la mujer.

Shimon negó con la cabeza.

—¿Entonces? —preguntó de nuevo la mujer.

Shimon se desabrochó la chaqueta y le enseño la cicatriz que tenía en la garganta. Después silbó por la boca.

La mujer reculó.

—¿Mudo?

Shimon asintió con la cabeza.

La mujer cogió una vela y la acercó a Shimon. Quería mirarle la herida. Su feo hocico de mono se retorció en una mueca de asombro.

—¡Ven a ver! —dijo al joven—. ¡Caramba, mira! —Aproximó de nuevo la vela al cuello de Shimon a la vez que el joven se inclinaba hacia delante. Iluminó la cicatriz oscura, morada, sobre la que se veía un lirio impreso en la carne, al revés. Al igual que estaba impreso en negativo el borde en relieve del ducado florentino.

—¡Hostia! —exclamó el joven.

—Supongo que no querrá pagar con esa —dijo riéndose la posadera señalando la cicatriz.

Shimon no sonrió.

El joven soltó una carcajada a destiempo.

—¿Esa moneda no es buena? —dijo como si quisiera asegurarse de que había comprendido.

—Medio sueldo por noche —dijo la mujer—. Una pieza de plata a la semana.

Shimon metió la mano en el saquito y le dio cuatro piezas de plata. La posadera puso los ojos en blanco.

—Si quiere se la chupo también, señor —dijo riéndose.

El joven se ensombreció.

La posadera le dio una palmada en la cabeza.

—Coge el equipaje del cliente, imbécil.

Shimon le advirtió con un ademán que solo tenía la bolsa que llevaba en bandolera.

La mujer lo guio por un pasillo sucio y maloliente, cuyo suelo de tablas de madera crujía bajo sus pisadas. El pasillo era tan estrecho que el culo enorme de la posadera rozaba a menudo las paredes. Llegaron a una puertecita baja y la mujer la abrió. Abrió también los postigos de la única ventana de la habitación. Apenas entraba luz. La mujer se dirigió a un pequeño mueble comido por la humedad y encendió una vela. Iluminó un orinal medio oxidado.

—Para cagar y mear. Este inútil lo saca todas las mañanas —dijo señalando al joven. A continuación dirigió la vela hacia una pila—. Puede bañarse también si lo ordena —dijo con orgullo—. Le calentaré agua por tres marchetti. Es un buen precio. Por dos más, le daré también un trozo de jabón. —Al final le enseñó la cama. La manta estaba manchada.

Shimon asintió con la cabeza.

La posadera se paró en la puerta.

—Bueno —dijo— ¡seguro que no es un cliente ruidoso! —Se echó a reír. A continuación salió de la habitación seguida del joven.

—¿Cómo sabes que no hará ruido? —le preguntó el joven mientras se alejaban.

—Porque es mudo, idiota —contestó la mujer.

Shimon cerró la puerta y se tumbó en la cama. Solo entonces oyó reír al joven de la ocurrencia de la posadera, con retraso. Permaneció quieto hasta el anochecer, sin mover un solo músculo ni formular un pensamiento. Luego, cuando oscureció, se levantó poco a poco. Se quitó la casaca y se apretó el vendaje del tórax. Las costillas rotas le dolían menos. En la primera semana había escupido sangre. Había llegado a pensar que no saldría indemne. La herida del gemelo se había infectado, pero aun así se había escondido en el campo, viviendo como un perro callejero, por miedo a que los guardias pontificios lo estuvieran buscando. Había encendido una hoguera y había quemado una barra de hierro puntiaguda. Se la había metido en la herida. El fuego lo había salvado una vez, cuando se le había cerrado la herida de la garganta. Lo salvaría también en ese caso, había pensado. Y, de hecho, así había sido. Pero cuando caminaba demasiado, el gemelo aún le dolía mucho. Además, había notado que empezaba a cojear. Pensó en los gatos que se calentaban al sol en las calles de Roma, al lado de las ruinas del Circo Máximo, con las orejas cortadas por los mordiscos de los combates, y el pelo estriado de cicatrices.

Salió de la habitación. Era la peor hora del día. Lograba ahuyentar cualquier pensamiento, pero no la imagen de sí mismo en casa de Ester, a esa hora, cuando se sentaba en el sillón y la oía remover la cena en la olla, delante de la chimenea.

Bajó a la calle y echó a andar. Vagó con la única intención de apartar de su mente la imagen que más añoraba. La imagen de una casa.

Desde que había abandonado a Ester el odio que sentía hacia Mercurio se había acrecentado. Si la primera vez le había arrebatado su antigua vida, en ese momento le estaba privando también de la nueva, que compartía con Ester.

«Y no tendrás paz hasta que no encuentres a ese joven y lo hagas sufrir».

Rojo de odio, Shimon llegó sin darse cuenta a un espacio gigantesco, libre de la opresión de los edificios amontonados. El mundo se abría de repente. Delante de él había una basílica y una torre alta. A su derecha, el Canal Grande se ensanchaba hasta el infinito.

Estaba en San Marco.

Ya no había límites ni confines.

Vio que una multitud se apiñaba alrededor de una columna. Se acercó. Un hombre medio desnudo, con ojos aterrorizados, estaba atado de pies y manos a cuatro caballos grandes e inquietos que soltaban espuma por la boca.

—¡Sodomita! —gritó una mujer.

El verdugo hizo restallar el látigo y los caballos partieron en cuatro direcciones distintas. El hombre atado gritó. Se oyó un crujido de huesos y de tendones. El hombre lanzó un último grito y después se desmayó vomitando.

Con dos rápidos hachazos el verdugo cortó los hombros y los brazos se separaron de inmediato con el empuje de los caballos. La sangre salpicó el adoquinado. El verdugo cortó entonces una cadera de lo que quedaba del condenado y las piernas se separaron también. Los intestinos se esparcieron por el suelo.

La multitud se movió como si fuese una única masa, hacia delante y hacia atrás.

Olía a sangre y a miedo.

Shimon se exaltó al contemplar esa terrible grandeza.

«Por los dos, Mercurio», se dijo, mientras los pichones alzaban el vuelo escapando de una bandada de cuervos, que se disponían a dar buena cuenta de la carne del condenado.

Shimon miró los pájaros negros de mal agüero. Pensó que eran una buena señal. Olfateó el aire, como un perro sabueso. Como si pudiese percibir el olor de su presa.

La chica que tocaba el cielo
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