34

Donnola se asomó a la habitación de Giuditta. Al igual que todos los días, la joven estaba cosiendo. A sus pies, en el suelo, había al menos cinco o seis gorros amarillos de diferentes formas, cosidos con varias telas.

—Buenos días, Giuditta —dijo.

La joven respondió con una sonrisa distante y se puso de nuevo a coser.

Donnola cabeceó y recorrió el largo pasillo de la casa en la que ahora vivía el médico con su hija. Tenía una habitación solo para él, con una gran cama mullida. Y una cálida manta. Jamás había disfrutado de nada similar y jamás se había imaginado que pudiera ser tan agradable vivir con unas personas que, día a día, se estaban convirtiendo en una especie de familia.

Fue a la entrada de la casa. Isacco pateaba impaciente.

—Tengo que decirle una cosa importante, doctor… —empezó a decir Donnola.

—Caminemos mientras tanto —contestó Isacco, que, tras abrir la puerta, empezó a bajar por la amplia escalinata.

—Estoy preocupado por Giuditta, doctor —dijo Donnola.

—Sí… —dijo Isacco a la vez que rebuscaba en la bolsa donde llevaba las medicinas y los ungüentos.

—Se pasa el día cosiendo, apenas prueba bocado, y siempre está triste, es más, tengo la impresión de que su tristeza aumenta día a día…

—Sí, entiendo… —Isacco salió por el portón en forma de arco flanqueado por dos columnas coronadas por unos monos de mármol.

—Todo obedece a una desilusión amorosa… —prosiguió Donnola caminando como buenamente podía detrás de él—. Y creo que, de una forma u otra, el asunto tiene que ver con ese joven, con el tal Mercurio, ¿sabe? He descubierto que no es un sacerdote, como nos hizo creer.

—Sí… —dijo Isacco subiendo de dos en dos los peldaños de un estrecho puentecito de piedra y abriéndose paso entre la multitud que ya a esa hora abarrotaba las calles de Venecia.

—Me han dicho que trabaja para un tal Scarabello. Un malhechor muy poderoso que domina los bajos fondos de Rialto.

—Ah, bueno…

Donnola resopló.

—Doctor, usted me pidió que mantuviera alejado a ese muchacho. Pues bien, lleva diez días preguntando por mí. Le pide a la gente que me busque porque tiene algo que hacer con usted, doctor. En fin, salta a la vista que está buscando a Giuditta. Yo no le he dicho nada a su hija por ahora, porque no sé cómo afrontar el tema. ¿Qué debo hacer?

—Claro, claro…

—¡Doctor! —estalló Donnola—. ¡No ha oído nada de lo que le he dicho!

Isacco se paró con una expresión ofendida.

—Te he oído perfectamente. Giuditta cose. Bueno, me alegro.

Isacco asintió gravemente con la cabeza.

—No, doctor. —El rostro de Donnola estaba encendido—. Le he dicho que Giuditta está mal. Muy mal. Y que sufre por amor.

—A su edad siempre se sufre por amor. —Oyó las campanas de la cercana iglesia de los Santi Apostoli—. Es tarde —dijo apretando el paso por la Salizzada del Pistor, en la que flotaba un agradable aroma a pan fresco. Se volvió hacia Donnola, que se había quedado parado y le pidió con un ademán que lo siguiera—. Escúchame, tengo prisa. Hablaré con ella, ¿de acuerdo? Ahora, sin embargo, ve a la farmacia de la Cabeza de Oro y recoge el aceite que les pedí que prepararan. Diles que es el de extracto de palo santo. Los indios americanos lo usan para todo y, por lo visto, funciona. Y si te quiere dar una asquerosa triaca mándalo a hacer puñetas.

—Sí, doctor —dijo Donnola sombrío.

—Y después tráemelo a casa del capitán.

—Sí, doctor —gruñó Donnola.

—¿Qué te pasa? ¿Qué ocurre? —preguntó exasperado Isacco—. La mujer de Lanzafame está mal, Donnola. Muy mal. ¿Lo comprendes? Su vida está en mis manos y yo no sé qué hacer. Todos los médicos con los que he hablado me han dicho una sarta de tonterías, tampoco ellos saben cómo afrontar el mal francés, o como demonios se llame. ¿Sabes cómo me he enterado del remedio de palo santo? Pues porque fui al puerto a hablar con los marineros. ¿Entiendes? La vida de esa mujer depende de las habladurías que esos hombres traen el Nuevo Mundo. —Miró a Donnola iracundo. Se repetía que estaba haciendo todo lo posible para salvar a la prostituta que caldeaba del corazón de Lanzafame, pero en su fuero interno sentía que no estaba haciendo lo suficiente, que no estaba a la altura de las circunstancias. Y, sobre todo, confundía a Marianna con su esposa, H’ava. La curación de la prostituta lo redimiría del fracaso que había cometido hacía muchos años, cuando su mujer había muerto de parto. Si salvaba a Marianna sería como salvar a H’ava—. ¿Entonces? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres? —reiteró con agresividad.

Donnola miró al suelo.

—Nada, doctor.

—Bueno —dijo Isacco, y se encaminó hacia Ruga dei Speziali.

Cuando llegó a la buhardilla del capitán Lanzafame la criada muda lo recibió con cara triste.

Isacco pasó por su lado y se asomó a la sala. Lanzafame caminaba de un lado a otro de la habitación pateando todo lo que se interponía en sus idas y venidas. En el suelo había una botella de espumoso vacía.

—Ya era hora de que vinieras, doctor —dijo Lanzafame a Isacco en cuanto lo vio.

—Aquí me tiene, capitán —dijo Isacco haciendo caso omiso de la provocación.

—Ve a la habitación. ¿A qué estás esperando? —refunfuñó Lanzafame.

Isacco entró en el dormitorio. Marianna se revolvía en la cama. Tenía la cara demacrada, como si, en lugar de una noche desde que la había visto, hubiese pasado un mes. Isacco se acercó a ella y le puso una mano en la frente. Estaba ardiendo. Echó incienso y garra del diablo en una cuchara y se lo hizo beber. La mujer tragó con dificultad. Acto seguido abrió los ojos y pareció mirarlo.

—¿Toda la noche o solo una hora, forastero? —le preguntó.

—Soy Isacco, Marianna… Soy el médico…

—¿Eres un soldado?

—Lleva toda la noche con esa historia —dijo Lanzafame desde el umbral.

Isacco notó que parecía embarazado. Pensó que debía ser porque Marianna hablaba como una prostituta, porque tomaba por clientes a todos los que veía.

Marianna se rio.

—¿Lanzafame? ¡Qué nombre tan espantoso! —Se rio de nuevo—. Te llamaré capitán, no quiero llamarte con ese nombre tan ridículo mientras hago el amor contigo.

Isacco se volvió hacia el capitán. Tenía los ojos brillantes, aunque la causa podía ser la malvasía que había bebido ya a esa hora de la mañana.

—No debería beber tanto —le dijo.

—No me toques los huevos —respondió el capitán, y se marchó.

Isacco sabía lo que Lanzafame estaba haciendo. Creía que el vino mantendría alejado el dolor. Había comprendido por qué el capitán se avergonzaba tanto de lo que decía Marianna. Revivía de manera obsesiva la primera vez que se habían visto. Recordaba los detalles de un encuentro que, a todas luces, había cambiado la vida de los dos.

—¿Una hora o toda la noche, mi apuesto capitán?

—Toda la vida —contestó Isacco procurando que no lo oyese Lanzafame.

La prostituta se sobresaltó. Sus ojos, extraviados en el delirio, recuperaron la vista. Miró a Isacco. Lo reconoció.

—Doctor… —dijo con una punta de angustia en la voz—. ¿Dónde está Andrea?

—¿Cómo se encuentra, Marianna? —le preguntó Isacco.

La prostituta le agarró un brazo. Lo apretó débilmente.

—¿Dónde está Andrea? —repitió.

—Está aquí. Voy a llamarlo —dijo Isacco levantándose de la cama. Fue a la sala—. Capitán… pregunta por usted.

Lanzafame no se movió enseguida. Bebió un sorbo de una botella y luego se asomó a la habitación.

—¿Qué quieres? —preguntó con aspereza.

—Andrea… —dijo Marianna tendiéndole un brazo.

El capitán titubeaba en el umbral.

—Ven…

El capitán se aproximó a la cama.

—Siéntate…

El capitán se sentó.

Marianna le acarició la cara.

—No te has afeitado, como siempre… —Sonrió, cansada—. Si te metes entre mis piernas me harás cosquillas —dijo.

El capitán no dijo una palabra.

Marianna le cogió una mano y se la puso en el pecho.

—No tengas miedo —le dijo.

El capitán se rio forzadamente.

—¿De qué debería tener miedo?

—No tengas miedo —reiteró Marianna mirándolo con ojos luminosos—. Estaba soñando con nuestra primera vez, ¿sabes?

—¿Ah, sí? —Lanzafame fingió que no sabía nada.

—En el sueño te preguntaba si querías pasar una hora o toda la noche conmigo… y tú me decías: «Toda la vida».

El capitán no dijo nada.

—Andrea… me estoy muriendo…

—No digas memeces…

—Sí, me estoy muriendo…

—Hierba mala nunca muere…

—Escúchame, Andrea…

El capitán le estrechó la mano.

—Quiero que llames a un sacerdote…

—Ahora no pienses en el sacerdote…

—Quiero que llames a un sacerdote y le pidas… —Marianna jadeaba.

—¿Qué?

—Y le pidas… que nos case…

Se produjo un instante de silencio, después el capitán se levantó de un salto.

—¡Puta asquerosa, no intentes engañarme! —gritó—. ¡No intentes engañarme!

Isacco se asomó a la puerta.

—¿Qué pasa?

—¡Finge que se está muriendo para casarse conmigo y atraparme, eso es lo que sucede! —gruñó Lanzafame—. ¡Cuando eres puta lo eres para toda la vida! —Se movió hacia la puerta, empujó a Isacco y salió—. ¡Quítate de en medio! —gritó a la criada—. Voy a la taberna. Llamadme solo si se muere. —Se marchó dando un portazo.

La criada entró en el dormitorio. Guiñaba los ojos, al punto que parecían dos ranuras. Al ver que Isacco se había sentado en el borde de la cama se paró aparte.

—¿Toda la noche o una hora, guapetón? —preguntó de nuevo Marianna delirando.

—Toda la vida —le susurró Isacco.

La prostituta esbozó una sonrisa y a continuación se quedó dormida.

Pero Isacco estaba preocupado. Marianna pasó el día revolviéndose, y el incienso y la garra de diablo no le bajaron la fiebre. Por otra parte, estaba demasiado débil para darle un baño helado. No sobreviviría a él.

Al caer de la tarde Lanzafame seguía sin dar señales de vida. Isacco pasó la noche sentado en el dormitorio de Marianna, que deliraba sin recuperar el conocimiento.

Poco antes del alba tuvo un ataque de tos que le cortó la respiración. Llamó a Lanzafame, apretó convulsamente la mano de Isacco y luego sufrió un espasmo, dulce, similar a un estremecimiento. Soltó al médico y su cuerpo se relajó en la cama. Estaba muerta.

En ese mismo instante, la puerta de la casa se abrió y apareció Lanzafame. Lo seguía un sacerdote vestido con una sotana. Los hombros estaban cubiertos de caspa. El capitán palideció al oír llorar a la criada. Miró a Isacco. El médico sacudió la cabeza. Lanzafame tenía la cara descompuesta, se había pasado la noche bebiendo. Solo se había decidido al amanecer. Se volvió hacia el cura, le aferró el cuello de la sotana y lo empujó hacia la habitación.

—Entra y dale la extremaunción —dijo.

La criada muda se echó a llorar desesperada, emitiendo unos sonidos desentonados, que más bien parecían los rebuznos de un asno.

—¿De verdad crees que me habría casado con una puta? —le gritó el capitán. Al mismo tiempo que el sacerdote mascullaba las palabras del rito latino, Lanzafame se abalanzó sobre todos los objetos y muebles que había en la casa y los destrozó, como si estuviese combatiendo una terrible batalla. Destruyó toda la casa. Cuando hubo acabado se tiró al suelo y miró a Isacco.

—¿Y ahora qué hago? —murmuró.

La chica que tocaba el cielo
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