16

Simon Baruch estaba sucio y cansado. Ni siquiera él sabía cuántos días había permanecido escondido en la cantera de toba, en la periferia de la Ciudad Santa. Además, durante todo ese tiempo había dormido poco. Apenas había comido. Estaba aterido. La sotana del párroco que llevaba puesta estaba empapada con la mucosidad característica de la toba, clara y pegajosa.

Había vivido como un animal acosado. Se había guarecido en los recovecos excavados por el hombre en la ladera de la colina. Escuchando todos los ruidos, todos los crujidos. Pero el miedo jamás había llevado las de ganar. Al contrario, cuanto más padecía y percibía el peligro, más aumentaban la rabia y el odio. Además, había comprendido que nada era capaz de nutrir a un hombre como la rabia y el odio. Nada podía robustecerlo tanto.

Todos los viejos valores, los objetivos, los días de su vida pasada carecían ya de sentido. Shimon se daba cuenta de que habían sido simples fantasmas, quimeras, imposiciones. El que había vivido su vida precedente no era él sino un comparsa, guiado y subyugado por los lugares comunes y los imperativos de la comunidad.

Él era otro, y ahora que lo había encontrado nunca volvería a abandonarlo.

Llevaba en el bolsillo su nueva vida, su nuevo destino. De cuando en cuando, en los momentos de mayor debilidad, cuando su voluntad se tambaleaba, su mano se alargaba hacia el trozo de pergamino que certificaba que era Alessandro Rubirosa, cristiano, bautizado en la pequeña iglesia de San Serapione Anacoreta, en el año de Dios mil cuatrocientos setenta y uno.

Cuando se sintió preparado se cubrió la cabeza con la capucha, se encaminó hacia la ciudad y llegó a la plaza de Sant’Angelo in Pescheria, el lugar donde todo había iniciado.

Miró alrededor. La plaza estaba exactamente igual que el día en que lo habían robado.

Sintió crecer el odio y la rabia. Volvió a ver los detalles de la escena. En primer lugar a la muchacha pelirroja que había turbado sus sentidos, después al chico de tez amarillenta que le gritaba algo y, de inmediato, al gigantesco demente que le había salido al encuentro fingiendo que pedía limosna. Solo ahora Shimon podía ver todo lo que debería haber visto ese día. Las miradas con que los chicos coordinaban sus movimientos. El plan había sido perfectamente trazado. Y el jefe era, sin lugar a dudas, al que más odiaba Shimon. El chico con el gorro de judío que le había deseado la paz en su lengua, que había fingido que peleaba con el demente, que había simulado que lo defendía. Por un instante Shimon había sentido la tentación de intervenir a favor del joven judío. Qué estúpido había sido. Pero en ese momento recordaba sobre todo el miedo que lo había estrangulado. Qué idiota, se repitió. El plan de los delincuentes se basaba, sobre todo, en el miedo del judío miedoso.

«No volverás a tener miedo», se dijo. «Y no volverás a ser judío».

Shimon recordaba la dirección por la que habían escapado los tres chicos simulando que se perseguían entre ellos. Enfiló el mismo camino. Dobló a la derecha, pero enseguida se encontró de nuevo en un laberinto de callejones que se perdían en el corazón de Roma y pensó que los ladrones debían de haber buscado un lugar aislado donde refugiarse. De manera que volvió atrás y dobló a la izquierda. La calle se estrechó enseguida y se llenó de barro, hasta que desembocó en el terraplén del Tíber, frente a la isla Tiberina.

Shimon contempló el río meditabundo. Pensó que no podían tener una barca. Hizo ademán de retroceder. Así no los iba a encontrar, se dijo con cierta crispación.

Pero mientras se volvía oyó un ruido que llamó su atención. Miró hacia la mitad del terraplén, en dirección a una zarza que se movió y rodó hacia la orilla, que quedaba abajo.

—¡Ah, maldición! —exclamó la figura larguirucha que apareció de repente, como salida de la nada. Era un hombre de aspecto inquietante, sombrío, vestido de forma llamativa, con un cuchillo a la turca envainado en un fajín de color naranja que llevaba atado a la cintura, bajo la casaca morada—. Vaya sitio de mierda —masculló; a continuación se volvió hacia la alcantarilla de la que había salido y gritó con una voz desagradable—: ¡Daos prisa, idiotas!

Shimon vio que a cierta distancia había un carrito negro, de dos ruedas, completamente nuevo y atado a un pequeño caballo árabe, nervioso y ágil.

El hombre que había salido del sumidero escupió al suelo y se dirigió hacia el carro.

Al cabo de un instante cuatro niños andrajosos salieron de la misma boca de la alcantarilla. Tenían unos diez años y escalaban el terraplén fangoso con dificultad, resbalando, y cargados de vestidos y cestas de mimbre.

—¡Vamos, daos prisa! —gritó el hombre, que se había sentado ya en el carro y había empuñado el látigo.

Los niños apretaron el paso. Los primeros dos llegaron al carro y metieron las prendas de vestir en la parte posterior de cualquier manera. Otro se cayó poco antes de llegar y se levantó enseguida. El cuarto, el más pequeño, iba cargado como un mulo, llevaba tantas cosas encima que apenas podía ver por dónde iba. Tropezó con un arbusto, perdió el equilibrio y, para sostenerse en pie, soltó lo que transportaba. Los vestidos y la gran cesta de mimbre rodaron por el suelo.

—¡Imbécil! —gritó el hombre desde el carro. Acto seguido hizo chasquear el látigo sobre los dos recién llegados—. Id a ayudarlo —les ordenó.

Shimon había observado con curiosidad la escena. ¿Cómo era posible que saliesen tantas cosas de esa alcantarilla? La pregunta le había puesto los pelos de punta. Así pues, se había acercado a ellos y había visto en la cesta volcada, entre una peluca, unos cuantos gorros de cocinero y de pintor, varios pares de gafas y barbas postizas, un gorro amarillo de judío. Excitado, se había aproximado aún más.

Mientras tanto, los dos niños habían llegado ya y estaban ayudando a su amigo. Recogieron todo y echaron a correr hacia el carrito. Pero el más pequeño vio que algo había ido a parar detrás del arbusto. Algo que nadie había visto.

Con el corazón en un puño, Shimon saltó hacia el niño y le arrancó de la mano lo que había cogido.

Era un saquito de cuero con un lazo. Un saquito especial, porque tenía un hamsa rojo pintado encima. Una mano estilizada. Una protección contra el mal de ojo y la desgracia.

—¿Qué haces, padre? ¡Suéltalo enseguida! —gritó el hombre desde la carroza.

Conmovido, Shimon miraba el saquito con los ojos anegados en lágrimas.

—¿Me has oído, cura? —dijo el hombre apeándose del carro y acercándose a él con andar agresivo.

Shimon pasó el pulgar por la superficie áspera de la mano estilizada que él mismo había pintado.

—Es mío. Suéltalo enseguida —dijo el hombre arrancándole de la mano el saquito que había contenido las treinta y seis monedas de oro florentinas que Shimon había ganado en una sustanciosa compraventa de cuerdas.

Shimon miró al hombre. Su expresión era dura, pero Shimon ya no tenía miedo. De nadie. Habría sido capaz de quitarle el cuchillo curvo que llevaba en el fajín y de degollarlo allí mismo, delante de todos. Y si hubiese podido hablar, mientras asistía a su muerte le habría susurrado al oído: «No. Es mío». Y se habría reído.

—¿Qué miras, padre? —dijo el hombre de nuevo con agresividad.

Pero Shimon notó en su mirada cierta vacilación. Sonrió.

—¿Qué quieres? —repitió el hombre.

Shimon no podía responder ni quería hacerlo. Siguió escrutándolo. Sin miedo.

El hombre se volvió, quizá cohibido, y se dirigió al carro. Hizo chasquear el látigo y gritó furioso a los niños:

—Os espero en las fosas. ¡No perdáis tiempo! —El caballito árabe hizo un movimiento extraño y después partió a toda prisa.

Shimon sentía una gran paz en su interior.

«Te he encontrado», pensaba.

Esperó a que los niños echaran a andar y a continuación, manteniéndose a cierta distancia de ellos para que no lo vieran, los siguió.

Cuando llegó a las fosas comunes olfateó el aire. Así pues, este era el olor que ahora debían de tener el párroco y su ama de llaves. La idea lo puso de buen humor. Se sentó en un pequeño saliente desde el que podía vigilar todo sin ser visto. Divisó a lo lejos al hombre. Los niños lo temían. Incluso los más mayores. A esa distancia toda la zona parecía una fábrica en funcionamiento en la que todos desempeñaban sus tareas con eficiencia. La muerte era un trabajo como cualquier otro.

Al anochecer, Shimon se levantó, se masajeó las nalgas ateridas y bajó a las fosas comunes después de haber cogido un bastón robusto y corto. Se golpeó con él un par de veces la palma de la mano para habituarse a él y luego entró en la chabola del hombre. Cuando este se levantó de la mesa donde estaba comiendo y empuñó su cuchillo turco, Shimon le golpeó en la sien. Le asestó un golpe feroz con frialdad, sin experimentar la menor emoción. El hombre se desplomó inconsciente. Shimon le desató el fajín de la cintura y se valió de él para atarle las muñecas a la viga central de la chabola. Luego ocupó el asiento del hombre y dio buena cuenta de la sopa, se comió el pollo a mordiscos y apuró el vino.

Cuando hubo acabado vio que el hombre había vuelto en sí y lo miraba en silencio. Shimon buscó un trozo de papel y una pluma. Encontró todo en el cajón de un mueble torcido que había en un rincón de la chabola. Hojeó el libro. Era un registro de los muertos. O, al menos, eso parecía. La pluma estaba medio despuntada y la tinta era de mala calidad, o quizá le habían echado agua para ahorrar.

«¿Cómo te llamas?», escribió.

—Scavamorto.

«¿Dónde está el joven que vive en la alcantarilla?».

—¿Quién?

Shimon golpeó a Scavamorto en la boca con el bastón. Después le mostró de nuevo la pregunta que había escrito.

Scavamorto la miró sin temor alguno.

—Se ha marchado.

«¿Cómo se llama?».

—Mercurio.

«¿Y adónde ha ido?».

—¿Qué te hace suponer que lo sé?

Scavamorto esbozó una sonrisa.

Shimon sonrió a su vez. En el fondo, el hombre le gustaba. Era como él.

«¿No te asusta morir?», le escribió.

—La muerte es mi mejor amiga, me ha dado para vivir.

Shimon asintió con la cabeza. Sí, ese hombre merecía respeto. Volvió a enseñarle la pregunta que le apremiaba.

«¿Adónde ha ido?».

—A Milán o a Venecia —contestó Scavamorto—. Puedes sacarme los ojos con las uñas si quieres, porque no tengo ni idea de cuál de las dos ciudades ha elegido.

Shimon lo miró fijamente. Estaba diciendo la verdad, aunque quizá podía sonsacarle algo más. Había leído algo en sus ojos.

«Aprecias a Mercurio, ¿verdad?».

Scavamorto no respondió, pero la luz de sus ojos cambió. Shimon sabía que eso equivalía a un sí.

«Él escucha lo que le dices». No había puntos interrogativos.

Scavamorto siguió escudriñándolo sin contestar.

Shimon escribió su pregunta.

«¿Qué opinas, Milán o Venecia?».

Scavamorto bajó la mirada por primera vez. Shimon pensó que había mentido.

—Venecia.

Shimon asintió con la cabeza. Después le golpeó en la sien con el bastón. Aprovechando que Scavamorto se había desvanecido lo desnudó y se puso su ropa. Si bien se había prometido que no lo volvería a hacer, se dejó vencer por la curiosidad y se miró en un gran espejo que había apoyado en el suelo y que debían de haber arrancado de un armario cualquiera. Le gustaba cómo le quedaba la ropa. Un judío jamás se habría puesto unas prendas tan vulgares.

Mientras se miraba al espejo vio que la venda que llevaba atada al cuello se estaba tiñendo de amarillo. Sintió un escozor. Pero sombrío, lívido. Se la quitó. La herida se estaba infectando. Olfateó la venda. Apestaba. Se frotó con ella la herida quitando toda la materia amarillenta que se había formado sobre ella. Aunque sabía que esto no sería suficiente, porque se formaría de nuevo. Shimon inspiró y gritó a pleno pulmón. La herida se abrió y de ella salió sangre y pus. Gritó repetidas veces, hasta que de la herida solo brotó sangre, roja y resplandeciente. Miró alrededor. Sabía lo que debía hacer. Iba a ser muy doloroso, pero no tenía otra alternativa.

Empezó a abrir todos los cajones de los muebles, pero no encontró lo que necesitaba. Dio una patada a una silla, encolerizado. En ese momento notó algo que antes había pasado por alto. Metió la mano en la bota derecha que le había quitado a Scavamorto. Palpó el interior, justo donde había oído el extraño ruido, y encontró el escondite, cosido a un lado. En él había tres monedas. De oro. Florentinas. Sus monedas.

Las miró y comprendió que había encontrado lo que necesitaba para la herida. Por ironías de la suerte. Se rio y de la herida manó un poco de sangre.

Abrió la estufa que ardía en el centro de la chabola. Encontró la pinza que usaba Scavamorto para remover la leña y el carbón. Apretó la moneda de oro entre los dos extremos de metal y la metió en el fuego. La mantuvo allí hasta que la vio enrojecer, a punto de fundirse.

Entonces la sacó por la boca de la estufa. Se arrodilló y, con un movimiento rápido y desesperado, se puso la moneda en la herida. Si hubiese podido gritar se le habría oído en toda Roma. Cayó al suelo, casi inconsciente. Respiró hondo tratando de resistir el dolor. Después pensó en lo que iba a ver cuando pudiese mirarse. Con los ojos anegados en lágrimas, hizo acopio de todas sus fuerzas para levantarse y llegar hasta el espejo. Se acercó una lámpara de aceite al cuello.

La herida estaba empezando a hincharse y a llagarse, pero la quemadura no tardaría en curarse y entonces la herida se cerraría y cicatrizaría. Aproximó un poco más la lámpara. Se echó a reír. Se veía ya lo que en unas semanas sería evidente. Un lirio. Grabado al revés en la carne. Al igual que estaba grabado en negativo el borde con relieve de la moneda. Todas las mañanas, al despertarse, su garganta le recordaría cuál era su tarea. Shimon se rio de nuevo.

—Estás loco —dijo a su espalda Scavamorto, que había vuelto en sí y ahora se estremecía, desnudo.

Shimon se volvió con una expresión iracunda en el rostro. Acto seguido agitó las tres monedas de oro ante los ojos de Scavamorto.

—No te mató… —dijo lentamente Scavamorto comprendiendo en ese momento a quién tenía delante—. ¡Eres el judío!

Shimon desvió la mirada, cohibido. Como si, por un instante, hubiese vuelto a ser el comerciante asustadizo de siempre.

«No volverás a tener miedo», se repitió mentalmente. «Y no volverás a ser judío».

Miró a Scavamorto. Le gustaba ese hombre, pero no podía dejarlo con vida.

Dio una patada a la estufa y la volcó al suelo. Acto seguido se precipitó hacia el carro y azotó con violencia al caballo árabe.

Mientras dejaba atrás las fosas comunes se volvió. De la chabola salía un humo denso y oscuro.

Los alaridos de Scavamorto empezaban a subir al cielo, como una terrible súplica.

La chica que tocaba el cielo
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