44
Costanza Namez —a quien llamaban Repubblica porque era «un bien común», al menos para los hombres venecianos— vivía en una habitación miserable con su hija Lidia, en el quinto piso de una de las torres, tal y como se denominaban los altos edificios del Castelletto. Ya fuese porque la enfermedad estaba en un estado avanzado o por desidia, el caso era que la habitación apestaba cuando Mercurio metió el pie en ella.
El cuarto tenía un ventanuco partido en dos por el tabique que habían construido para crear la habitación contigua, donde vivía otra prostituta, y doblar así las ganancias. Junto al ventanuco había un camastro estrecho con un colchón bajo y lleno de salvado de avena comprimido y poblado de chinches. Una cortina, colgada de un hilo que atravesaba la habitación, separaba la zona privada, por decirlo de alguna forma, de la zona de trabajo, que estaba en la entrada y donde había una cama más grande, mísera en cualquier caso, en la que Repubblica se concedía a sus clientes.
El problema era que hacía un mes los clientes habían desaparecido. La razón era que la voz había corrido enseguida. Todos sabían que Repubblica había contraído la enfermedad contagiosa.
Isacco se acercó a la cama donde yacía la mujer. La niña, su hija Lidia, estaba ya sentada a su lado y le tenía una mano. Repubblica estaba sudada, febril. Isacco la miró. No se podía decir que fuese guapa. El óvalo de su cara se interrumpía bruscamente, como si le faltase parte de la barbilla. Los incisivos superiores eran largos y saltones, y la nariz puntiaguda, de forma que parecía un roedor. Pero cuando Lidia la destapó para que Isacco pudiera reconocerla comprendió cuáles eran las cualidades de Repubblica. Pese a ser menuda, tenía unos senos grandes y redondos, que parecían de mazapán, de color blanco. Las caderas eran redondeadas y el vello del pubis, pese a que se oscurecía en la raíz, era dorado.
—Se lo tiño yo —dijo orgullosa la niña mientras abría las piernas de su madre para enseñar a Isacco la primera pústula que había aparecido.
Isacco reconoció los mismos síntomas de la enfermad que había acabado con la vida de Marianna.
—Tápala —dijo a la niña, después se volvió hacia Donnola—. Gayuba, árnica, garra del diablo, bardana, caléndula, granos de incienso… y que te preparen otra vez el aceite de palo santo —le dijo.
—Y nada de triaca —añadió Donnola esbozando una sonrisa.
—Y nada de esa asquerosa triaca —asintió Isacco. En tanto que Donnola salía exhaló un suspiro, se quitó el gabán y el gorro amarillo y se arremangó la camisa—. A trabajar —dijo a la niña—. Necesito un paño de lino y agua caliente para enjuagar las heridas. ¿Puedes calentar agua limpia?
—Aquí no —dijo Lidia—. Hay que ir a casa de Bocca.
—Pues ve a casa de esa… Bocca —dijo Isacco al ver que la niña no se movía.
—Ahora no puedo. —Lidia inclinó la cabeza y sonrió—. Cuando pasamos por allí oí que estaba trabajando.
—Ah, comprendo… —Isacco apartó la cortina para dejar entrar un poco de luz—. Y, en tu opinión, ¿cuánto tardará?
Lidia se encogió de hombros.
—Ya —resopló Isacco acercándose a la ventana—. ¿Cómo se abre?
—Solo se puede abrir desde la otra habitación —contestó Lidia.
—Bueno, pues ve a hacerlo, tu madre necesita aire puro.
La niña apoyó una oreja en el tabique que separaba las dos habitaciones. Sacudió la cabeza.
—No puedo, Cardinale también está trabajando.
—¿Qué cardinale?
Lidia se echó a reír.
—Quirina se viste siempre de rojo y parece más un hombre que una mujer.
Isacco golpeó el tabique exasperado.
—¡Abre la ventana, Cardinale!
—¡Que te den por culo, cabrón! —Se oyó al otro lado de la pared.
—Además, tiene una voz masculina —comentó Isacco a Lidia.
—Y pega como un hombre —añadió la niña.
—En ese caso será mejor que no insistamos —dijo Isacco sentándose en el camastro al lado de Repubblica. Le puso una mano en la frente. Luego se volvió hacia Lidia—. Ve a ver si, al menos, puedes calentar un poco de agua… ¿Has dicho que se llama Bocca?
—Sí, la llaman Bocca porque…
—Me lo imagino —la atajó Isacco—. Plántate delante de la puerta hasta que se libere y después vuelve con agua y un paño, pórtate bien.
La niña miró a su madre.
—Yo me quedaré con ella —le dijo Isacco.
Lidia salió.
Isacco cogió un borde de la manta para enjugar el sudor que perlaba la frente de Repubblica.
La prostituta abrió los ojos. Estaban inyectados en sangre, pero presentes.
—Finjo que duermo porque me da pena mirar a mi hija —dijo la mujer con una voz cálida y sensual.
Isacco se quedó atónito. La voz, extraordinariamente hermosa, desentonaba con su fisonomía.
Repubblica pareció leerle el pensamiento.
—Apago la luz de la habitación y luego les digo lo que más les excita… me refiero a mis clientes… Lo agradecen mucho.
—Comprendo —dijo Isacco—. ¿Cuándo empezó? ¿Cómo va? ¿Cómo te encuentras?
—Escucha, doctor —dijo Repubblica con su voz sensual, cogiéndole una mano—. Sé que voy a morir. Ayúdame a hacerlo dulcemente, igual que Marianna. Fui a verla cuando contraje la enfermedad, y me dijo que la estabas ayudando a morir en paz. Te bendecía por lo que estabas haciendo. Jamás tuvo esperanzas de curarse… pero me dijo…
—Basta. Tú no vas a morir —aseguró Isacco.
Repubblica lo miró en silencio.
—No tengo dinero —dijo al cabo de unos segundos. Se rio con la entonación sabia y melancólica que tenían siempre las putas, pensó Isacco—. Dudo que quieras cobrarme en especie.
Isacco le sonrió.
—Hasta ahora he logrado mantener alejada a mi hija de este oficio —prosiguió Repubblica guiñando los ojos—. Pero ¿después…? ¿Cómo se las arreglará?
Isacco sintió una punzada en el estómago, pero no consiguió decir nada. Siguió cogiéndole la mano, con la cabeza inclinada, confiando en que la niña no tardase en volver y que Donnola llegase con ella. Cuando había pensado que dedicarse a la medicina era su nuevo destino no había comprendido que ello implicaba vivir constantemente al lado de la muerte, con sensación de impotencia en la mayoría de los casos. No entendía cómo no había caído en la cuenta de algo tan elemental, tan lógico. «Aunque quizás era aquí adonde querías que llegase», pensó como si estuviese hablando con su mujer. «¿Tenía que respirar la muerte para poder aceptar la tuya?».
La puerta se abrió de golpe y una figura imponente, con dos tetas musculosas que se balanceaban en el interior de una túnica roja, entró en la habitación.
—¿Eras tú el que daba el coñazo antes?
Isacco se puso de pie. Era, cuando menos, un palmo más bajo que ese extraño ser que era, a todas luces, Cardinale.
—Lo siento… Soy médico y…
—¿Cómo está? —preguntó la mujer.
—Nada bien.
—¿Qué necesitas?
—Quiero airear la habitación —explicó Isacco.
—Podías habérmelo dicho antes —rezongó Cardinale saliendo.
—Pues sí, qué idiota… —dijo Isacco en voz baja.
—Es una buena persona —afirmó Repubblica.
La ventana se abrió.
—Tápate bien —dijo Isacco. Después fue a la habitación de Cardinale—. Gracias. Ahora hay que limpiar el cuarto. Es importante.
Por un momento, dio la impresión de que Cardinale iba a darle un puñetazo. En cambio, salió al rellano, se asomó a la barandilla y gritó: —¿Quién tiene una escoba, agua y trapos? Tenemos que limpiar la habitación de Repubblica. ¡Vamos, zorras, si me hacéis bajar os partiré la cara!. —Volviéndose hacia Isacco le dijo: —Ahora vendrán.
Al cabo de un rato llegaron dos prostitutas con un cubo y unos cuantos trapos y cepillos. Una había llevado también un poco de lejía. Sin hacer preguntas se arrodillaron y empezaron a lavar el suelo. Entretanto, Cardinale arramblaba con los vestidos sucios, los cachivaches y los restos de comida y echaba los platos sucios a una palangana, donde otra prostituta, atraída por la actividad, los lavaba con agua y ceniza.
En un santiamén limpiaron la habitación, y el hedor desapareció. Cuando Donnola llegó con los medicamentos y Lidia con el agua hirviendo y los trapos no daban crédito a sus ojos. Cerraron la ventana y encendieron la chimenea. A la puerta del cuarto de Repubblica se había apiñado un grupo de mujeres.
—Ahora debería darle las medicinas —dijo Isacco.
Las prostitutas asintieron con la cabeza, pero no se movieron.
—Así no puede respirar, por favor —dijo Isacco.
—¿Estás seguro de lo que haces, doctor? —preguntó Cardinale con escepticismo.
El médico le sonrió.
—Vamos, putas, largaos de aquí —rugió Cardinale ordenando con un ademán a sus colegas que salieran.
Mientras las prostitutas abandonaban la habitación se difundió un murmullo temeroso. Unos segundos después hizo su aparición un hombre vestido de negro que iba escoltado por dos hombres, uno de los cuales era tuerto. Pegada a un costado llevaba una espada corta, metida en un fajín de seda.
—Scarabello… —murmuró Donnola atemorizado.
Scarabello miró alrededor. Olfateó el aire. No se dignó mirar a Donnola. Miró fugazmente a Isacco y vio el gabán y el gorro amarillo en una silla. Después escrutó de nuevo a las prostitutas.
—¿Qué pasa?
—Hemos limpiado la… —empezó a explicarle Cardinale.
Con un ademán, Scarabello le ordenó que se callase. Volvió a olfatear el aire.
—Hay que vaciar esta habitación —dijo sin dirigirse a nadie en particular—. Lo sabéis, ¿verdad?
Las prostitutas inclinaron la cabeza, pero ninguna le contestó.
—¿Y qué será de mi madre? —preguntó Lidia.
—Eso no es problema mío —contestó Scarabello secamente—. Lo siento, pero no es problema mío. —Sopesó a Lidia con aire indiferente y profesional—. A menos que no la sustituyas tú —añadió.
La niña se ruborizó con ojos espantados.
Se oyó un rumor.
—De acuerdo —aceptó la niña.
—¡No, Lidia! —gimió su madre desde la cama.
—¡No, de eso nada! —terció Isacco dando un paso hacia Scarabello—. Pero ¿qué clase de hombre es usted? Esta mujer…
En un abrir y cerrar de ojos, Scarabello desenfundó su espada y apoyó la punta bajo la barbilla del médico, que enmudeció.
Scarabello lo escrutó en silencio. A continuación apartó el arma y se volvió hacia Lidia.
—Entonces estamos de acuerdo, pequeña —dijo—. Me da igual lo que ganes. Quiero una moneda de plata a la semana y no admito retrasos…
—Pero ¿cómo puede? —dijo Isacco indignado.
Scarabello dio un rápido salto extendiendo el brazo que empuñaba la espada y girando sobre sí mismo. Isacco había crecido en medio de las peleas del puerto de la isla de Negroponte. Dio un brinco hacia atrás, esquivó el arma y luego, antes de que Scarabello pudiese recular y la clavase con más fuerza, avanzó hacia él, pero en una posición ventajosa. El tuerto y el segundo hombre se apresuraron a sacar sus navajas.
—¡No, Scarabello! —exclamó Donnola interponiéndose entre ellos con los brazos abiertos—. No, el doctor no quería faltarte al respeto. No sabe quién eres, no sabe cómo hay que comportarse, es nuevo… Te lo ruego, Scarabello…
Las rameras contenían el aliento.
Scarabello ordenó con un gesto a sus hombres que no se movieran. Acto seguido apartó a Isacco empujándolo con un hombro.
—¿Cómo es posible que un médico, por lo demás judío, conozca las reglas de la lucha? —le preguntó en tono de respeto.
—Crecí en sitios mucho peores que este —respondió Isacco.
Scarabello lo miró fijamente y soltó una risotada. Se volvió hacia las prostitutas.
—¿Veis? Os pasáis la vida diciendo que esto es el infierno y, en cambio, el doctor asegura que, en el fondo, no está tan mal.
Las fulanas no se rieron.
—Lo siento, señor —dijo Isacco—. Pero intente comprender… esta niña es…
—¡Intenta comprenderlo tú, doctor! —lo interrumpió Scarabello alzando la voz. Se enfundó la espada y se acercó al médico hasta que los dos quedaron cara a cara—. Es una cuestión de negocios. Las torres son un lugar de trabajo, y el trabajo debe producir ganancias, si no, no es trabajo. Esta habitación no es su casa. —Se aproximó a la cama donde yacía la ramera—. Repubblica, ¿por casualidad has comprado la habitación?
—No… —contestó la mujer con un hilo de voz.
—¿En todos estos años has ganado más de una moneda de plata a la semana? —le preguntó Scarabello volviéndose a mirar a Isacco.
—Sí…
—¿Es cierto que algunos piden a las putas dos e incluso tres monedas por una habitación?
—Sí…
—¿Te alegraste de poder estar en una de mis habitaciones? ¿Fui justo contigo?
—Sí…
—Bien. Ya ha oído lo que debía oír, doctor. Puede ocuparse de Repubblica cuando la niña no trabaje. —Scarabello escrutó por última vez a Isacco.
—Bueno, no pasa nada —terció Cardinale—. Lidia será puta. Muy bien. Yo me ocuparé de enseñarle el oficio y de pasarle los primeros clientes. ¿De acuerdo?
Repubblica estalló en sollozos.
—Cállate, puta asquerosa, eres patética —le espetó Cardinale, irritada—. Scarabello tiene razón. Punto final.
Scarabello olfateó de nuevo el aire.
—¡Ah! Todas las habitaciones deberían estar perfumadas como esta. Te irá muy bien, pequeña. Pero procura engordar un poco, hazme caso. A los hombres no les gustan los huesos. —Solo entonces, mientras se encaminaba hacia la salida abriéndose paso entre las prostitutas, Scarabello pareció notar la presencia de Donnola—. Dime una cosa, ¿por qué uno de los chicos que trabaja para mí, un tal Mercurio, tiene tanto interés en dar contigo?
Donnola miró fugazmente a Isacco. Cabeceó y se encogió de hombros.
—¿Y yo qué sé, Scarabello? —contestó tratando de sonreír—. ¿Cómo has dicho que se llama ese joven?
Scarabello se volvió hacia Isacco sonriendo.
—Cuántos misterios para un médico —comentó. Después se dirigió de nuevo a Donnola—. En mi opinión, se trata de una cuestión de faldas. Sea como sea, le diré que te puede encontrar aquí. Supongo que eres el ayudante del médico.
—Bueno, ya sabes cómo soy —dijo Donnola—. Un día aquí, otro allí…
Scarabello se rio y se volvió hacia Isacco.
—Entonces, ¿qué te parece el Castelletto, doctor? Creías que solo vosotros, los judíos, vivís encerrados, ¿eh? ¿Has notado que la ley obliga a las furcias a llevar un pañuelo amarillo al cuello? Eso significa que, en cierta medida, os parecéis. Así que bienvenido, doctor. Estás en tu casa. —Scarabello se echó de nuevo a reír y se marchó.
En la habitación se instaló un denso silencio. Solo se oían los quedos sollozos de Repubblica, que lloraba bajo las sábanas. Las prostitutas miraban con aire de reprobación a Cardinale por la forma en que la había tratado, pero ninguna decía nada, porque todas temían sus estallidos de cólera.
—No te preocupes, mamá —dijo Lidia rompiendo el silencio con voz trémula—. No me pesará hacer el oficio, ya verás…
Repubblica sollozó.
—¿Se puede saber por qué lloras, idiota? —preguntó Cardinale acercándose a la cama y destapando a Repubblica con un gesto violento—. ¿De verdad crees que dejaremos que tu hija se convierta en puta? Dios mío, eres una furcia medio lela. Scarabello tendrá su moneda de plata todas las semanas, pero Lidia no se convertirá en una buscona. —Se volvió hacia las otras prostitutas, que la miraban estupefactas—. Empezad a ahorrar, zorras. Tenemos que sacar una moneda a la semana para Repubblica. Si Scarabello recibe su dinero no vendrá a vigilarnos.
Los sollozos de Repubblica se redoblaron. Aferró una mano de su hija y tiró de ella.
—¡Y ahora basta ya de historias! —refunfuñó Cardinale dando una palmada al hombro a Isacco—. Procura que Scarabello no te mate. Te necesitamos, doctor. Pero ya va siendo hora de que te pongas manos a la obra, si no, ¿qué has venido a hacer aquí?
—Justo —dijo Isacco—. ¡Todos fuera!