64
Cuando Giuditta bajó a su casa, Isacco se acababa de levantar.
—¿Dónde estabas? —le preguntó, desconfiado.
—En la azotea…
—¿Y qué hacías allí?
Giuditta miró por la ventana y vio que Mercurio, vestido de chica, se acercaba al portón, que estaban abriendo en ese preciso momento. Aún sentía el calor de su cuerpo. Sentía que su semen le había dejado pegajoso el interior de los muslos. Sentía el deseo insaciable.
—Quería ver si arriba amanece antes.
—¿Por qué?
Giuditta vio que Mercurio, antes de mezclarse con la gente que había en el muelle de los Ormesini, se volvía hacia la ventana, pese a que no podía verla desde allí. Pero él, en su corazón, en ese corazón tan grande y generoso, pensó Giuditta, sabía que ella estaba mirándolo. Porque él habría hecho lo mismo.
—Porque el alba significa que somos libres. Durante otro día. Solo hasta la noche, pero libres.
Isacco cabeceó. Apretó los labios. Dio un puñetazo a la pared encalada.
—¿Tanto te pesa?
Giuditta se apartó de la ventana. Mercurio había desaparecido. Miró a su padre.
—¿A ti no?
Isacco suspiró. Sostuvo solo un instante la mirada de su hija, luego se volvió fingiendo que trajinaba con algo que había sobre la mesa.
—A mí me pesa doblemente —dijo—. Porque fui yo el que te traje aquí.
Giuditta comprendió en ese momento el sentimiento de culpa que atenazaba a su padre. Nunca lo había pensado.
—Me alegro de que me trajeras a Venecia —dijo.
—¿Por ese estaf… —Isacco se mordió la lengua—… por ese muchacho? —Se volvió a mirar a su hija.
Giuditta no contestó.
Isacco no apartaba los ojos de ella.
—¿Me consideras un mal padre? —le preguntó con dignidad—. ¿Crees que tu madre se hubiese comportado de otra forma?
Giuditta negó con la cabeza.
—No conocí a mi madre. ¿Cómo puedo contestarte?
Isacco exhaló un suspiro.
—Me gustaría que estuviese aquí —murmuró.
—¿Para sacarte las castañas del fuego? —Giuditta sonrió.
Isacco le devolvió la sonrisa.
—También. —Pero su mirada era distante y su expresión melancólica—. La añoro. Inmensamente. No he vuelto a sentirme entero desde que murió.
—Mientras me daba a luz —añadió Giuditta con pesar.
Isacco la miró volviendo al presente.
—Ya es hora de que te liberes de ese espectro. Es una invención de tu mente. Como la piedra que llevas en el bolsillo. Tírala, no la necesitas.
Giuditta sintió que las lágrimas se le saltaban a los ojos.
—Somos capaces de aferrarnos incluso al horror con tal de no cambiar —le dijo Isacco—. ¿Sabes cuál es uno de los puntos fuertes de las estafas? —Sonrió—. No debería hablar de eso, dado que ese… ya sabes quién. Pero bueno, si sabes que tu víctima tiene una costumbre, aprovéchate de ella, porque a buen seguro respetará lo que está habituado a hacer. Sin importar que, de esa forma, se ahorque con sus propias manos.
Giuditta sonrió.
—Lo intentaré…
—Pero solo has respondido a una de mis preguntas —dijo Isacco—. ¿Crees que soy un mal padre?
—No.
—¿Qué debo hacer, Giuditta? —preguntó Isacco acercándose a ella.
Giuditta se apartó sin responder y se dirigió al fuego.
—Te prepararé el desayuno —dijo—. Siéntate.
Isacco tomó asiento a un extremo de la mesa.
—¿Qué le ha ocurrido al capitán? —le preguntó Giuditta poniendo la olla del caldo en el fuego.
—Nada —contestó Isacco jugueteando con el cuenco de madera.
Giuditta removió el caldo con un cucharón hasta que se calentó sin decir palabra. Después cortó el pan y lo untó con mantequilla. Llenó el cuenco de su padre de caldo. Puso el pan con mantequilla en un plato y se lo puso bruscamente delante.
—¿De verdad quieres saber lo que debes hacer? —le preguntó de improviso con agresividad—. Me has preguntado qué debes hacer. ¿De verdad quieres una respuesta?
—Sí.
—Tienes que hablarme como se habla a una mujer —dijo Giuditta—. No soy una niña. Soy una mujer.
—Pero yo te hablo como a una muj…
—¿Qué le ha ocurrido al capitán Lanzafame? —lo interrumpió Giuditta.
—Tenemos problemas… en el Castelletto…
—¿Qué tipo de problemas?
Isacco agitó una mano en el aire como si pretendiese quitar hierro al asunto.
—No es nada…
Giuditta se volvió de golpe.
—Cuando acabes de comer echa las cosas al fregadero. —Se encaminó hacia la puerta—. Tengo que hacer la colada.
—Giuditta…
—Con todo respeto, padre… —dijo Giuditta saliendo de casa sin volverse—, vete al infierno.
Isacco mojó el pan en el caldo y lo mordió furioso.
—¡Maldición! —exclamó.
Acto seguido se vistió y salió, de pésimo humor, caminando a paso rápido con el capitán Lanzafame que, en cambio, estaba radiante.
—He decidido no beber hoy tampoco —dijo Lanzafame.
—Mejor para usted.
—Pero mañana, no sé. —Lanzafame se rio.
—Bueno.
—El tuyo es un buen método —prosiguió el capitán—. ¿Sabes qué me has recordado?
—No.
—Cuando era niño mi padre iba a una taberna donde había escrito: «Mañana se presta». —Se rio de buena gana—. Todos los días pensaba que al día siguiente iríamos a esa taberna y mi padre bebería vino sin pagarlo. En cambio, todos los días el cartel decía: «Mañana…». —Soltó una carcajada—. ¿Lo ha entendido, doctor?
—Sí.
—Era siempre mañana y nunca hoy —explicó Lanzafame sin dejar de reírse—. Como tu método.
—Sí, divertido.
—Demonios, Isacco, eres un amigo muy divertido —soltó Lanzafame—. ¡Cómo nos reímos juntos, coño!
Isacco esbozó una sonrisa.
—Yo odio a las mujeres.
—¿Te estás volviendo sodomita?
—Odio a Giuditta en particular.
—¿Por qué?
—Porque me hace quedar siempre como un imbécil.
—¿Y qué lección sacas de eso?
—¿Qué lección debería sacar?
—¡Pues que eres realmente un gran imbécil! —se rio Lanzafame mientras entraba en la torre de los arrendajos.
Subieron al quinto piso y se separaron. Lanzafame fue a ver a Serravalle para informarse de los turnos de vigilancia. Isacco, en cambio, fue antes de nada a la habitación donde habían metido a Cardinale después de que los hombres de Scarabello la acuchillasen. La puta estaba ya sentada y pateaba.
—¿No puedes quedarte al menos hoy en la cama? —preguntó Isacco después de haber examinado las heridas.
—No, hay mucho que hacer —contestó Cardinale, pero miraba inquieta de derecha a izquierda.
—¿Qué pasa? —preguntó Isacco exhalando un suspiro—. ¿Cuál es la verdadera razón de que no quieras guardar cama?
—Bocca ha muerto esta noche —contestó Cardinale.
Con Bocca eran ya veintisiete las fulanas muertas. En cada habitación del quinto piso se amontonaban entre ocho y diez prostitutas enfermas. La epidemia no se detenía. La velocidad a la que se expandía era impresionante. Isacco había hecho correr la voz entre todas las prostitutas del Castelletto y también entre las del pequeño núcleo de Ca’ Rampana pidiéndoles que se asegurasen de que sus clientes no tenían llagas en el cuerpo, sobre todo en el pene. Pero no era fácil advertir e instruir a casi once mil prostitutas. Y muchas de estas, pese a haber sido avisadas, llevaban una vida tan miserable que no estaban en condiciones de rechazar a un cliente cuando se les presentaba. Así pues, el ciclo de la enfermedad no se detenía.
—Lo siento —dijo Isacco.
Con todo, el clima de solidaridad que se había creado en la torre de los arrendajos era maravilloso. Muchas prostitutas sanas ayudaban a sus colegas enfermas durante las pausas de trabajo, limpiaban el suelo y les llevaban comida y bebida. Pero, por encima de todo, les ofrecían chismes, charla, alegría que mantenían alta la moral. Cuando menos, hasta que una de ellas moría.
—Bocca era una gran puta —dijo Cardinale— y no quiero perderme su funeral.
El cuerpo se envolvía en una tela blanca y los funcionarios de la Serenísima se lo llevaban. Se había decretado que los cadáveres infectados fueran quemados. Cada vez Isacco asistía conmovido a la procesión de prostitutas que seguían el cuerpo hasta el lugar en que este era incinerado desafiando a la ley que les prohibía circular libremente por las calles de Venecia, exceptuando el sábado. No obstante, pese a que en un principio las autoridades de la República habían intentado que respetasen la disposición, nunca les habían obligado a retroceder. Las autoridades habían tenido la flexibilidad suficiente para comprender que no debían obstinarse frente a ese sincero dolor corporativo. Tras dar el último adiós a sus compañeras las prostitutas regresaban al Castelletto sin entrar en las fondas o en las tabernas, y sin cazar ningún cliente.
Isacco se dirigió a las dos últimas habitaciones, donde se encontraban las prostitutas que habían mejorado. Cuando entró las mujeres lo aplaudieron. Isacco les respondió haciendo una alegre reverencia. No debía privarles de la esperanza de que su mejoría obedecía a sus curas, pese a que sabía de sobra cuál era la auténtica razón. Lo único que lograba descifrar era un periodo que oscilaba entre los veintiún días y poco más, como en el caso de Repubblica, y que marcaba el débil confín entre la muerte y el lento retroceso de la enfermedad. Cada vez que fingía aceptar las felicitaciones por una curación se sentía sucio, si bien era consciente de que debía hacerlo. Por primera vez, él, que había vivido estafando, se avergonzaba de un engaño que obedecía a un buen fin.
Su mirada se cruzó con la de Donnola. Le sonrió y su ayudante asintió con la cabeza, contento. Gracias a él podía practicar la medicina en Venecia. Se le acercó.
—Estás pálido —le dijo—. Ve a descansar.
—No… Quien tiene tiempo que no lo pierda, como decía mi abuela —contestó Donnola.
—¿Cómo es posible que hayas conocido a tu abuela si ni siquiera sabes quién era tu madre? —dijo una prostituta.
Sus compañeras se rieron.
También Donnola. Luego se puso a recoger las vendas sucias y las metió en un saco.
—Voy a quemarlas —dijo en voz alta para que lo oyeran.
Isacco asintió con la cabeza, con aire serio. Mientras veía salir a su ayudante con el saco al hombro pensó que ese era el segundo enredo que había organizado, porque, en realidad, Donnola no quemaba las vendas. No tenían bastante dinero para comprar todas las que necesitaban. Lo que hacían era llevárselas a una mujer que las lavaba con lejía y a continuación las hervía en un gran caldero con hierbas de boj y plata coloidal.
—Repubblica —dijo Isacco solemnemente—, tú que eres la veterana y la primera que te curaste, asegúrate de que todo va como se debe en la habitación blanca. —Así habían llamado a la habitación a la que tenían acceso las prostitutas que se consideraban fuera de peligro. Salió y se acercó a la barandilla que había en lo alto de la escalera. Vio a Donnola charlando con dos de los soldados de la guardia.
—¿No eras tú el que dijo: «Quien tenga tiempo que no lo pierda»? —preguntó Isacco.
—¿Y no fue usted el que dijo: «Ve a reposar un poco»? —contestó Donnola.
—Yo bromeaba —dijo Isacco.
—Yo también, doctor —dijo Isacco—. De acuerdo, voy. —Fingió que refunfuñaba y bajó la escalera con indolencia, pero, antes de llegar a la mitad de la primera rampa, se paró y balbuceó—. Sca… Scarabello…
Apenas oyó pronunciar el nombre, el capitán Lanzafame bajó corriendo la escalera seguido de dos soldados que empuñaban sus armas. Isacco los imitó, alarmado.
—Aquí tenemos al comité de bienvenida. —Scarabello sonrió, en apariencia despreocupado, enfrentándose a las armas de los soldados.
—¿Qué quieres? —le preguntó Lanzafame.
—Me he enterado de que el otro día se produjo una pequeña riña —dijo Scarabello sonriendo suavemente.
Las prostitutas y sus clientes empezaron a rodearlo, curiosos.
Scarabello se movía a sus anchas, como un consumado actor.
—Mis hombres debieron de tomar demasiado en serio mis palabras cuando dije que quería recuperar el quinto piso —dijo, sin dejar de sonreír. Miró a Isacco—. Creo que ha llegado el momento de que nos comportemos como caballeros y de que negociemos una solución que nos convenga a los dos, ¿qué le parece?
—Pienso que deberías irte a tomar por culo —gruñó Lanzafame.
—Es evidente que no está hecho para la carrera diplomática, capitán —bromeó Scarabello.
—¿No te ha bastado perder a tus hombres? ¿No has entendido que somos soldados y no juglares? —Lanzafame aferró a Scarabello por el cuello. La venda que llevaba al hombro se manchó de rojo.
Scarabello no se inmutó. Se limitó a palmetear con delicadeza el hombro del capitán, donde había empezado a sangrar.
—Quizá debería agitarse menos. ¿No es cierto, doctor? —añadió dirigiéndose a Isacco.
—Vete, no quiero verte por aquí —gruñó Lanzafame.
—Baje esas manos —dijo Scarabello sin dejar de sonreír, pero su tono había perdido jovialidad.
Lanzafame le dio un puñetazo en la boca.
—¡Vete, gusano!
Scarabello encajó el golpe sin recular. Se lamió el labio roto con un gesto sensual.
Lanzafame perdió entonces los estribos. Se abalanzó sobre él con todas sus fuerzas. Lo golpeó con las manos, y luego, cuando lo tiró al suelo, lo pateó. Si sus hombres no se lo hubiesen impedido lo habría matado, desde luego.
Scarabello se levantó sangrando. Se ajustó la camisa negra. Vio que estaba rota. Se atusó el pelo. Dirigió al capitán una mirada gélida y cortante. Después echó una ojeada a la barandilla de la torre de los arrendajos. Las prostitutas contenían el aliento, como si estuvieran en el teatro.
—¡Podíamos haber encontrado una solución! —gritó de improviso Scarabello con los brazos abiertos y girando sobre sí mismo. Se acercó a Lanzafame. Le habló en voz baja, silbante, mientras la sangre se le coagulaba en los labios y se mezclaba con la saliva—. Pero tú has querido humillarme. Puede que seas un buen soldado, pero serías un pésimo general. Me has puesto entre la espada y la pared y esa no es una buena táctica. —Dio un paso hacia atrás mirando de nuevo a su público—. Si cedo ahora perderé la dignidad y cualquiera de estas putas creerá que puede avasallarme. O quizá lo piense uno de sus clientes. O un niño que acaba de comprar una navaja. ¿Entiendes lo que has hecho? Si te permito que hagas lo que quieras tendré que combatir un sinfín de batallas. —Respiró y gritó—: ¡Así que será una sola guerra!
Lanzafame le saltó de nuevo al cuello, pero Scarabello no se calló.
—No tardarás en descubrir que esta es una guerra muy diferente de las payasadas por las que sueles pelear. La gente como yo considera que la guerra es una cosa seria. ¡Sin reglas! ¡Sin excluir ningún golpe!
Lanzafame lo empujó.
—Te crees un veterano —dijo Scarabello—, pero no tardarás en descubrir que eres un simple novato. —Hizo una marcada reverencia y se encaminó hacia la escalera.
—¡No vuelvas a aparecer por aquí, gusano! —le gritó Lanzafame.
—Puedes estar seguro —dijo Scarabello sin volverse. Se rio quedamente, sin exagerar, como si se estuviese divirtiendo de verdad, y luego desapareció por la escalera.
—Redobla la vigilancia —ordenó Lanzafame a Serravalle.
Donnola miró a Isacco, le hizo un gesto con la cabeza y se volvió a echar al hombro el saco de las vendas sucias.
Isacco sintió un escalofrío en la espalda. Una especie de presentimiento. Habría preferido que se quedase allí, pero necesitaban más vendas. Respondió al ademán de Donnola. Luego lo miró mientras se alejaba y pensó que lo quería.
A Donnola le flaqueaban las piernas. Hacía ya varios días que exigía a su organismo más de lo que este le podía dar. Pero sabía que eran los últimos días. Luego ya no podría ayudar al doctor, era inevitable. Pero no le había dicho nada. Ni siquiera él sabía por qué. Quizá porque se avergonzaba, se había dicho. De hecho, lo primero que había sentido al descubrir, hacía varias mañanas, una llaga en su cuerpo había sido vergüenza. Al principio se había dicho que debía de ser una irritación pasajera, pero al día siguiente la llaga seguía allí. Es más, había aumentado de tamaño. Y él conocía ya bien esas llagas. Las veía a diario. Las limpiaba, las curaba. Era el mal francés.
—Veamos, Donnola, ¿qué te parece si retomamos nuestra charla? —dijo una voz a su espalda mientras caminaba hacia la barca en Riva del Vin.
Donnola sintió que la sangre se le helaba en las venas. No tuvo que volverse para saber que era Scarabello. Una mano fuerte le aferró el cuello. Donnola se encogió.
—¿Te apetece dar un paseo con nosotros? —le preguntó Scarabello.
El tuerto y otro de los hombres de Scarabello cogieron a Donnola por los brazos y lo forzaron a andar.
—Tengo…, tengo que entregar esto… —balbuceó Donnola enseñándoles el saco.
Scarabello se lo arrancó de la mano y lo tiró en medio de la calle.
—Ya está. Entregado.
Mientras se alejaban unos niños se pusieron a hurgar en el saco, cogieron las vendas infectadas y empezaron a perseguirse desenrollándolas como si fueran banderas.
—Scarabello, por favor… —lloriqueó Donnola.
—¿Por favor, qué?
—No estoy haciendo nada malo…
—Puede que sea así, Donnola. Puede que sea así —dijo Scarabello en tono comprensivo, acariciándole la calva—. Pero necesito un ejemplo. Comprendes, ¿verdad?
—Te lo ruego…
—Lo siento, Donnola —dijo Scarabello, serio—. Has visto lo que me han hecho. Mira mi cara. Intenta entenderlo. —A continuación hizo un ademán a sus hombres, que llevaron a empujones a Donnola detrás de la iglesia de San Giacomo. Cuando llegaron a las obras de las Fabbriche Vecchie se metieron en una zona desierta. Una vez allí se detuvieron y Scarabello desenfundó su largo cuchillo—. Lo siento —repitió.
Donnola miró a Scarabello, que se acercaba a él con el cuchillo en un costado. Durante toda su vida había tenido miedo de todo, pese a que había estado en la guerra. Pero en ese momento, de improviso, cuando estaba a punto de abandonar el mundo, dejó de sentir temor. Y entendió por qué ya no le asustaba morir: porque, desde hacía varios días, la llaga lo había ayudado a acostumbrarse a la idea. Aunque eso no era todo. «Gracias, Señor», pensó. «No había entendido que me estabas haciendo un regalo maravilloso». Miró a Scarabello, quien se encontraba ya a un paso de él. Miró su rostro tumefacto, el labio roto por el puñetazo del capitán Lanzafame. Vio la herida y la sangre, que empezaba a coagularse. Sonrió y se metió una mano en los calzones. Se clavó las uñas en la llaga y la rompió. Sintió un dolor lacerante, pero no se detuvo.
—¿Qué haces, idiota? —preguntó Scarabello alzando el puñal.
Donnola sacó la mano. Tenía los dedos manchados con la sangre infectada. Se abalanzó contra Scarabello al mismo tiempo que el puñal se clavaba en uno de sus costados, a la altura del hígado, y le cortaba la respiración. Aun así tuvo fuerzas para aferrarse a Scarabello, a la vez que la hoja abría la herida mortal, y meterle la mano ensangrentada en la boca, cogerle el labio y clavarle las uñas en la herida, abriéndola de nuevo.
—Has… perdido… —murmuró desplomándose al suelo.
—¿Qué dices, imbécil? —preguntó Scarabello con sumo desprecio.
—Nada de reglas… Tú mismo lo dijiste… —Donnola sintió que la muerte lo envolvía con sus brazos negros. Era un héroe. Nadie lo sabría jamás, pero él sí, sabía que era un héroe. Cerró los ojos sin dejar de sonreír.
Scarabello lo vio morir, taponándose la herida del labio. Un mal presentimiento le encogía el estómago.
—Llevad el cuerpo a la torre. Dejadlo en la escalera.
—Lo haremos esta noche —dijo el tuerto.
—¡Esta noche no! ¡Ahora! —vociferó Scarabello.
—Pero ¿cómo vamos a transportar un cadáver en pleno día?
—¡Entonces cortadle la cabeza! —gritó Scarabello a la vez que su cara se hinchaba y se deformaba debido a los golpes que había sufrido—. ¿Puedes llevar una cabeza en un saco en pleno día, gallina?