58

Los guardias del Ghetto Nuovo estaban cerrando el portón que daba al muelle de los Ormesini cuando vieron llegar a un rezagado. El hombre caminaba deprisa, cojeando, casi arrastrando la pierna derecha. Iba muy abrigado y encogido, y tocado con un gorro amarillo tan grande que casi parecía una capucha. El judío subió el puente suspendido sobre el rio San Girolamo agitando las manos.

Shalom Aleijem —dijo a los guardias con la respiración entrecortada.

—Que la paz sea también contigo —gruñó Serravalle—. Si te quedas fuera te meterás en un buen problema, ¿lo sabes?

¡Mazel Tov! ¡Mazel Tov! —respondió el judío, que tenía una nariz larga y aguileña, unas arrugas que parecían grietas, y una barba de chivo.

—Otro que no sabe una palabra de veneciano —suspiró Serravalle dirigiéndose al otro guardia—. Sí, sí, vamos, date prisa —dijo al rezagado.

El judío, curvado y con el gorro amarillo casi calado hasta los ojos, cojeó hasta el primer portón de los pórticos. Intentó abrirlo, pero estaba cerrado. Miró alrededor y en ese momento vio a uno de los ayudantes del rabino que daba la vuelta al gueto para comprobar que todo estaba en orden. Inclinó la cabeza y cruzó el campo tratando de esquivarlo.

Shalom Aleijem, hermano —le dijo el ayudante del rabino.

Aleijem Shalom —contestó el judío apretando el paso, pese a la cojera.

—¿Quién eres? —preguntó el ayudante.

¡Mazel Tov! —dijo el judío.

—Suerte también a ti, hermano —contestó el ayudante—. Pero te he preguntado quién eres. ¿Dónde vives?

¡Mazel Tov! —repitió el judío y se metió a toda prisa entre dos palacios que daban al rio del gueto.

—¡Eh! —exclamó el funcionario corriendo tras él.

Nada más meterse entre los dos palacios el judío se encontró con el huerto que había detrás de la escuela, trepó a una cornisa que había a media altura, y desde ella, agarrándose a un canalón como un gato, saltó a un pequeño tejado saliente. Se tumbó boca abajo borrando su rastro.

El ayudante del rabino llegó jadeante. Examinó todos los rincones en penumbra, pero no encontró al hombre que iba persiguiendo. Mientras alzaba la antorcha y giraba sobre sí mismo tratando de entender cómo podía haber desaparecido, vio algo a los pies de la valla del pequeño huerto que llamó su atención. Lo cogió. Le dio vueltas en la mano sin acabar de comprender qué era. Pero, de improviso, cayó en la cuenta. Se puso el objeto sobre la nariz. Asintió con la cabeza y sonrió.

—¡Chicos! —exclamó.

Volvió a girar el objeto en la mano admirando su calidad y recordando que, cuando era niño, él también había jugado con él. Pero hacía muchos años que no veía uno. Además, tan bien hecho.

—Una nariz falsa de miga de pan —dijo riéndose. Se la metió en el bolsillo. Al día siguiente se la regalaría a su hijo—. ¡Es tarde, chicos! —gritó risueño—. ¡Id a dormir!

—¡Ve a dormir tú, Mordechai! —rugió una voz desde una ventana—. ¡Estamos hasta los cojones de ti!

El ayudante del rabino se encogió y se marchó de puntillas.

Tumbado aún en el tejado, Mercurio se tocó la nariz y se dio cuenta de que la había perdido.

—Mierda —dijo entre dientes. Se llevó una mano a la barba y la arrancó conteniendo un gemido. Se masajeó el mentón, irritado por la cola de pescado, y se metió el gorro amarillo en el bolsillo. Bajó poco a poco por el canalón. Apenas tocó el suelo se metió una mano en el bolsillo para asegurarse de que no había perdido también el objeto que había llevado consigo. Volvió con cautela a los pórticos. Estaban desiertos. Sacó la ganzúa del bolsillo y abrió en un santiamén la sencilla cerradura del portón. Entró y lo cerró a su espalda sin hacer ruido.

—Cuarto piso —murmuró con el corazón en un puño.

Empezó a subir por la estrecha escalera. A medida que subía se decía que estaba cometiendo una locura. A medida que subía parecía que su corazón estuviese ascendiendo también por su cuerpo tratando de forzar la garganta. A medida que subía sentía las piernas tan rígidas que le parecía imposible doblarlas. Pero siguió haciéndolo, porque ese día, en el Castelletto, había comprendido que quería estar con Giuditta.

Cuando llegó al cuarto piso estaba tan emocionado que la ganzúa se le resbaló de la mano. La herramienta rebotó por la escalera produciendo un ruido de metal y piedra. Mercurio se aplastó contra la pared conteniendo el aliento, seguro de que todos los habitantes del edificio lo habían oído. Esperó un poco, pero vio que nadie se asomaba a ver qué había ocurrido. Así que, tras recuperar el valor, bajó los peldaños y buscó a tientas la ganzúa. La encontró y subió de nuevo al rellano del cuarto piso. En él había dos puertas. Intentando orientarse, supuso que la de la izquierda era la del piso que daba al campo del Ghetto Nuovo. Mercurio sabía que Giuditta vivía en ese piso, porque la había visto asomarse al ventanuco que daba al campo hacía unos días, a hacer algo extraño que él no había comprendido. Había apuntado el dedo hacia el cielo, como si estuviese señalando algo, y había mantenido un rato esa ridícula posición. Después había vuelto a entrar.

Metió la ganzúa en la cerradura y la hizo girar.

Cuando hubo enganchado el mecanismo interior y se disponía a hacerlo saltar, la puerta se abrió de improviso arrancándole la ganzúa de la mano. Lo primero que vio fue un cuchillo alzado amenazadoramente en el aire.

—¡Quieta, soy yo! —dijo Mercurio reculando.

Giuditta estaba en el umbral, vestida con un camisón largo de lana cocida que le llegaba a los pies, y pálida a la luz de la vela.

—Tú… —murmuró echándose a llorar de miedo. Pero inmediatamente después su temor se transformó en un arrebato de rabia. Giuditta lo apuntó con el cuchillo sin darse cuenta, como habría hecho con el índice—. Tú…

—Chsss, baja la voz… —dijo Mercurio acercándose a la punta del cuchillo y apartándola con una mano—. Baja la voz…

—Me has pegado un susto de muerte… —dijo Giuditta, que aún tenía los ojos empañados, pese a que las lágrimas ya no eran de miedo.

—Lo siento… —se disculpó Mercurio dando un paso más hacia ella.

—¿Qué haces aquí…? —preguntó Giuditta boquiabierta, conmovida, aturdida por la emoción, mientras las lágrimas le surcaban las mejillas y sus ojos no lograban apartarse del joven al que había jurado amar.

—Quería verte… —explicó Mercurio acercándose un poco más a ella, sintiendo que apenas podía respirar.

—¿Cómo lo has hecho? —susurró Giuditta tirando al suelo el cuchillo, que se clavó, haciendo un ruido sordo, en la tablas de madera del suelo del umbral.

—Quería verte —repitió Mercurio dando el medio paso que todavía los separaba—. No podía esperar más…

—Has entrado en el gueto por mí… —Los labios de Giuditta se entreabrieron.

—Sí… —Los labios de Mercurio se acercaron a los de ella.

—Me has asustado… —dijo Giuditta suspirando y ofreciendo los suyos.

—Lo siento…

Los labios de los dos jóvenes se unieron. Después, lentamente, como si los dos conociesen los movimientos y las danzas del amor, pese a que nunca los habían ejecutado, las manos de Mercurio abrazaron a Giuditta y empezaron a acariciarle la espalda, en tanto que las manos de ella aferraban los costados de él, como si no quisiera perderlo, que se lo arrebataran. Los labios, que hasta ese momento habían permanecido unidos, compuestos, poco menos que estáticos, cobraron vida propia y se convirtieron en unos animales en lucha, como si cada uno de los dos quisiera alimentarse del otro. Por reflejo, las manos apretaron con renovado vigor, buscaron con más anhelo, arañaron, pellizcaron y se hundieron en la carne del otro sin poder contenerse por más tiempo. Movidas por este nuevo impulso, las bocas osaron aún más y las lenguas se entrelazaron, cavaron en las profundidades húmedas del otro.

De repente, casi al unísono, los dos jóvenes se pararon. Jadeantes, agotados, mirándose fijamente con los ojos desmesuradamente abiertos. Con los labios mojados y brillantes a la luz de la vela.

Los dos escucharon el deseo en su interior. Allí. Al alcance de la mano. El deseo que los convertía en un hombre y una mujer.

—Nunca lo he hecho —confesó Giuditta.

—Yo tampoco —dijo Mercurio.

—¿Tienes miedo? —preguntó ella.

—No. Ahora no. ¿Y tú?

Se miraron a los ojos con una sensación de vacío en los labios.

—¿Quieres verme? —preguntó después Giuditta.

Mercurio asintió levemente con la cabeza.

Giuditta se desató el camisón sin dejar de mirar a Mercurio. Lo dejó caer al suelo. Se ruborizó, pero no se tapó.

—Eres preciosa… —afirmó Mercurio.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Giuditta.

Mercurio extendió el camisón en el rellano, atrajo a Giuditta y la acerco a la puerta de la casa. Acto seguido le pidió que se tumbase.

—¿Tienes frío? —le preguntó.

—Un poco…

Mercurio se tumbó sobre ella cubriéndola con su cuerpo y su capa.

—¿Y ahora? —preguntó Giuditta.

Mercurio la besó. Mientras lo hacía sintió que su carne crecía. Giuditta, al besarlo, sintió que la suya se deshacía. Mercurio le acarició el pecho. Le pellizcó un pezón. Giuditta abrió la boca despegándola de la de él.

—¿Te he hecho daño?

—No…

Mercurio notó que Giuditta movía las caderas empujándolas contra él. Secundó su movimiento. Sintió la necesidad de apretar las mandíbulas. Un borboteo ronco subió por su garganta. Las manos de Giuditta le aferraron los glúteos y lo estrecharon convulsamente contra su cuerpo. Mercurio se bajó las mallas con ímpetu y torpeza. Las manos de Giuditta lo ayudaban, impetuosas y torpes también. Las piernas de la joven se abrieron y se entrelazaron sobre el cuerpo de él. Mercurio sintió vibrar su carne. Metió una mano entre él y Giuditta, llegó a una masa de vello y comprobó que también ella estaba mojada. La mano de Giuditta lo alcanzó. Sus dedos se juntaron entre los dos cuerpos que se empujaban, uno sobre otro, uno hacia el otro. Empezaron a acariciarse a la vez aprendiendo lo que jamás habían hecho.

—¿Tienes miedo? —repitió Mercurio con la respiración entrecortada.

—No —susurró Giuditta abriendo más las piernas.

—¿Lo quieres?

—Lo quiero…

El miembro de Mercurio empujó contra Giuditta. Se hundió en su carne. Giuditta sintió un desgarro lancinante, ardiente. Se aferró con todas sus fuerzas a la espalda de Mercurio, pero el dolor pasó en un instante, se disolvió. Giuditta lamió la piel de Mercurio. Emitió un estertor ronco mientras el dolor se iba transformando en una pulsante vibración que la invadía a oleadas, a un ritmo cada vez más rápido. Oyó que Mercurio gemía.

—¿Sientes lo mismo? —le susurró Giuditta al oído.

—Sí… —contestó Mercurio con un hilo de voz.

Después, mientras Mercurio se movía cada vez más deprisa dentro de ella, Giuditta se contraía y lo apretaba con las piernas y los brazos, tratando de sincronizarse con él.

De improviso, la joven abrió desmesuradamente los ojos.

Mercurio también.

Se miraron. Parecían asustados. Incapaces de besarse, por miedo a morir ahogados. Al mismo tiempo que algo que jamás habían podido imaginar los estremecía, se unieron y se alejaron a la vez, aferrándose el uno al otro y tratando de separarse, hasta que se quedaron inertes, uno sobre el otro, uno dentro del otro. Respirando quedamente.

—De manera que es esto… —susurró Giuditta.

—Sí… —dijo Mercurio.

Volvió a reinar el silencio. Se acariciaron la cara el uno al otro lentamente, desfallecidos. Sus respiraciones se calmaron. Sus pieles se sentían.

—¿Qué es «esto»? —preguntó Mercurio en voz baja.

—El amor —respondió Giuditta aún más bajo, enrojeciendo.

—Sí… —dijo Mercurio. Alzó la cara y miró a la joven. Jamás habría imaginado que podía ser tan hermosa como en ese momento. Pero, después de lo que acababan de vivir, no tuvo valor para decírselo. Se limitó a sonreírle y a besarla.

Giuditta dejó que la besase con ternura y le pareció que ese beso era aún más hermoso que los anteriores.

La chica que tocaba el cielo
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