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—Aquí tienes un cáliz de vino y mirra, fraile, lo mismo que ofrecieron a Nuestro Señor Jesucristo cuando llegó a la cima del Gólgota para que pudiese soportar mejor las penas que había padecido —dijo el príncipe Contarini señalando la copa de cristal soplado de Murano que un criado sostenía en equilibrio sobre una bandeja.
El príncipe deforme se rio.
—Pero Nuestro Señor no quiso sustraerse al dolor —añadió jovial—. En el fondo, te considero sabio. —Se volvió hacia la chimenea en la que ardía un fuego vivaz e hizo una señal a uno de sus hombres. A continuación se puso un par de guantes de trabajo, de cuero grueso, como los que usaban los herradores o los herreros.
El hombre le pasó una barra de hierro puntiaguda del diámetro de un clavo. El hierro estaba al rojo vivo.
Uno de los perros que asistían a la escena ladró.
—Sujetadlo —ordenó el príncipe Contarini.
Cuatro hombres, dos a cada lado, cogieron al hermano Amadeo por los brazos y los extendieron con las manos apoyadas en dos trozos de madera, con las palmas hacia arriba.
Zolfo se pegó a Benedetta.
El fraile jadeaba abriendo desmesuradamente los ojos a la vez que el príncipe se acercaba a él con el hierro incandescente.
—Sujetadlo —dijo Contarini inclinándose hacia el brazo izquierdo del fraile.
Los dos hombres que le sujetaban el brazo izquierdo lo apretaron con más fuerza.
El hermano Amadeo trató instintivamente de desasirse y cerró la mano.
—Ábrela —le ordenó el príncipe.
El hermano abrió poco a poco los dedos.
El príncipe hundió la punta incandescente del hierro en la palma de la mano del fraile. La carne chisporroteó al mismo tiempo que se abría y cedía dejando que el hierro la penetrase.
El hermano Amadeo gritó y se retorció de dolor.
Los perros volvieron a ladrar. Dos de ellos gruñeron como si quisieran morder los tobillos del fraile. El príncipe les dio una patada y los animales recularon aullando.
Zolfo cerró los ojos y hundió la cabeza en el elegante vestido de Benedetta. La joven permaneció impasible. Miró el hierro que penetraba a fondo en la palma del fraile y quemaba la superficie del tronco del leño que había debajo.
Cuando el olor a madera fue más fuerte que el de la carne quemada el príncipe sacó el hierro con una expresión complacida. El hermano Amadeo lloraba y sudaba.
—Excelencia… —dijo con voz débil—, se lo ruego…
—Cállate —lo interrumpió el príncipe rodeándolo y deteniéndose delante de la mano derecha—. Sujetadlo —dijo a sus hombres. Al ver que el fraile apretaba el puño le ordenó—: Ábrelo.
—Excelencia… se lo ruego… no… —lloriqueó el hermano Amadeo.
—Abre la mano —repitió Contarini con un hilo de voz.
—¡No, déjelo! —exclamó Zolfo precipitándose hacia el príncipe.
Benedetta no hizo nada para detenerlo.
Uno de los hombres del príncipe dio a Zolfo un violento revés que lo hizo caer al suelo con el labio partido.
Zolfo se levantó y volvió a agarrarse al vestido de Benedetta. La joven se apartó.
—Me lo estás ensuciando —le dijo.
El príncipe Contarini la miró satisfecho. Después escrutó al fraile.
—Lo hago para facilitar tu camino y tu cruzada, hermano. ¿No entiendes que te estoy ayudando, igual que hizo Nuestro Señor con el pobre de Asís, Francisco, cuando le transmitió sus sagrados estigmas? Ahora no te escucha nadie, tus palabras se ahogan en la laguna, a nadie le interesa la batalla que has entablado contra los judíos… pero después de este pequeño sacrificio la gente te considerará un santo y tus palabras sonarán como las trompetas del Juicio Final. Abre la mano, vamos.
—Excelencia, no… —lloró desesperado el hermano Amadeo.
El príncipe Contarini se exasperó. Puso la punta ardiente del hierro sobre los dedos apretados del sacerdote. El fraile gritó de dolor y los abrió. El príncipe hundió el hierro con violencia. Agujereó la carne. Cuando hubo acabado tiró el hierro a la chimenea.
—¡Ya está, ahora eres santo! —exclamó riéndose.
Sus hombres lo secundaron y soltaron al fraile. Los perros ladraron sin acabar de entender si debían hacer fiestas o luchar. Dos de ellos se enzarzaron en una pelea y recibieron de nuevo una patada.
El hermano Amadeo se ovilló en el suelo. Las manos le temblaban de dolor y no podía cerrarlas.
Zolfo se precipitó hacia él y lo abrazó.
El fraile lo apartó de un codazo.
Benedetta miró a Zolfo, que se separó del sacerdote, torturado. «Hemos elegido dos amos parecidos», pensó la joven volviéndose hacia el príncipe. «En el fondo nos parecemos mucho».
—Llevadlo a sus habitaciones y dadle todo el vino que quiera —ordenó el príncipe señalando al hermano Amadeo, que seguía acurrucado en el suelo—. No sabía que podía convertirse en santo. Tiene que acostumbrarse a la idea. —Se volvió sonriendo hacia Benedetta.
La joven le devolvió la sonrisa y sintió una especie de temblor en las ingles. Algo que se parecía tanto al placer como al miedo.
—Vámonos —le dijo el príncipe Contarini ofreciéndole el brazo atrofiado—. Las miserias humanas que siguen a los grandes acontecimientos me ponen de mal humor.
Benedetta le cogió del brazo, como una dama bien educada y, a paso mesurado, los dos abandonaron la habitación que olía a carne asada. Desde el umbral Benedetta vio que Zolfo se precipitaba como un perro callejero hacia el fraile. «Sí, hemos elegido dos amos muy parecidos». Miró la mano que aferraba el brazo deforme del príncipe, que nunca le había ofrecido el bueno. «Y eso se debe a que los dos solo buscamos el desprecio», pensó volviéndose para mirar con el rabillo del ojo a Zolfo, que desaparecía en las espiras del palacio.
El príncipe la llevó al dormitorio donde pensaba haberle robado la virginidad y se sentó a su escritorio, abarrotado de documentos. Abrió un cajón y sacó un par de gafas redondas, se las puso e inclinó la cabeza sobre los libros contables empuñando la pluma, listo para mojarla en el tintero.
Benedetta se quitó el vestido elegante, uno de los muchos que desde ese día el príncipe le permitía lucir y que habían pertenecido a la hermana de él. Abrió el armario que había al lado de la cama y sacó la túnica blanca del primer día, que aún estaba manchada de sangre. Sangre de pollo. Sacó de un cajón el gorro amarillo que Zolfo había arrebatado a Giuditta y lo apretó en la mano. Se dirigió hacia el columpio que el príncipe había hecho montar justo delante de su escritorio y se sentó en él. Arregló la túnica de manera que la mancha de sangre quedase bien a la vista y que los dos bordes frontales estuviesen abiertos dejando el pubis desnudo. Después empezó a balancearse ociosamente.
El príncipe se comportó como si no hubiese notado su presencia. Pero Benedetta sabía que él la sentía con toda su alma, que no era menos deforme que el cuerpo. Y sabía que no tardaría en alzar la mirada. Primero distraídamente, después con creciente avidez. Mientras se balanceaba hacia delante y hacia atrás Benedetta apretaba en la mano el gorro amarillo, con odio, como si desease transmitirle toda su maldad. El príncipe se quitó las gafas, dejó caer la pluma en el escritorio y empezó a ruborizarse. Se acercó a Benedetta y la tomó allí mismo, él de pie y ella sentada en el columpio. Y en el momento del placer alzó la mirada y contempló el fresco que representaba a su hermana muerta. Luego se separó de Benedetta y, casi con desprecio, le ordenó que se quitase la túnica y se vistiera. Por último, con el miembro flácido fuera de las mallas, se dejó caer de espaldas sobre la cama.
Benedetta se puso de nuevo el elegante vestido que llevaba antes del coito, se ató al cuello un collar de perlas tan gruesas como guisantes, y se tumbó al lado de él, en la parte del brazo lisiado. Seguía apretando en la mano el gorro amarillo, del que el príncipe hacía caso omiso. Esperó a que el cuerpo de su señor se relajase por completo.
—Tengo que pedirte un regalo, amor mío —dijo entonces.
El príncipe no movió un solo músculo, pero su voz sonó tan gélida como un pedazo de hielo y tan afilada como una navaja de afeitar.
—Si me vuelves a llamar «amor» te tiraré al canal con una piedra al cuello —dijo.
Benedetta sintió que el miedo la estrangulaba. Sabía que el príncipe no dudaría en hacerlo. Calló.
—Ahora quiero dormir —dijo al cabo de un poco Contarini—. Cuando me despierte podrás pedirme lo que quieras. —Le metió la mano deforme en el escote del vestido y le pellizcó un pezón hasta hacerle daño—. Y lo tendrás. —Sacó la mano y respiró hondo.
Con delicadeza, Benedetta le limpió el miembro con un borde de la sábana y se lo metió en las mallas.
—Gracias —dijo el príncipe Contarini con la voz casi ahogada por el sueño.
Cuando oyó que la respiración de su amante era profunda y regular Benedetta se incorporó apoyándose en un codo y abrió la mano que apretaba el gorro amarillo. Lo miró. Se había enterado de que muchas cristianas, nobles o cortesanas cultas, se habían quedado fascinadas con las originales formas, con las telas, muy distintas entre ellas pese a ser todas amarillas, tan bien montadas, al punto de que habían decidido comprar los gorros, a pesar de que la ley prohibía a los judíos vender.
Mientras observaba el gorro de Giuditta notó una mancha de color rojo oscuro en el interior de la vuelta. Parecía sangre.
Benedetta acarició el pecho carenado de su poderoso amante, que se hinchaba y se deshinchaba con regularidad. Dormía profundamente.
—Necesito tu dinero y no puedo esperar… amor mío —murmuró.
Abrió el pequeño saco de terciopelo y seda que el príncipe llevaba en el cinturón y sacó tres monedas de oro. Se levantó y cogió el saquito que contenía el pelo de Giuditta. Salió de la habitación y del palacio, y ordenó a un criado que la llevase a casa de la maga Reina.
—¿Has traído todo lo que te pedí? —le preguntó la maga.
Benedetta le entregó el saquito con el mechón de pelo y el gorro amarillo.
—Hay una mancha dentro del gorro —dijo enseñándosela—. Parece sangre.
—¿Será una bruja? —aventuró la maga riéndose. Acto seguido abrió el saquito y sacó el mechón—. Está mojado —dijo haciendo una mueca.
—Sí —asintió Benedetta—. He escupido dentro.