12

Al alba las órdenes del capitán Lanzafame retumbaron en el campamento.

Mercurio se volvió enseguida hacia Giuditta, que lo miró también. Como si no esperase otra cosa. Mercurio pensó que lo natural habría sido sonreírle, pero no lo hizo. La escrutaba con ojos serios. Intensamente. Y no dejaba de preguntarse por qué tenía la impresión de conocerla. O de reconocerse en ella. Algo los unía, pensó, pero no sabía dar un nombre a ese vínculo.

Benedetta le dio una brusca palmada en un hombro y dijo: —Voy a ver cómo está Zolfo. ¿Me acompañas?

Mercurio asintió con la cabeza y se puso de pie. Apartó la mirada de Giuditta sintiéndose culpable.

Fuera, Zolfo ya estaba despierto. Se había echado la manta a los hombros y charlaba con los soldados. Empuñaba una espada tan grande que apenas podía levantarla. Se reía. A Mercurio le pareció que tenía una expresión extraña.

Cuando llegaron a su lado les mostró el arma.

—Con un golpe bien dado podría cortar limpiamente la cabeza a esos judíos —dijo esbozando una sonrisa maligna.

—Olvida ya esa idiotez —dijo Mercurio.

—Los judíos son unos pedazos de mierda —afirmó Zolfo casi retándolo.

—Ven aquí, muchacho —terció un soldado en tono de reproche a la vez que le quitaba la espada. El resto de los soldados también había dejado de reírse—. Ese cirujano ha salvado la vida a muchos de nosotros. Haz caso a tu amigo y olvídalo.

Mientras los soldados se alejaban Zolfo escupió al suelo. Ya no parecía un niño, pensó Mercurio. Su mirada era dura. Le recordó un campo arrasado por las llamas, árido, pero aún hirviendo. Zolfo se volvió hacia el carro de los víveres. Mercurio lo imitó y vio que Isacco y su hija estaban saliendo para comer algo.

Zolfo masculló algo entre los dientes.

—Basta ya —silbó Mercurio.

Zolfo lo desafió con la mirada.

—A vosotros dos os importa un comino, pero a mí no —dijo rencoroso—. Mataron a Ercole y nunca se lo perdonaré.

—Ellos no lo mataron —replicó Benedetta—. Razona.

—Y el hombre que lo mató ha muerto, tú mismo lo viste —añadió Mercurio—. Lo maté yo…

—No era un hombre, era un judío —insistió con voz lúgubre Zolfo.

—Escúchame. —Mercurio le dio un empujón—. No podemos permitirnos el lujo de estar solos.

Poco antes de llegar a la frontera del Reino Pontificio los había detenido un grupo de bandidos. Les habían requisado, tal y como habían dicho, el carro con los caballos y las provisiones. No habían encontrado las monedas de oro. Habían palpado a Benedetta, pero no habían ido más lejos. Puede que, como había dicho Scavamorto, la sotana les hubiera frenado.

—Mírame, idiota —gruñó Mercurio—. No sabemos si hay bandidos en esta zona. ¿Quieres que se la follen hasta matarla por culpa de tus memeces?

Zolfo cambió de expresión por un instante. Luego volvió a mirar a Giuditta e Isacco y esbozó una sonrisa.

—De acuerdo… —dijo dando un paso hacia el médico y su hija—. Voy a pedirles perdón.

Mercurio sentía que algo iba mal. Hizo amago de seguir a Zolfo, pero Benedetta se lo impidió.

Zolfo estaba a dos pasos de Giuditta. Seguía sonriendo de manera extraña.

De repente, uno de los soldados con los que Zolfo había charlado antes dijo en voz alta: —¿Dónde está mi navaja?

Mercurio se volvió de golpe hacia el soldado y acto seguido hacia Zolfo.

—¡No! —gritó Mercurio dando un salto hacia delante.

Mientras Mercurio se interponía entre Zolfo y Giuditta recordó al comerciante.

—¡No! —gritó con todas sus fuerzas.

Zolfo asestó el golpe con mayor histerismo que violencia. La hoja cortó la túnica de Mercurio en la muñeca y siguió su recorrido hasta clavarse superficialmente en el dorso de su mano, entre el pulgar y el índice.

Giuditta chilló asustada.

Benedetta chilló.

Mercurio gimió y cayó al suelo.

Zolfo tenía aire extraviado, daba la impresión de no estar allí. Seguía empuñando la navaja.

Desde el suelo, Mercurio le dio una patada en la barriga.

Zolfo se dobló y antes de que pudiera erguirse de nuevo el capitán Lanzafame se abalanzó sobre él y le dio un puñetazo tremendo que lo hizo saltar por el aire. Se oyó un ruido sordo. Zolfo se desplomó, inconsciente. Benedetta corrió en su auxilio. Zolfo tosió y escupió un diente.

—¡Atadlo y metedlo en un carro! —gritó Lanzafame. Luego buscó entre sus hombres a aquel a quien el muchacho había robado la navaja. Cuando lo identificó lo apuntó con un dedo—. ¿Y tú eres un soldado?

Giuditta se liberó del abrazo de su padre y se reunió con Mercurio, que se estaba levantando. Tenía un pañuelo en la mano. Le taponó la herida a la vez que lo miraba aterrorizada. Con una emoción que no alcanzaba a definir. Era algo que la dejaba sin aliento, que hacía latir su corazón. Se dio cuenta de que le estaba apretando la mano y que, al mismo tiempo, se perdía en sus ojos. Pero no lograba decirle nada.

Mercurio estaba igualmente confundido. No había razonado. Se había movido por instinto y ahora jadeaba. La herida no le dolía. El contacto con Giuditta solo le producía un calor reconfortante.

—No soy sacerdote —susurró—. No soy sacerdote.

Isacco se acercó a su hija. La apartó.

—Deja que me ocupe yo —dijo.

Giuditta se hizo a un lado, ensimismada. Apretaba con la mano el pañuelo con el que había taponado la herida de Mercurio y no lograba apartar la mirada de sus penetrantes ojos.

—Gracias —fue todo lo que alcanzó a decir.

—Sí, gracias —repitió Isacco—. Ven aquí, muchacho. —Lo llevó al carro donde guardaba los ungüentos y las vendas.

—¿Puedo fiarme de un médico que en realidad no lo es? —preguntó en voz baja Mercurio a la vez que Isacco le curaba la herida.

Isacco sonrió.

—Si hubiese un auténtico cura por aquí le pediría que rezase por tu alma.

—Lo siento —dijo Mercurio.

Isacco cabeceó.

—Gracias, muchacho.

Antes de que hubiese pasado media hora se oyeron sonar las trompetas seguidas de un grito.

—¡En marcha!

Avanzaron lentamente, las ruedas de los carros se hundían en el barro. Esa noche durmieron a escasas millas de Mestre.

Benedetta había obtenido el permiso del capitán Lanzafame para hablar con Zolfo en presencia del soldado a quien este había robado la navaja, que luego se había convertido en su guardián. Pero Zolfo no había dicho una sola palabra. Se había encerrado en un obstinado y rabioso mutismo.

—No lo reconozco —dijo Benedetta a Mercurio mientras se acostaban—. Tengo la impresión de que ya no sé quién es.

Mercurio conocía la rabia. Era como tener un animal feroz en el interior, que se alimentaba de la misma carne que lo albergaba. En ocasiones a él también le costaba dominarla, en otras, la bestia lo vencía.

—Tengo sueño —dijo a Benedetta.

Se giró y le dio la espalda. En la penumbra del carro buscó la cara de Giuditta. Ella parecía estar esperando su mirada, un saludo de buenas noches. Pero su padre también lo miraba, de forma que Mercurio se apresuró a cerrar los ojos. Al poco los abrió de nuevo. Giuditta dormía. O, al menos, eso parecía. Y Mercurio pensó que le gustaría curiosear en sus sueños. Más aún, inmiscuirse en ellos. Entrar en su mente. «¿Por qué piensas esas idioteces?», se dijo volviéndose. Su respiración era breve y experimentaba una agradable sensación de inquietud. «Las mujeres solo traen problemas», se repitió.

Al amanecer volvieron a sonar las trompetas del campamento. Mercurio y Benedetta salieron del carro para ir a desayunar. Mercurio había lanzado una mirada furtiva a Giuditta y esta le había sonreído. A Mercurio le había dado vueltas la cabeza. «Las mujeres solo traen problemas», se dijo una vez más, pese a que cada vez creía menos en ello.

Apenas Mercurio y Benedetta hubieron salido, Giuditta se levantó. Sentía un terrible retortijón en la barriga. Gimió. Isacco se dio cuenta. Giuditta cerró los ojos y apretó los dientes. Después sintió que algo caliente resbalaba por sus piernas. Sin preocuparse por la presencia de Isacco se levantó la falda y vio un arroyuelo de sangre.

—¡Padre! —gritó.

Isacco se dio media vuelta. Cuando vio a su hija con la falda levantada y la sutil raya roja que resbalaba desde la ingle por el muslo izquierdo se volvió de espaldas, azorado.

—¡Giuditta…!

—Padre —dijo Giuditta preocupada—, estoy sangrando…

—¡Claro que sangras! —respondió Isacco alzando demasiado la voz. Luego cayó en la cuenta de que Giuditta no tenía la menor idea de lo que significaba la sangre—. ¿Nunca… quiero decir… nunca has… nunca has sangrado?

—No, padre… —La voz de Giuditta parecía más serena. Había comprendido que se trataba de algo natural, tanto por la reacción de su padre como por cierta sensación interior.

—¡Qué diablos! Pero tu abuela no… —Isacco se agitaba, dándole aún la espalda—. Maldita sea, ¿tu abuela nunca te explicó? ¡Mierda! —Pisoteó con violencia las tablas del suelo.

Giuditta se sobresaltó.

—Disculpa, pequeña… —dijo Isacco volviéndose.

Giuditta aún tenía la falda levantada.

Isacco se volvió de nuevo enseguida.

—¡Bájate la falda! —soltó—. Perdona, niña mía… Escucha, ponte algo… en fin, ponte un paño… ¿Entiendes dónde? Ahí… ahí… —resopló disgustado—. Espérame aquí —le dijo—. Es una cuestión… Oh, al infierno, espérame aquí.

Buscó a Benedetta, hizo un aparte con ella y le preguntó a bocajarro: —¿Has tenido ya la menstruación, muchacha?

Benedetta se ruborizó. Alzó la mano para darle una bofetada.

—¡Cerdo asqueroso!

Isacco enrojeció y abrió desmesuradamente los ojos.

—¡Es por mi hija! —dijo—. Le ha venido la menstruación y… en fin, es una cuestión de mujeres. Explícaselo tú. —Inspiró hondo—. Gracias.

Cuando Benedetta llegó al carro Giuditta se había bajado la falda.

—Tienes la menstruación. Te has convertido en mujer —le explicó Benedetta—. ¿Sabes lo que eso significa?

Giuditta negó con la cabeza.

—Pues que a partir de este momento corres el riesgo de traer al mundo un bastardo —dijo Benedetta. No sentía ninguna simpatía por ella—. Ponte un paño entre los muslos —añadió—. En un par de días dejarás de sangrar. Y volverá a suceder dentro de un mes. ¿Quieres saber algo más?

Giuditta volvió a sacudir la cabeza.

Benedetta se marchó sin añadir nada más.

Cuando se quedó sola Giuditta se dejó caer en el jergón. Se ovilló y se tapó la barriga con la manta. Cerró los ojos. Habían sido unos días intensos. Emocionantes. Pavorosos. Excitantes.

«Soy mujer», se dijo.

Sintió una punzada en la barriga. Tenía el pañuelo en la mano. Metió la mano bajo la falda e hizo presión con él entre las piernas. En ese momento cayó en la cuenta de que era el mismo que había usado para taponar la herida de Mercurio. En ese pañuelo estaba la sangre del joven que la había salvado. Y ahora también la suya.

«Me he convertido en mujer por él», pensó.

Su sangre se había unido y, al hacerlo, se había convertido en la señal de un destino, de una promesa.

«Soy suya».

Después se durmió.

La chica que tocaba el cielo
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