27

—El mal napolitano…

—¡De eso nada! El mal portugués…

—¡Memeces! Los franceses de Carlos VIII lo llevaron a Nápoles con sus putas. Por eso se llama mal francés, sin lugar a dudas.

—Perdonadme, colegas, en cambio, es el mal español, todos sabemos que los marineros de Cristóbal Col…

—¡Basta, idiotas! —dijo el capitán Lanzafame a voz en grito—. ¡No me interesa cómo se llama!

El farmacéutico, el dueño de la farmacia de la Cabeza de Oro, se calló a la vez que alargaba el cuello, ofendido y asombrado. Las comisuras de su boca se doblaron hacia abajo. Las gafitas resbalaron hasta la punta de la nariz. Su joven ayudante se apresuró a inclinarse para cogerlas. Los dos médicos que habían animado la discusión con el farmacéutico arquearon al mismo tiempo una ceja, como si fueran hermanos siameses.

El capitán Lanzafame, despeinado y con barba de varios días, empujó a Isacco hacia delante.

—Dadle al doctor Negroponte lo que pide —dijo—. Y ahorraos el ceremonial.

—Dígame —dijo entonces el farmacéutico a Isacco mirándolo de arriba abajo. Se volvió hacia los otros dos médicos con una sonrisita de través dibujada en sus labios exangües—. No sabe de qué enfermedad se trata pero conoce el remedio. Bien, en ese caso aprenderemos algo nuevo.

—Una mujer está mal. ¿Qué tiene de divertido? —dijo Isacco—. ¿Queréis ayudarme o no?

El capitán Lanzafame clavó su cuchillo en el mostrador.

—Te ayudarán, estoy seguro.

Los cuatro eruditos recularon.

—No sirve de nada, capitán —dijo Isacco sacando el cuchillo de la madera del mostrador y tendiéndoselo a Lanzafame—. Me ayudarán porque son hombres de ciencia y han hecho un juramento. ¿Verdad?

El farmacéutico balanceó la cabeza con afectación, como si esta estuviese pegada de mala manera al cuello. Los dos médicos se metieron los pulgares en los pliegues del corsé, a la altura de las axilas, como si fueran una pareja de bailarines muy compenetrada. La comedia que les dictaba su orgullo preveía que no diesen su brazo a torcer de inmediato. Pero el joven ayudante, menos experto en el arte de negarse, dijo: —¡Por supuesto, señor!— dijo con un entusiasmo estúpido que los otros tres consideraron reprobable. Pero, dado que el guion se había ido ya al traste, asintieron con la cabeza secundando al ayudante.

—Además del nombre… nunca he visto esta enfermedad —dijo Isacco—. Por una parte parece peste, por otra alopecia, por otra sarna…

—No la conoce porque es nueva —dijo uno de los médicos con aire sumamente grave.

—Y, en cierto sentido, tiene razón, colega —dijo el otro—, dado que, si bien es distinta de las enfermedades que acaba de citar, en esencia pertenece a la categoría del ignis persicus que describió Galeno.

—En ese caso, ¿cuáles son las causas? —preguntó Isacco.

—Las causas superiores hay que buscarlas en la conjunción astral de Júpiter y Marte de noviembre del año mil cuatrocientos noventa y cuatro. Y también en la de Saturno y Marte del mes de enero de mil cuatrocientos noventa y seis —afirmó uno de los dos médicos en tanto que el otro asentía con la cabeza con los párpados entreabiertos.

Isacco tuvo que dominar la irritación.

—¿Y las causas… inferiores? —preguntó apretando los dientes.

—Tienen su origen en el descubrimiento de las Américas, ya se sabe —terció el farmacéutico inclinándose ante los dos médicos—. Los indígenas de esos lugares se unieron carnalmente a los monos… por eso se dice que se parecen de forma increíble, dado que ellos mismos no hace mucho que bajaron de los árboles. Esos animales les transmitieron la enfermedad, sobre todo a las mujeres, quienes, a través de sus repugnantes prácticas sexuales se la contagiaron después a los marineros de Colón… —abrió los brazos, desconsolado—, quienes la propagaron después por toda Europa.

—En cualquier caso, Dios se vale de esta enfermedad para castigar a las depravadas naciones cristianas —dijo el joven ayudante del farmacéutico, quien le dirigió un gesto de aprobación.

—¿No hay nada más… inferior? —preguntó Isacco—. ¿O concreto?

—¿Concreto? —El farmacéutico pronunció la palabra con una especie de disgusto, como si fuese una obscenidad.

El capitán Lanzafame se volvió hacia Isacco.

Isacco, dejándose llevar por su temperamento, le arrancó el cuchillo de la mano y lo clavó iracundo en la madera del mostrador.

—¡Maldita sea! —gritó.

El farmacéutico lanzó un estridente chillido de miedo.

—Es una enfermedad contagiosa —se apresuró a decir uno de los dos médicos—. Hay que abstenerse de mantener relaciones sexuales con las mujeres afectadas por ella. Pero la corrupción de los humores internos se debe también a la excesiva exposición a la intemperie del aire y a la humedad.

—Y es epidérmica. Arraiga en las partes vergonzosas del cuerpo con pústulas malignas que luego se propagan a la cabeza y al resto del cuerpo —concluyó el otro médico bajando la cabeza.

El capitán Lanzafame tenía los ojos encendidos por el exceso de vino y por la pena. No lograba seguir los discursos de los médicos. Se volvió hacia Isacco y lo escrutó con aire inquisitivo.

—En pocas palabras, no han entendido nada de la enfermedad —dijo Isacco.

Ninguno de los presentes reaccionó por miedo.

—¿Y cómo lo curan? —preguntó Isacco.

—¡Contestad! —los intimó el capitán.

—Dieta —dijo el primer médico.

—Una sangría… —dijo el otro.

—Y una purga —concluyó Isacco desconsolado.

—Exactamente —corroboraron al unísono los dos médicos.

—Y la triaca que preparo yo —añadió orgulloso el farmacéutico.

Isacco miró a Lanzafame.

—Dieta, sangría y purga. —Exhaló un suspiro—. Para el mal de corazón y las hemorroides, para el cáncer y los callos… para cualquier cosa dieta, sangría y purga.

—Y triaca elaborada en esta farmacia —reiteró el farmacéutico.

—¡Cállate, imbécil! —gruñó Lanzafame. A continuación se volvió hacia Isacco—. ¿Entonces?

Isacco sacudía la cabeza. Durante ese primer y penoso día, en más de una ocasión había pensado confesarles que no era un verdadero médico. Por respeto, porque sentía que se lo debía. Pero no lo había hecho. Y la razón era que, a fin de cuentas, sabía lo mismo que los cuatro hombres que estaban presentes en la farmacia de la Cabeza de Oro. Estaba dispuesto a hacer todo lo que le sugerían con tal de salvar a la mujer que gemía y se quejaba en la cama del capitán Lanzafame. Pero ellos tampoco sabían cómo curarla. Esa era la realidad.

—Deme un ungüento de milenrama y cola de caballo —pidió Isacco al farmacéutico recordando, más que los remedios paternos, los de las viejas de la isla de Negroponte, que los cristianos quemaban tras acusarlas de brujería—. Y garra del diablo, raíz de bardana, incienso y caléndula. En tintura madre.

—¿Y nada de triaca? —preguntó el farmacéutico, escandalizado.

—Métetela en el culo —refunfuñó Isacco—. Date prisa.

El farmacéutico miró a los dos médicos.

—¡Date prisa! —le gritó Lanzafame.

En menos de media hora Isacco y Lanzafame salían de la farmacia.

—He oído decir que el fraile que se la tiene jurada a los judíos ha desembarcado en Venecia —dijo Lanzafame mientras regresaban.

—¿Ah, sí? —contestó Isacco.

—Ha empezado a predicar de nuevo sus tonterías —prosiguió Lanzafame—. Por ahora nadie lo escucha… pero también Venecia, como cualquier otro sitio, está llena de idiotas.

—Ya…

—Y en estos tiempos se dicen muchas cosas de los judíos.

—Ya…

—Vete a la mierda, doctor. Tú y tus ya.

—Gracias, capitán.

—No hay de qué.

Caminaron en silencio, apretando el paso, hasta llegar a la buhardilla.

La criada muda los esperaba agitada. Había preparado el caldo de gallina con canela y clavos de olor, tal y como le había ordenado Isacco. Pero la enferma se había negado a comer, les explicó gesticulando. El capitán Lanzafame se volvió angustiado hacia Isacco.

—Capitán… —dijo Isacco.

—Manos a la obra, doctor —lo interrumpió de inmediato el militar. Después se volvió hacia la criada—. Tráeme la malvasía y ve a comprar un poco más. Esta noche no salgo.

—Quizá no deberías beber tanto… —dijo Isacco.

—Yo no soy el paciente —contestó con dureza Lanzafame—. Concéntrate en quien debes hacerlo.

Isacco fue a la habitación de la enferma. Podía intuir su belleza, desfigurada por la enfermedad. La mujer le dirigió una mirada ausente, extraviada por el sufrimiento. Le dolían los huesos, las articulaciones, tenía fiebre y de vez en cuando perdía el conocimiento. Isacco examinó las llagas. Era como si unos ratones le hubieran mordisqueado la carne. Le palpó otros dos abscesos que se le habían formado. Uno en la cara, que le deformaba el pómulo, y otro en el cuello. Eran duros al tacto. El capitán Lanzafame le había dicho que las dos llagas habían iniciado también con unos abscesos.

—Tengo que examinarla… con permiso… entre… entre los… —balbuceó Isacco apurado.

—¿Entre los muslos? —preguntó sonriendo la mujer, que hablaba con una voz débil, pero sarcástica—. ¿Y eso te avergüenza, doctor?

—No, señora… pensaba que…

La mujer se rio. Su risa delataba cansancio, un cansancio que Isacco no atribuyó a la enfermedad sino a algo más antiguo. A la vida, se habría aventurado a decir.

—Uno más, uno menos —dijo la mujer.

—¿Qué quiere decir, señora?

—Mírala entre las piernas sin tantas ceremonias. —La voz del capitán retumbó a su espalda—. Es una puta, ¿aún no lo has comprendido?

Isacco se quedó quieto.

Haciendo acopio de las pocas energías que le quedaban, la mujer apartó las sábanas, se levantó la falda y abrió las piernas mirando fijamente al capitán.

—Vamos, mira, doctor… toca, hurga, haz lo que quieras. ¿Verdad, señor capitán?

Lanzafame no contestó. Se dio media vuelta y salió de la habitación.

Isacco notó una úlcera en las partes vergonzosas, tal y como las había llamado uno de los médicos. Pero parecía que estaba cerrándose.

—¿Qué se ha puesto? —preguntó a la mujer.

—No lo que solía meter ahí, desde luego —contestó ella, socarrona.

Isacco no comentó la ocurrencia. Sabía que la mujer tenía miedo, y que sufría. La miró con aire grave.

—Nada —dijo entonces la mujer.

Isacco limpió las llagas con un paño de lino y les aplicó el ungüento de milenrama y cola de caballo, que servía para detener la hemorragia que le había provocado la limpieza. A continuación le puso una compresa de raíz de bardana y caléndula para que cicatrizase.

El capitán había vuelto a aparecer en el umbral.

Isacco se levantó y se acercó a él.

—Debo hablar con usted, capitán… —dijo de un tirón en voz baja—. No soy médico… Mi padre sí que lo era y yo solo…

El capitán Lanzafame lo cogió por el cuello del sobretodo y lo miró con sus ojos claros y ardientes.

—Eres un médico —dijo al final quedamente, con voz firme, pronunciando con claridad cada palabra—. Te he visto cortar y coser a mis hombres. Y te he visto pensar que todas esas cosas de la astrología son puras memeces. Por eso, en mi opinión, eres un verdadero médico. —Tiró de él—. Pero que ella no te oiga o te juro que te partiré la cara.

Isacco se sintió débil y fuerte a la vez en las manos de ese hombre. Y se maravilló de lo que le había confesado, porque ningún estafador desvelaba sus engaños, al igual que ningún ilusionista estaría dispuesto a explicar sus trucos. Pero algo estaba cambiando en él desde que su mujer, H’ava, por boca de Giuditta, le había mostrado la nueva vida. Su nuevo destino.

—Con todo, deja que sea yo el que use el cuchillo en ciertas situaciones —añadió risueño el capitán—. Un médico debe tener el don de la paciencia y la tolerancia. Deja la irascibilidad al guerrero. —Apoyó una mano en un hombro de Isacco y lo miró con respeto y admiración, antes de hacerlo con dureza—. Y, sobre todo, no me vuelvas a quitar el cuchillo de la mano.

Isacco ordenó a la criada que le llevase el caldo y echó en la taza caliente incienso y garra de diablo para combatir la fiebre.

La mujer se negó a beberlo.

Al verla, el capitán arrancó de malas maneras la taza de la mano de Isacco, cogió una cuchara sucia, la limpió en su camisa y se sentó en la cama. Agitó la cuchara en dirección a la mujer y le dijo con voz sombría: —O te tragas este caldo o te ahogo y recupero mi cama, puta cabezota y caprichosa.

La mirada de la mujer se iluminó por un instante de alegría.

El capitán le acercó la cuchara a la boca. La mujer apretó los labios. Lanzafame metió la cuchara en la taza e hizo amago de darle una bofetada. La mujer lo miró desafiante y apretó aún más los labios. El capitán la abofeteó.

—Capitán… —dijo Isacco.

—No te entrometas —lo atajó Lanzafame sin mirarlo siquiera—. Este es un asunto entre un soldado y una fulana. —Acercó la cuchara a la boca de la mujer.

Ella bebió el caldo y luego lo escupió.

El capitán la agarró por el cuello.

—De algo hay que morir —dijo—. No creo que cambie mucho si la causa es la enfermedad o que yo te mate.

La mujer lo escrutaba en silencio.

El capitán le soltó el cuello e hizo ademán de darle una nueva bofetada. Pero se contuvo.

La mujer no cerró los ojos ni se volvió para esquivar el golpe.

La mano del capitán se detuvo a un dedo de la mejilla de ella. Después la rozó bruscamente, como si la estuviese acariciando.

—Come —dijo. Le tendió al cuchara llena de caldo y medicina.

La mujer tragó.

—Está asqueroso —dijo.

El capitán probó el caldo.

—Sí, la verdad es que está asqueroso. —Volvió a acercarle la cuchara llena.

La mujer le quitó la taza de la mano y la apuró de un solo sorbo.

—Eres tan lento como un caracol —afirmó.

Se miraron. Luego el capitán se puso de pie y se aproximó a Isacco.

—Ve con tu hija —le dijo.

—No es necesario. Está con Donnola. Buscan una casa.

—Tampoco es necesario que estés aquí —replicó Lanzafame.

—Quiero hablar con todos los médicos que pueda —dijo Isacco—. No estoy curando la enfermedad, solo sus síntomas.

Lanzafame asintió con la cabeza sin decir palabra.

—Eres un buen médico —afirmó.

—No soy médico.

—Eres un buen médico. —Lanzafame se dio media vuelta y regresó al lado de la mujer. Acercó una silla a la cama y se sentó.

Isacco se volvió para mirarlos desde la puerta.

La mujer había tendido una mano hacia Lanzafame.

—Duerme —le dijo el capitán sin cogérsela.

La mujer alargó un poco más la mano, débilmente.

El capitán exhaló un suspiro.

—Eres una puta aburrida —afirmó.

—Sí, capitán.

Lanzafame le cogió la mano con brusquedad.

—Ahora duerme un poco, Marianna.

La mujer cerró los ojos.

—Sí, Andrea —dijo.

Isacco se volvió con intención de salir. La criada lo miraba fijamente.

—Hasta luego —dijo él tratando de pasar por su lado.

Pero la mujer se interpuso en su camino. Se sacó del bolsillo una tosca imagen de una Virgen con un niño, tallada en un trozo de madera. La besó, la tocó con la yema del pulgar de la mano derecha y a continuación hizo con ella una rápida señal de la cruz en la frente de Isacco.

—Soy judío —dijo Isacco.

La criada se encogió de hombros para darle a entender que le daba igual, y emitió un sonido gutural: —E gio i eeiaa…

—¡Deja ya de dar el coñazo, muda de mierda! —gritó Lanzafame. Se produjo un breve silencio, después del cual el capitán añadió suspirando—: Ha dicho: «Que dios te bendiga, doctor».

La vieja criada sonrió como una niña mellada.

La chica que tocaba el cielo
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