32
—¿Qué proyecto podría tener yo? —preguntó Mercurio al despertarse por la mañana, en cuanto abrió los ojos y vio a Anna trajinando alrededor del fuego—. ¿Podría ser encontrar una joven?
—No. Eso es un programa —lo corrigió Anna del Mercato. Su expresión ya no era la de la noche anterior, pese a que había dormido poco y había salido al amanecer, con el frío, para ir a una granja vecina a pedir a crédito un cubo de leche recién ordeñada y unas galletas de uva pasa. En ese momento estaba echando un poco de leche en un cacito que se sostenía sobre la llama gracias a un ingenioso sistema de barras.
—Deja, yo lo haré —dijo Mercurio levantándose de golpe—. Siéntate y descansa.
Anna se volvió con una expresión furibunda en la cara.
—¿Cómo te permites, muchachito? ¿Crees que puedes cuidar de mí? Podría ser tu madre, presuntuoso, ¿y tú pretendes hacer de padre conmigo?
Mercurio se detuvo desconcertado. Pero después comprendió que Anna no estaba tan furibunda como fingía.
—Mírate las manos —prosiguió Anna en el mismo tono—. Están sucias. Ve a lavártelas si quieres comer. Y no vuelvas a pedir leña y comida a los vecinos. ¿Quieres que me consideren una pordiosera? Si supieras cómo me han mirado esta mañana…
—Solo pretendía ayudar…
—Querías ayudar y, en cambio, solo haces daño. Ve a lavarte. También la cara.
Mercurio salió de la casa. El agua estaba gélida, pero se sintió feliz de obedecer a Anna. Volvió a entrar con una sonrisa estúpida dibujada en la cara. Le enseñó las manos.
—Así está mejor —dijo Anna en su habitual tono de voz—. Siéntate, la leche está caliente. —Llenó un cuenco con un cucharón y puso las galletas en la mesa.
—Entonces, ¿qué es un proyecto? —preguntó Mercurio con la boca llena.
Anna del Mercato sacudió la cabeza.
—Siempre haces preguntas difíciles.
—Perdona —dijo Mercurio—. Nunca he tenido nadie a quién preguntar. No sé cómo se hace.
Anna se volvió de golpe, dándole la espalda, y se mordió los labios. El muchacho la conmovía. Abrió desmesuradamente los ojos para enjugar las lágrimas que le humedecían los ojos.
—Un proyecto es algo que te llena la vida —le explicó volviéndose de nuevo y sentándose a la mesa. Mientras hablaba su mano seguía acariciando el collar que llevaba colgado al cuello—. Un proyecto dice quién eres.
—Pero ¿a quién se lo dice? —Mercurio experimentaba una nueva sensación, reconfortante, que nunca se había permitido sentir hasta entonces. Anna decía que sus preguntas eran difíciles. Pero él sentía que también podía hacer preguntas estúpidas.
—A ti, sobre todo. Y a los que quieres y que, por tanto, respetas.
Mercurio se metió dos galletas en la boca, una detrás de otra, luego bebió un sorbo de leche para reblandecerlas.
—Yo hago preguntas difíciles, pero tú usas palabras difíciles. No sé lo que significa querer. Esto es… no sé si puedo querer a alguien de verdad. Y no sé si puedo respetarlo.
—Eres un mentiroso, muchacho —dijo Anna esbozando la sonrisa que lo caldeaba más que el fuego de la chimenea—. ¿Crees que no quieres a Giuditta?
Mercurio se atragantó con los restos de galleta que aún le quedaban en la boca. Tosió y escupió una papilla blanca en la mesa.
—Disculpa —se apresuró a decir pasando preocupado la manga de la chaqueta por la superficie para limpiarla—. ¿Cómo sabes su nombre? —dijo enrojeciendo.
Anna del Mercato se rio. Al ver que el joven tenía las mejillas y las orejas moradas le entraron ganas de echarse a reír. Pero no quería hacerlo sufrir.
—Lo dijiste ayer por la noche.
—Ah… —Mercurio miró la taza.
—¿De verdad piensas que no sabes querer después de lo que has hecho por mí?
—Bueno… necesitaba un sitio para dormir y hacía un frío del demonio.
Anna del Mercato asintió con la cabeza.
—Sí, lo sé.
Mercurio removió el contenido de la taza con la cuchara de madera.
—¿Quieres más?
Mercurio permaneció con la cabeza inclinada. Resopló. Golpeó el borde de la taza con la cucharita.
—¿Qué debo hacer, Anna? —preguntó al final.
—Por el momento buscar a esa muchacha. ¿A qué estás esperando? Supongo que no pretenderás que lo haga por ti.
Mercurio alzó la mirada y sonrió.
—Piensa en quién eres. En quién quieres ser. Por ti, sobre todo.
—¿Qué quieres decir?
—No me pareces estúpido, muchacho.
—¿Quién soy?
Anna cogió una mano del joven entre las suyas.
—Yo no puedo saberlo por ti.
—Pero ¿qué debo hacer para comprender lo que quiero ser?
Anna sonrió con dulzura.
—Es distinto para cada persona. La manera no tiene importancia.
Mercurio se limpió la boca.
—Yo quiero ser respetable.
Anna del Mercato soltó una carcajada.
—De verdad —dijo Mercurio.
—Pero tú eres respetable, muchacho.
—No. Soy un estafador. —Mercurio la miró fijamente a los ojos.
Anna siguió sonriéndole.
—Te digo que soy un estafador.
—Los estafadores no recuperan los collares de las viudas desconocidas.
—¿Y eso, qué tiene que ver?
—Ni las salvan cuando se abandonan a la muerte…
—Tú no estabas…
—¡Cállate! —Anna lo apuntó con un dedo con aire grave—. ¿Has entendido lo que te he dicho?
Mercurio se encogió de hombros.
—Eres especial, muchacho —afirmó Anna del Mercato.
Mercurio volvió a ruborizarse.
—Nadie me lo había dicho hasta ahora —masculló.
—¿Y por esa razón crees que no lo eres?
—Nadie me lo ha dicho hasta ahora —repitió Mercurio.
—Bueno, ahora te lo he dicho yo.
Mercurio callaba y seguía golpeando la taza con la cucharita.
—Ya te lo he dicho. Ve a buscar a tu chica.
—Seré especial para ella —exclamó con énfasis Mercurio.
—Sé especial para ti mismo y serás especial para ella —dijo Anna—. Las cosas solo funcionan así. Porque si tratas de ser especial para ella, acabarás traicionando tanto a ella como a ti. Nunca sabrás quién eres de verdad y le darás algo falso.
—¿Por qué es tan difícil?
—No es en absoluto difícil —contestó Anna.
—A mi me parece que sí.
—Si sientes que es difícil es porque estás usando la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—¿Fue difícil enamorarse de Giuditta?
—¿Y eso qué tiene que ver?
—¿Fue difícil?
—No, pero…
—¿Qué es lo que dificulta las cosas? Los «peros», por ejemplo. ¿Qué más te dan esos «peros»? Son simples zancadillas, y te las estás poniendo tú solo. Ahora contesta: ¿fue fácil enamorarse de Giuditta?
—Sí.
—Sí —repitió Anna—. La vida es sencilla. Cuando se complica demasiado es porque nos estamos equivocando en algo. No lo olvides. Si la vida se complica es porque la complicamos nosotros. La felicidad y el dolor, la desesperación y el amor, son sencillos. Fáciles. No presentan ninguna dificultad. ¿Lo recordarás?
Mercurio asintió con la cabeza.
—Tú eres especial y…
—¡Quiero ser rico! Ahora sé lo que quiero.
Anna frunció el ceño.
—¿Eso es lo que has comprendido? Si fuese tu madre te daría un sopapo ahora mismo.
Mercurio vio que Anna se había puesto seria. Lamentó haberlo dicho. Pero, al mismo tiempo, comprendió que estaba a punto de ganar algo extraordinario.
—No me interesa. Yo quiero ser rico —dijo con arrogancia desafiándola a la vez que se ponía de pie.
Anna reaccionó instintivamente. Se levantó, se inclinó sobre la mesa y le dio un bofetón.
—No quiero oírte decir de nuevo una estupidez como esa. Enriquecerse no significa nada. Tienes que desear algo que alimente tu corazón. O morirás por dentro.
Mercurio pensó que, con toda probabilidad, Anna tenía razón. Sentía arder la mejilla debido a la primera bofetada que había recibido como hijo, y se alegraba.
—¿Soy especial para ti? —le preguntó.
—Ven aquí, muchacho —dijo Anna con la voz quebrada por la emoción. Esperó a que Mercurio diese la vuelta a la mesa y luego lo abrazó estrechamente. Al cabo de un rato lo apartó con brusquedad—. Eres una lata, ¿sabes? Tengo un montón de cosas que hacer. Debo ocuparme del fuego, limpiar la casa y organizar tu dormitorio… Supongo que no querrás dormir en el suelo como un salvaje. Además tengo que cocinar una cena como se debe para ti y para ello debo ir al mercado. Como verás, no me queda mucho tiempo para filosofías. —Apartó a Mercurio—. Desaparece. Vete. Vamos, vete.
Mientras se dirigía hacia el muelle del pescado de Mestre, Mercurio silbaba alegremente y de vez en cuando se pasaba la mano por la mejilla en la que Anna lo había abofeteado. Cuando llegó al embarcadero buscó un barco llamado Zitella. Apenas lo encontró dio una patada a la quilla para llamar la atención del pescador.
—¡Eh, vaya unas maneras! —dijo el pescador volviéndose. De repente, palideció.
—Bien —dijo Mercurio—, eso significa que me has reconocido, ¿verdad?
El pescador tragó saliva y asintió con la cabeza.
—Y te has enterado de que ahora soy un hombre de Scarabello y que, por tanto, no puedes venderme a Zarlino. —Mercurio se metió los pulgares en el fajín y escupió al agua.
El pescador asintió de nuevo.
Mercurio entró de un salto en el barco.
—Siendo así, llévame a Rialto.
El pescador asintió por tercera vez.
—Déjame que acabe de cargar y…
—No. Ahora —dijo Mercurio.
El pescador se curvó y se sentó en las chumaceras.
Mercurio soltó las amarras. Empujó el barco haciendo palanca en el muelle. El pescador giró la embarcación y apuntó la proa hacia Venecia.
—Tengo un programa y, mientras tanto, pienso en mi proyecto —susurró Mercurio para sus adentros esbozando una sonrisa. Acto seguido, se volvió hacia el pescador—. ¿Sabes cuál es la diferencia entre un programa y un proyecto, patán?
—No, señor —respondió el pescador.
—¿Tu madre no te lo enseñó? —Mercurio soltó una carcajada, estaba exultante.