39

Giuditta se levantó de la mesa a la que estaba sentada desde hacía más de cuatro horas cosiendo con la cabeza gacha. Le dolían los dedos y la yema del índice izquierdo estaba roja e inflamada, debido a los continuos pinchazos. En el suelo y sobre la mesa había una decena de gorros amarillos, de formas diferentes, cosidos con telas de tramas distintas y de varias tonalidades de amarillo. Echó un vistazo al dormitorio de su padre. Isacco llevaba varios días tumbado en la cama con la cabeza entre las manos. La muerte de Marianna, la mujer de Lanzafame, lo había dejado desconsolado. Giuditta había asistido a su derrumbamiento sin saber qué hacer ni cómo ayudarlo. Vio una botella de vino a los pies de la cama. Entró en la habitación procurando no hacer ruido y cogió la botella.

—Déjala ahí —dijo Isacco con voz ronca, sin volverse.

—Te hace daño, padre…

—¡Déjala ahí!

Giuditta se sobresaltó. No estaba acostumbrada a que su padre hablase en ese tono.

Le entraron ganas de llorar, pero se contuvo. Dejó la botella en el piso solado.

—Estás haciendo lo mismo que el capitán…

Isacco se volvió de golpe, haciendo rechinar los dientes, con las aletas de la nariz dilatadas.

—Pero ¿es que uno no puede estar en paz en esta casa?

Giuditta reculó asustada.

Isacco se inclinó hacia la botella, la cogió y la agitó en el aire.

—¿Es por culpa de esta que no me dejáis en paz?

Giuditta retrocedió hacia la puerta.

—¿Es por esta? —gritó de nuevo Isacco lanzando la botella contra la pared. La botella se hizo añicos y manchó de rojo la pared y el suelo de baldosas—. ¡Ya está! ¡Problema resuelto! —Isacco apuntó un dedo hacia Giuditta—. Y no se te ocurra recoger los trozos y limpiar. ¡Fuera! —A continuación se volvió a echar en la cama y se sujetó la cabeza entre las manos.

Giuditta salió de la habitación atemorizada. Cerró la puerta y se detuvo junto al ventanuco que daba al campo del Gheto Nuovo. Se mordió los labios para no llorar.

—Te pido ayuda, Hashem —murmuró—. Si pierdo a mi padre… —contuvo un sollozo—, me quedaré sola.

Sintió que el miedo y la desesperación la vencían. Se volvió a mirar la miserable casa en que vivían. Los techos eran tan bajos que uno debía encogerse para caminar, las habitaciones eran pequeñas, los suelos solados, podridos y chirriantes, y las ventanas tan pequeñas que era imposible airear la casa, incluso abriéndolas. Dos habitaciones para hacerlo todo, desde dormir hasta comer. Unas casas míseras en las que los judíos estaban obligados a vivir amontonados en una humillante promiscuidad a cambio de un alquiler mucho más alto que el que en su día pagaban los cristianos.

Por el ventanuco, Giuditta veía a unos niños jugando en el campo. A cierta distancia divisaba uno de los dos portones que se cerraban por la noche con un ruido sordo de madera y un raspado de cadenas que estremecía el alma.

Miró los muros de ladrillos rojos inconexos que se habían construido a toda prisa alrededor de la zona para encerrarlos como animales enjaulados. Pensó en la familia que vivía al lado de ellos, cuyo piso daba al canal, en lugar de al campo. Obedeciendo al bando, la ventana que daba al mundo libre había sido tapiada, de manera que, cada vez que se reunía a la mesa, la familia de cinco personas tenía delante la pared de ladrillos y argamasa que cerraba la ventana. Emparedados vivos, pensaba Giuditta.

«¡Te sacaré de ahí!», había gritado Mercurio la primera noche que los habían encerrado allí dentro.

Giuditta aún podía oír su voz. Todos los días miraba hacia el puente con la esperanza de verlo aparecer. Lo esperaba. Pero Mercurio no había vuelto a dar señales de vida, ni siquiera en los momentos en que era posible, cuando los portones estaban abiertos. Cuando Giuditta pensaba en ello sentía una rabia oscura en la que se entremezclaban el rencor y la humillación. Seguro que estaba pensando en su Benedetta, se decía. Seguro que los dos se reían de ella y de su ingenuidad.

«Eres tonta», pensó, enojada.

Pese a ello, su mano cogió el trozo de lino que llevaba siempre consigo. La tela en que, la primera vez que se habían visto, se había mezclado la sangre de los dos. Era su «contrato», tal y como lo llamaba Giuditta, y había sido redactado por el destino.

«Eres una pobre tonta», repitió con más rabia aún.

Llamaron a la puerta.

Los golpes arrancaron a Giuditta de sus pensamientos sobresaltándola.

—¿Quién es? —preguntó.

—Yo, ¿quién quieres que sea?

Giuditta se dirigió hacia la puerta, la abrió y se arrojó a los brazos de Donnola, que visitaba a diario a Isacco.

—Eh, calma… ¿A qué vienen todas esas confianzas? —bromeó Donnola, embarazado por la demostración de afecto.

—Está borracho —explicó Giuditta echándose a llorar.

Donnola se inquietó, sin saber qué decir.

—Está mal y no sé qué hacer… —sollozó la joven—. No sé cómo ayudarlo…

Donnola la apartó mirándola gravemente a la vez que la sujetaba por los hombros.

—Ahora me va a oír —dijo.

Giuditta miró al suelo.

Donnola se dirigió a la puerta del dormitorio de Isacco y la abrió bruscamente.

—¡Levántese, doctor! —dijo impostando la voz—. ¿Qué cosas me cuenta su hija?

—¡Vete a hacer puñetas, Donnola!

Se oyó un ruido violento, como si alguien hubiese lanzado algo. Era un gemido. Donnola salió de la habitación restregándose una pierna.

—Tiene que calmarse —dijo a Giuditta en voz baja.

—¡Cierra la puerta! —gritó Isacco.

Donnola se apresuró a obedecer sonriendo forzadamente a Giuditta.

—Voy a dar un paseo —dijo la joven.

—Me parece una idea magnífica —afirmó Donnola—. ¡Es una idea magnífica!

Giuditta abrió la puerta de casa. Se volvió hacia Donnola con una expresión de temor en la cara.

—Vamos, ve a divertirte un poco —la animó Donnola con falso entusiasmo, tan asustado como ella por la situación.

Giuditta cruzó el umbral y bajó la escalera angosta y oscura que olía a moho. El pequeño portón del edificio estaba abierto. Salió directamente al breve porticado del campo, entre dos casas de empeño.

Al otro lado del portón del Ghetto Nuovo se oyó la voz ya familiar del fraile que en esos días se obstinaba en predicar el odio a los judíos. Era el mismo fraile que su padre y ella habían visto en la fonda, cerca de Adria, nada más desembarcar. Daba la impresión de que los seguía. O de que era portavoz del mundo.

—¡El Señor me ha hablado! —gritaba el hermano Amadeo—. Escucha, Venecia. ¡Ahora que los has encerrado, vigílalos! ¡Son nuestra ruina! ¡Son el cáncer! ¡Son los magos y las brujas del demonio!

Giuditta inclinó la cabeza tratando de no escuchar la desagradable voz. Respiró profundamente el aire húmedo del día. El olor dulzón y a podrido de la laguna lo envolvía todo, sobre todo cuando no había viento y el aire estaba tan cargado como ese día. Una neblina ligera, acuosa, se depositaba en el suelo mojando la tierra del campo. Giuditta se levantó la falda y lo cruzó procurando evitar los charcos de barro, en dirección a la tienda de telas usadas donde quería comprar unos retales.

—No es el mismo gorro de ayer, ¿verdad? —le dijo Ariel Bar Zadok, el hombre que administraba el establecimiento.

Giuditta negó con la cabeza y se puso a rebuscar con la cabeza inclinada entre los retales.

—Es precioso —dijo una clienta—. ¿Dónde lo has comprado?

—Lo he hecho yo —respondió con timidez Giuditta sin alzar la mirada.

—¿Tú? —exclamó la mujer maravillada.

Giuditta se encogió de hombros y salió de la tienda a toda prisa. Pero apenas había dado unos pasos en dirección a Cannaregio la mujer le dio alcance.

—Espera, ¿adónde vas? —preguntó poniéndose a su lado.

—Tengo que hacer unos recados, perdone —contestó Giuditta.

—¿En el mercado?

—Sí, exacto.

—Ah, bueno. Yo también. —La mujer esbozó una sonrisa, la cogió del brazo y juntas se encaminaron hacia el mercado de la verdura que estaba justo después de los soportales del campo del Ghetto Vecchio, al otro lado del segundo portón que se cerraba por la noche.

—¡Venecia, escucha! —gritaba desde allí el hermano Amadeo—. ¡Arrepiéntete de tus pecados! ¡Expulsa al judío inmundo!

—¡Ese fraile…! —exclamó la mujer. Su voz revelaba rabia y miedo a la vez.

Giuditta quería estar sola, pero no sabía cómo zafarse de ella.

—Me llamo Ottavia… —dijo esta sacudiendo la cabeza como si quisiese librarse del peso de la voz del fraile—. Lo sé, lo sé, no es un nombre judío, pero mi padre tenía pasión por los antiguos romanos… ¿Sabes quién era Ottavia?

Giuditta negó tímidamente con la cabeza.

—¡La esposa niña de Nerón! —exclamó—. Piensa en la estupidez que cometió el loco de mi padre, a quien Dios tenga en su gloria. —Apretó el brazo de Giuditta—. ¡Salta! —dijo delante de un charco negro, y ella misma dio un brinco riéndose.

Giuditta la imitó sonriendo.

—Basta un salto, ¿verdad? —preguntó Ottavia.

—¿Qué?

—Basta hacer una tontería que nos relaje y todo parece distinto… más liviano. —Ottavia le guiñó un ojo.

Giuditta volvió a sonreír.

—Pero, bueno, si no me equivoco eres la hija del médico que… que es amigo de nuestro guardián.

—El capitán Lanzafame —concluyó Giuditta.

—¿Cómo te llamas?

—Giuditta.

—¿Qué más?

—Di Negroponte.

—¡Ah, por eso sois tan diferentes de nosotros! —exclamó Ottavia—. Casi todos procedemos del centro de Europa. Somos alemanes, en pocas palabras. ¿Se nos nota al hablar?

Giuditta sonrió.

—Un poquito.

—¿Te da risa?

—No…

—Vamos, que no me ofendo.

—Un poquito sí…

Ottavia se rio de buena gana. Pero luego su mirada se entristeció.

—Echo de menos nuestra manera de hablar. Aquí todos piensan que Alemania es fría, en cambio, es un lugar lleno de fuerza y energía… —Miró a Giuditta exhalando un suspiro—. Las mujeres siguen a sus maridos, querida. Si hubiese podido elegir me habría quedado allí, pero mi marido quería ser prestamista y aquí estamos. Se ha asociado con Anselmo del Banco. —Se encogió de hombros—. No entiendo qué gusto les da prestar dinero. Nosotros éramos impresores, ¿sabes? En Maguncia. Los mejores impresores de Europa están allí. Pero aquí, en Venecia, no nos dejan dedicarnos a la imprenta… porque somos judíos. El ser humano puede ser realmente estúpido. Los venecianos podrían aprender gratis todos los trucos y las tecnologías más avanzadas, pero, es una cuestión de raza… —Ottavia resopló—. El ser humano es estúpido, punto y basta. Que conste que no lo digo solo por los cristianos, no, ciertos judíos tienen también la cabeza llena de serrín… En fin… Soy una cotorra, ¿verdad? —dijo riéndose.

Giuditta la secundó.

—Pero, bueno, hablemos de cosas serias —dijo Ottavia—. Cuéntame lo de ese gorro. Es precioso. Pongo a Hashem por testigo: jamás habría imaginado que diría algo así de esa porquería que nos obligan a llevar en la cabeza.

—¿Qué debo contestar? —preguntó Giuditta enrojeciendo.

—Niña mía, enrojece si eres culpable, no merecedora de algo —dijo Ottavia—. El ropavejero dijo que cada día llevas un gorro distinto. ¿Qué quiere decir eso? ¿Que tienes más de uno?

—Giuditta asintió con la cabeza.

—Desde luego, a ti hay que tirarte de la lengua. —Ottavia suspiró—. ¿Puedo ver uno de tus gorros? Quizá te compre uno.

—¿Comprarlo? —preguntó Giuditta, sorprendida.

—Y qué quieres hacer, ¿regalármelo? —bromeó Ottavia.

—De hecho, eso era lo que estaba pensando…

Ottavia soltó una carcajada.

—¿Seguro que eres judía? —prosiguió riéndose—. Bromeo, cariño. Me gusta bromear sobre nosotros como esos estúpidos cristianos. Así me acostumbro a sus tonterías y estas me hacen menos daño.

—Venga, Ottavia —dijo de repente Giuditta cogiéndola del brazo y obligándola a retroceder en dirección a los pórticos del campo del Ghetto Nuovo. Cuando llegaron le dijo—: Espéreme aquí, bajo enseguida. —Subió corriendo la escalera y entró en casa.

Encontró a Isacco y a Donnola sentados en dos sillas, uno frente a otro, en silencio y con la cabeza gacha. Isacco alzó la mirada y la escrutó durante unos segundos, después la bajó de nuevo sin decir una palabra. Eructó quedamente.

Giuditta cogió todos los gorros que había cosido en sus horas solitarias y bajó a toda prisa la escalera, feliz de salir otra vez de la casa.

—Elija uno —dijo a Ottavia.

—Oye, niña, no me hables de usted, que me haces sentir vieja.

—De acuerdo —dijo Giuditta, radiante, tendiéndole los gorros—. Elige el que más te guste.

Ottavia los cogió y los miró a toda prisa, uno a uno.

—Tienes mucho talento, niña —dijo. A continuación sonrió con malicia—. Ven —le dijo encaminándose al centro del campo, donde las mujeres estaban sentadas en círculo.

La mayor parte de ellas chismorreaban a la vez que remendaban o limpiaban la verdura y vigilaban a sus hijos, que jugaban a su lado. Con todo, más de una alzaba de cuando en cuando los ojos para mirar los muelles de los Ormesini, donde el hermano Amadeo seguía gritando su odio contra la raza judía.

—Buenos días, Rachele —dijo Ottavia acercándose a ellas—. Buenos días a todas.

Las mujeres miraron con suspicacia a Giuditta.

Ottavia hizo como si nada. Se sentó en una silla que estaba libre, ordenó a Giuditta con un ademán que se aproximase y se puso a examinar los gorros con parsimonia.

—¿Cómo has dicho que se llama este modelo? —preguntó a la joven agitando uno en el aire.

Desprevenida, Giuditta abrió la boca y emitió tan solo un largo sonido que no tenía el menor sentido.

—Creo que dijiste Maguncia —continuó Ottavia—. Modelo Maguncia. —Asintió ufana con la cabeza—. Muy apropiado, de verdad. —Se caló un gorro en la cabeza—. ¿Me favorece, Rachele? —preguntó a una de las mujeres.

—Es un gorro amarillo —dijo Rachele encogiéndose de hombros como si le diese igual, pero su tono era vacilante y no apartaba los ojos de la prenda.

—Sí, tienes razón —asintió Ottavia quitándose el gorro y girándolo en la mano—. Pero estos adornos, la combinación de las diferentes tramas, las distintas tonalidades de amarillo… —Se interrumpió y se encogió de hombros—. Ah, menuda tontería he estado a punto de decir. —Tendió el gorro a Giuditta—. Ten.

—¿Qué ibas a decir? —preguntó una de las mujeres.

—Una tontería —reiteró Ottavia.

—Dices muchas, así que una más o una menos… Vamos, di…

—Lo encuentro tan bonito que casi no me parece un gorro judío. Lo que iba a decir es que una cristiana se lo compraría. —Se encogió de hombros otra vez—. Imagina lo estúpida que puedo ser a veces. —Se volvió hacia Giuditta—. Enséñame otro, anda.

—Ese enséñamelo a mí también, chica —dijo una de las mujeres refiriéndose al gorro que se acababa de probar Ottavia.

Giuditta se lo alargó, no sin cierta reluctancia y timidez.

La mujer lo cogió seguida de la mirada de sus amigas, que lamentaban ya no haberlo pedido en primer lugar.

—¡Este sí que es de verdad especial! —exclamó Ottavia sujetando en la mano el nuevo gorro.

—Modelo Negroponte —especificó Giuditta.

Ottavia la miró cabeceando.

—Te gusta bromear, ¿verdad? —dijo—. Antes dijiste que era el modelo Colonia.

—Ah, sí… —asintió Giuditta.

Ottavia le sonrió y le susurró al oído.

—Ciudades del Norte, niña.

—¿Qué le has dicho? —inquirió una de las mujeres.

Ottavia se volvió.

—Que debe hacerme un descuento, porque creo que le voy a comprar todos los gorros. Quiero llevar uno distinto cada día.

—¿Cómo todos? —preguntó la mujer que había cogido antes un gorro apretándolo contra el pecho—. Este es mío, precisamente iba a preguntar ahora a la muchacha cuánto cuesta.

—Y yo quiero ver ese otro —dijo la mujer que se llamaba Rachele señalando uno de los gorros que Giuditta tenía en la mano.

—¿El modelo Ámsterdam? —preguntó Ottavia—. De eso nada, Rachele. Ese lo quiero yo.

—Ni lo sueñes —replicó Rachele levantándose y arrancando a Giuditta un gorro de una mano.

En un santiamén las otras mujeres se levantaron, rodearon a Giuditta y empezaron a probarse los gorros.

Cuando, al final, se marcharon, Giuditta contó el dinero que tenía en la mano. En total había reunido dos matapan[5], un sueldo de doce bagattini y cinco torneselli[6].

—No está mal, ¿eh? —comentó Ottavia.

Giuditta no sabía qué decir.

—Tienes talento, niña —repitió Ottavia—. Y yo también, modestia aparte —añadió dándole un codazo—. Podríamos hacer negocios juntas, ¿qué te parece?

Giuditta se rio asombrada.

—¿Hablas en serio?

—¿Para qué te sirve un talento si no rinde?

Giuditta no daba crédito a lo que estaba oyendo, pero era consciente de que, pese a que nunca había pensado concretamente en ello, en ese momento se estaba realizando justo lo que deseaba y había planeado hacer. Miró a las mujeres que se alejaban orgullosas, tocadas con sus gorros, y pensó que eran tan bonitos como se los había imaginado.

—¿Hablas en serio? —repitió.

Ottavia asintió con la cabeza y sonrió.

—Sé que tu padre no está trabajando… —dijo quedamente.

Giuditta se tensó.

—Nuestra comunidad es pequeña, niña…

—No quiero hablar de eso. —Giuditta dio por zanjada la conversación y echó a correr.

Cuando llegó a los pórticos encontró a una niña de unos trece años.

—¿Sabes si vive aquí el médico judío? —le preguntó la niña.

—¿Qué médico? —preguntó Giuditta a la defensiva.

—El que asistió a Marianna la puta —contestó la pequeña.

—¿Quién eres? —preguntó Giuditta.

—Mi madre también era puta, y amiga de Marianna —explicó la niña bajando la mirada. Cuando la alzó de nuevo tenía los ojos anegados en lágrimas—. Mi madre está enferma. Tiene la misma enfermedad de Marianna, y Marianna le dijo que había un médico judío que tenía un corazón de oro y que conocía unos remedios para evitar que sufriera…, que había hecho todo lo posible para salvarla.

Giuditta sintió un estremecimiento en el pecho.

—El médico es mi padre —enunció con orgullo—. Ven —dijo a la niña.

Antes de entrar en la casa se volvió hacia el puente por el que esperaba ver aparecer a Mercurio.

La chica que tocaba el cielo
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