75

Hacía varios días que Shimon recorría la zona de Rialto. De la mañana a la noche. Los negocios, los acuerdos, las mercancías, los intercambios comerciales, todo pasaba por allí. De las minucias a las expediciones a Oriente. Ese inmenso escenario era el lugar ideal para cualquier ladrón. A diario cientos y cientos de personas se agolpaban en el laberinto circunscrito de calles, campos y soportales. Allí se vendía, se compraba, se imaginaba, se hacían programas y, como no podía ser menos, se robaba. Lo que fuese. En ese pequeño cuadrilátero rebosante de humanidad las grandes riquezas convivían codo con codo con la miseria más negra. La multitud aplastaba por igual al mendigo y al comerciante. Sus cuerpos, sus vestidos, tan diferentes, todo entraba estrecha y físicamente en contacto. Sus voces, sus olores, sus humores se mezclaban.

Shimon sabía que, tarde o temprano, encontraría a Mercurio en ese hervidero de humanidad.

Ese día había observado a la gente que pasaba por el Banco Giro. Los ricos comerciantes de especias y tejidos orientales caminaban rodeados de los energúmenos que debían protegerlos. Cosa poco menos que imposible, dado que, de vez en cuando, la multitud obedecía a un impulso inexplicable y empezaba a moverse de repente, a expandirse o a contraerse, como un único cuerpo, y ningún energúmeno podía hacer frente a esa fuerza. Por un instante, sin pretenderlo, la multitud separaba al comerciante de sus guardaespaldas. Dicho instante podía ser fatal para el primero en caso de que hubiese un ladrón en los alrededores.

Antes de que anocheciese, a la vez que el calor estival se anunciaba secando los canales y exaltando los olores de la ciudad y de los cuerpos, Shimon se dirigió a la zona de las viejas fábricas. En esos días había notado que cuando las obras se cerraban y los trabajadores volvían a sus casas las zonas no precintadas, donde aún se podían ver las huellas del temible incendio que había destruido los edificios, se poblaban de miserables y marginados. Buscaban un sitio entre los escombros, improvisaban unas cabañas o unos refugios con las tablas quemadas que encontraban en el suelo. Encendían hogueras y se agrupaban alrededor de ellas. Peleaban por un poco de vino rancio o por un pedazo de tocino. Había viejos desdentados y jóvenes de mirada huidiza, mujeres dispuestas a regalar sus cuerpos y niños que no tenían tiempo para jugar; había parejas que copulaban sin pudor, como los perros callejeros que deambulaban por las proximidades, algunos los miraban, los más pequeños aprendían algo que podrían hacer en el futuro y los más viejos recordaban tiempos pasados.

Shimon se movía con circunspección entre los escombros. El olor acre de los cuerpos y de los excrementos no lo molestaba. Solo el recuerdo de Ester lo frenaba y lo oprimía en ciertas ocasiones. Pero era un visto y no visto. Después volvía a mirar alrededor, a buscar su presa con paciencia y confianza. Cuando se adentraba en esas zonas empuñaba el cuchillo de hoja larga y doble filo. Lo escondía bajo la capa, sudando, porque el calor húmedo se pegaba a su cuerpo como la cola que se producía con los viejos caballos del ejército.

Un joven con la cara sucia y una mirada perversa se le acercó. Tenía una mejilla hinchada y guiñaba el ojo de ese lado.

—Dame todo lo que tienes —amenazó a Shimon echándole a la cara un aliento apestoso a dientes podridos. Empuñaba un bastón corto.

Shimon sacó el cuchillo de la capa y se lo clavó bajo la barbilla.

El joven soltó el bastón y dio un salto hacia atrás.

—Que te den por culo, viejo —dijo. A continuación se llevó una mano a la mejilla hinchada, en cuyo interior se podrían los dientes, y se alejó lloriqueando.

Shimon vio que algo se movía a su derecha. Algo rojo. Se volvió a toda prisa, pero solo pudo entrever un vestido bien cortado y una cabellera estropajosa. Sintió el estremecimiento del cazador. Algo que iba más allá de lo poco que había visto. Como si su instinto hubiese intuido algo que la mente aún no lograba descifrar. Siguió la mancha roja que caminaba por una serie de estrechos pasajes excavados entre los escombros del incendio.

Cuando la figura roja llegó a una zona protegida por un tejado ruinoso se detuvo. Era un hombre, pequeño y delgado. Miró alrededor como una rata.

Shimon se escondió en la sombra. El pelo era lo que había llamado su atención y lo había hecho estremecerse de excitación. Si bien aún no sabía el motivo, había aprendido a escuchar a su instinto desde que se había liberado del miedo.

La frágil figura roja miró a derecha e izquierda. Después se volvió. Shimon agradeció el instinto que tenía.

El pelo estropajoso y la tez amarilla e ictérica se le habían quedado grabados en la mente. Sabía a quién tenía delante. Era el muchachito que lo había seguido hasta el mercado de las cuerdas de Roma, hacía ya mucho tiempo, poco menos que una vida. Era el mismo muchachito que lo había increpado señalándole a su amigo, el gigantesco demente, en la plaza de la Pescheria. Era uno de los que le habían robado. Shimon esbozó una sonrisa, guarecido en su escondite. No tenía la menor idea de cómo se llamaba ese granuja ictérico, pero sabía perfectamente quién era. Así que toda la banda se había mudado, pensó. Jamás habría imaginado que iba a tener tanta suerte.

Podía capturarlo con facilidad. Podía atarlo y torturarlo, enfrentarlo a una serie de preguntas escritas, obligarlo a decirle lo que quería. Pero era muy probable que el muchachito fuese analfabeto y no supiese leer. Además, si se descubría después debería matarlo para impedir que diese la voz de alarma.

No, no podía arriesgarse, esperaría a que ese piojo lo llevase ante Mercurio.

Solo entonces lo mataría como merecía.

Vio que el muchacho se acurrucaba en un rincón para pasar la noche.

Solo debía tener paciencia, pensó Shimon. Su venganza estaba al alcance de la mano.

Se sentó, sacó del bolsillo un trozo de carne seca, que no era kosher y se la comió poco a poco, sintiendo que la sal le picaba en la boca. Sintió que lo invadía una extraordinaria sensación de paz. Vio que el muchachito se dormía, a todas luces exhausto, después de haber jugueteado con algo. Shimon no pudo comprender de qué se trataba.

Cuando oscureció Shimon se acercó al muchacho. Tocó el cuchillo instintivamente. Pensó que le habría gustado degollarlo, lentamente, mirándolo a los ojos mientras le sacaba el alma del cuerpo. Pero se repitió que debía resistir la tentación. Debía aguardar a que lo llevase ante Mercurio.

Vio que el muchachito apretaba de nuevo con la mano el objeto con el que había jugueteado antes de quedarse dormido. Se acercó un poco más a él y se inclinó hacia delante. Era un animalito. Un caballito con el cuello largo que, a todas luces, se movía.

Pensó que aún era un crío, aunque no tanto como para seguir jugando con el caballito como si fuera un niño. Así pues, el animalito debía de tener un valor sentimental. Le recordaba algo. O a alguien.

El muchachito dormía con la boca abierta. Profundamente. Un hilo de baba le resbalaba por la barbilla.

Shimon alargó la mano, poco a poco, con una lentitud exasperante. Contenía el aliento. Rozó el caballito. Apretó con fuerza su cuello frágil, y este se rompió emitiendo un leve crujido.

El muchachito no oyó nada.

Shimon cogió la cabeza del caballito y volvió a su escondite, que estaba a una decena de pasos del muchacho, al amparo de la sombra, detrás de una barandilla de madera taraceada y comida por el fuego. El muchachito no podía verlo, incluso a la luz del día. Pero él sí.

Mientras giraba en la mano la cabeza de la jirafa pensaba: «Tu cabeza es mía».

El muchachito abrió los ojos al amanecer.

Shimon estaba despierto y en alerta. Apretó la cabeza del caballito.

El muchachito bostezó estremeciéndose. Luego miró su juguete. Se quedó boquiabierto. Rebuscó en la ropa. En el suelo. Se arrodilló y hurgó entre los escombros, donde se había sentado. Se levantó y se quitó la ropa. Al final, cuando por fin aceptó la idea de que no iba a encontrar lo que buscaba, se sentó o, mejor dicho, se agachó mirando fijamente el caballito decapitado.

Shimon vio que su espantosa cara amarilla se contraía en una mueca. Vio que algo minúsculo brillaba en su mejilla. Lloraba. Shimon sonrió encantado mientras jugaba con la cabeza del caballito. Respiró el aire viciado de esa ciudad, que se sostenía sobre una ciénaga, y le pareció que emanaba un aroma delicioso. Lo saboreó. Un día, una vez ultimada su venganza, solo iba a poder aferrarse a los recuerdos, así que debía memorizar todos los detalles.

El muchachito se enjugó las lágrimas y tiró el juguete al suelo. Se levantó y echó a andar. Shimon salió de su escondite, pero el muchachito regresó en ese preciso momento, de improviso. Shimon se volvió de golpe para darle la espalda y fingió que rebuscaba en el suelo. Con el rabillo del ojo vio que el muchachito cogía el juguete y se lo llevaba.

Shimon lo siguió.

El muchachito se adentró en el mercado que había detrás de Rialto, al lado del mercado del pescado. Robó una manzana y un pedazo de pan. Enfiló un callejón y, una vez allí, los devoró. Tenía hambre. Volvió al mercado y esta vez robó una cebolla. El verdulero lo vio y lo persiguió. El muchachito se metió por una serie de callejones y, por un instante, Shimon temió haberlo perdido.

Después, volvió a verlo. Bebía con un cucharón de un cubo que estaba apoyado en un pozo, en el centro de un campo.

Shimon se agazapó detrás de un edificio.

La mirada del muchachito se desviaba incesantemente del campo a la jirafa decapitada, y viceversa.

Shimon pensó que no sabía qué hacer. Pensó que estaba solo y temió que no pudiese llevarlo hasta Mercurio.

El muchachito se movió.

Shimon lo siguió.

El muchachito callejeó durante buena parte de la mañana, en apariencia sin rumbo. Pero al final Shimon se dio cuenta de que, en realidad, no hacía sino girar. Parecía que caminaba sin ton ni son, pero en realidad estaba trazando unos círculos. ¿Alrededor de qué?

A eso de la novena hora, el muchachito se detuvo. Debía de estar agotado. Miró hacia el Canal Grande y, de improviso, echó a andar con paso firme.

Shimon sintió que su excitación aumentaba.

No obstante, a medida que el muchachito se iba acercando a su meta aminoraba el paso. Shimon temió que cambiase de parecer, pero el muchachito no se detuvo. Fue directo a donde, a todas luces, quería ir. Se acercó a un palacio noble de tres pisos con una fachada imponente y elegante. Se detuvo delante del portón.

Shimon vio que el portero lo saludaba en lugar de tirarlo, como hubiera sido normal. De manera que lo conocía.

El muchachito se quedó parado delante del portón, inmóvil, hasta que, quizás avisado por el portero, apareció un fraile. Shimon vio que tenía las manos llagadas. Le pareció extraño que un fraile viviese en un palacio similar. El religioso también conocía al muchachito. Lo miró con dureza y le habló. El muchachito negó con la cabeza. El fraile volvió a hablar con mayor vehemencia. El muchachito negó de nuevo con la cabeza.

Shimon decidió acercarse a ellos. En un principio había creído que el muchachito se reuniría con Mercurio en un tugurio, en una fonda de mala muerte o en una taberna. En cambio, estaba delante de un fraile que vivía en un palacio aristocrático. No tenía sentido.

Cuando estuvo lo bastante cerca oyó que el fraile decía con voz dura, carente de sentimiento:

—¡Te digo que vuelvas, idiota!

—¡No! —contestó el muchachito.

—¡El Altísimo nos necesita!

—¡No! ¡Tú me necesitas! —El muchachito tenía una voz aguda. Débil, pese al volumen.

El fraile se aproximó a él. Vio el juguete. Se lo arrancó de la mano, lo tiró al suelo y lo pisoteó.

Shimon se estremeció, el sufrimiento lo excitaba.

—Llevamos una semana buscándote —dijo el fraile. A continuación alzó una mano y dio al muchachito un tremendo bofetón en la cara.

—¡Basta ya, fraile! —dijo la voz de una mujer desde una ventana del primer piso. Shimon no pudo verla.

El muchachito reculó tocándose la mejilla y mirando los restos de su juguete.

Shimon pensó que iba a marchar, así que se dispuso a seguirlo.

—¡Zolfo! —gritó la mujer del primer piso.

De manera que se llamaba Zolfo, pensó Shimon. Debía de ser huérfano. Mercurio y Zolfo, mercurio y azufre. Era evidente que los frailes del orfanato no tenían mucha fantasía, dado que ponían a los niños los nombres de los elementos, pensó Shimon sonriendo.

—¡Te ordeno que entres y que cumplas con tu deber! —dijo el fraile.

—¡Que te den por culo! —gritó el muchachito enojado, pese a que su voz delataba miedo y dolor. Se dio media vuelta y echó a correr.

—¡Zolfo! —gritó la mujer saliendo por el portón.

Shimon hizo amago de seguir al muchachito para no perderlo, pero se detuvo en seco. Una emoción violenta le hinchó los pulmones y los contrajo. No podía respirar. Shimon se quedó boquiabierto. Era distinta a la joven del día de la plaza del Sant’Angelo in Pescheria. Ahora lucía un elegante vestido y un valioso collar. Llevaba el pelo recogido en unas trenzas anudadas, como las mujeres aristocráticas. Pero Shimon la recordaba bien y no podía equivocarse. El pelo seguía siendo cobrizo, con unos mechones más claros que capturaban la luz del sol. La piel era de alabastro. Recordaba que ese día había pensado que se parecía a Susana, la mujer que unos vejestorios habían acusado, según se contaba en el libro del profeta Daniel. Esa joven había turbado sus sentidos entonces. Al igual que le estaba sucediendo en ese instante. Con arrogancia.

Se volvió hacia Zolfo, que en ese momento desaparecía al fondo de la estrecha calle que había al lado del palacio. Si no se movía, lo perdería.

Pero había encontrado un tesoro mucho mayor, se dijo.

—¡Zolfo! —gritó de nuevo la joven.

Shimon pensó que había crecido. Su mirada había cambiado en alguna forma. Quizá los vejestorios se hubiesen salido con la suya en esta ocasión. Quizás ella no los hubiera echado a cajas destempladas. O quizás esta vez Daniel no la había salvado, pensó risueño.

—¡Eres un imbécil, hermano! —dijo la joven al religioso. Su voz no se parecía a la de Zolfo. Era dura, violenta, fuerte. No tenía miedo del fraile, ni lo quería.

—Cuida tu lenguaje, mujer —dijo el fraile.

La joven se le acercó y lo escrutó en silencio.

—¿No entiendes que si Zolfo habla puede causarnos muchos problemas?

Al oír sus palabras, Shimon prestó mayor atención.

El fraile levantó una mano con la palma abierta mostrando la llaga.

—Volverá —dijo con voz maligna—. Está amaestrado.

—¿Como tú, quieres decir? —preguntó la muchacha en tono despectivo. Después miró la calle por la que había desaparecido Zolfo. Cabeceó y entró de nuevo en el palacio.

Shimon sintió que el deseo lo atormentaba mientras la veía contonearse por el vestíbulo en penumbra.

Torturarla sería dulcísimo.

«Hasta pronto», pensó.

La chica que tocaba el cielo
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