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La galera se abrigó del viento a las nueve.
La tripulación estaba compuesta en su mayor parte por macedonios. Sus caras oscuras, quemadas por la sal y el hielo, estaban surcadas por unas profundas arrugas. En algunos puntos de su piel de color café claro —también entre el pelo negro, que se marchitaba y caía a mechones— se veían unas manchas grumosas, como fresas pisoteadas. Y cuando algunos de ellos hablaban dejando ver las encías, una mezcla de color rojo claro compuesta de sangre aguada con saliva les rallaba los dientes amarillos, que habían perdido su estabilidad debido a la enfermedad que los grandes viajeros del agua denominaban escorbuto. Existía un sinfín de métodos para intentar erradicarlo. Pero hasta hacía unos cuantos años los marineros estaban convencidos de que el único remedio era un amuleto especial: el Qalonimus.
Una antigua leyenda contaba la historia de una santa que, tras ser martirizada por los bárbaros, había sido asistida por un médico piadoso, que había dulcificado su muerte y había recogido su última voluntad. La santa le había pedido que sus restos fueran devueltos a su patria para recibir allí una digna sepultura. Pero, dado que temía que el escorbuto matase a los marineros a los que se iban a confiar sus restos mortales, antes de morir había susurrado al oído del médico piadoso una milagrosa fórmula herborista. Y había decretado que los marineros que la llevasen, fuese cual fuese el credo al que perteneciesen, estarían protegidos del escorbuto. La leyenda había olvidado el nombre de la santa, pero no el del médico, Qalonimus, de forma que el amuleto había empezado a llamarse así.
Nadie sabía que la leyenda no era, en manera alguna, antigua, sino que se había inventado hacía menos de veinte años. Tampoco sabía nadie que ni la santa ni el médico habían existido de verdad. El único que lo sabía era el fantasioso autor de la susodicha leyenda, quien se había enriquecido vendiendo a los crédulos y supersticiosos marineros el amuleto de su invención, consistente en un saquito de cuero que contenía un simple amasijo de hierbas apestosas y una pesada placa de hierro. Desde hacía una semana lo sabía también su hija de quince años, a la que el estafador había querido revelarle la verdad.
El nombre del estafador, que se proclamaba descendiente del médico de la leyenda fruto de su imaginación, era Yits’aq Qalonimus de Negroponte, y el de su hija, Yeoudith.
En ese momento, padre e hija estaban en la toldilla de la galera, cogidos de la mano, tiesos, preparados para recibir el saludo del capitán y de la chusma de macedonios que los había llevado hasta allí, a esa zona del mar Adriático poco profunda y poco salada que se encontraba frente a la desembocadura del río Po.
—Su viaje acaba aquí —dijo el comandante, un hombre de aire poco fiable—. Ya conoce la ley veneciana. Los judíos no pueden entrar en puerto a bordo de una embarcación.
El timador se inclinó respetuosamente.
—Gracias, ya ha hecho más de lo que me esperaba.
—Su fama le ha valido el respeto de todos nosotros —respondió el comandante.
Yits’aq sabía de sobra que el comandante estaba mintiendo. Se volvió hacia la chusma. Todos los marineros estaban deseando quitárselos de encima.
El comandante hizo una señal a dos de ellos, que empezaron a bajar una chalupa. Las poleas de madera gimieron emanando un ligero olor a quemado.
—Baja… baja… —ritmó la voz del encargado de la maniobra, que, asomado a la barandilla, comprobaba que la chalupa de cuatro remeros y un timonel se apoyase en el mar.
—Mis hombres los llevarán a la orilla en ese brazo del río —dijo el comandante señalando una amplia zona de agua costeada de cañaverales—. Están cerca de la antigua ciudad de Adria. En esos campos hay una posada donde podrán pasar la noche. Luego diríjanse hacia el noreste. Venecia está allí.
—Mi hija y yo estaremos en deuda con usted por el resto de nuestras vidas —dijo pomposamente Yits’aq Qalonimus di Negroponte. A continuación posó la mirada en los tres grandes baúles cerrados con cadenas y candados.
—Sus bienes serán entregados a Asher Meshullam, en su palacio de San Polo, tal y como ha dispuesto —dijo el comandante—. No se preocupe.
—Me fío ciegamente de usted —contestó Yits’aq sin dejar de mirar, con todo, los tres baúles como si no quisiese separarse de ellos. A continuación echó una ojeada a los marineros y notó sus expresiones de impaciencia y codicia. Miró de nuevo al capitán, que, pese a mostrarse incluso demasiado amable, parecía también ansioso, como revelaba el movimiento nervioso de la pierna derecha y de las manos, que no dejaban de entrelazarse como dos arañas en celo.
—Me fío de usted… —repitió, como si, en lugar de una afirmación, se tratase de una pregunta. O de una súplica.
El capitán esbozó una sonrisa, pero su cara se contrajo aún más en un tic, que manifestaba a la vez nerviosismo y placer.
—Márchense… o la noche les sorprenderá en el camino. Y el mundo está lleno de malas personas —concluyó con un gesto de irritación.
—Sí —asintió Yits’aq con la cabeza inclinada, resignado. Luego empujó a su hija hacia la escalera de cuerda trenzada que los marineros habían bajado—. Vamos, hija.
En ese instante un marinero viejo, rojo debido al escorbuto, se separó del resto de la tripulación y se echó a los pies de Yits’aq.
—Toque mi Qalonimus, señor, para que pueda curarme de este mal —suplicó.
El comandante dio una patada al viejo sin poder contener la rabia y gruñó:
—Idiota. —Después se volvió hacia Yits’aq intentando restar importancia a lo acaecido—. Tienen que marcharse…
—Permítame, comandante, solo será un momento —dijo Yits’aq. Se inclinó hacia el hombre. Le miró los dientes, las encías y la equimosis del cuello—. ¿Aún tiene fe en el Qalonimus? —le preguntó, sorprendido.
—Por supuesto, señoría —contestó el viejo marinero.
—Muy bien —suspiró el estafador pensando con nostalgia en los buenos tiempos pasados en que todos los marineros creían en los milagrosos poderes del Qalonimus y pagaban tres sueldos de plata por llevarlo al cuello.
—Toque el Qalonimus, ilustrísimo —dijo el viejo.
Los miembros de la tripulación se movieron impacientes, como si una vibración estuviese pasando de uno a otro. Pero nadie habló.
Yits’aq Qalonimus di Negroponte se inclinó hacia el marinero y cogió entre las manos el amuleto que lo había enriquecido durante varios años. Contenía la gruesa placa de hierro que lo hacía pesar tanto y las sencillas hierbas campestres que crecían detrás de su casa, lo había cosido a cambio de una miseria una vieja que ya había muerto. Yits’aq cerró los ojos y murmuró en voz baja:
—Por la autoridad de la santa cuyo nombre se ha perdido y en virtud de mi sangre, que es la misma que la de mi prodigioso antepasado, el médico Qalonimus, confiero a esta milagrosa prescripción nueva fuerza para que cure. —Abrió los ojos, soltó el amuleto y apoyó las dos manos en la cabeza del marinero—. Aquí tienes mi berakha —dijo con solemnidad—. Yo te bendigo y te salvo. —Acto seguido se volvió hacia su hija, esbozó una sonrisa tan fugaz como el arañazo de un gato, entre apurada y cómplice, dado que ella lo sabía ya, y le dijo—: Vamos.
Yeoudith se puso en bandolera la bolsa que se había hecho ella misma con un kilim cicim persa de llamativos colores, se levantó la falda hasta la rodilla, atrayendo las miradas de la chusma, y bajó por la empinada escalera que colgaba a un lado de la galera. Con un salto ágil subió a la chalupa. Su padre se despidió de nuevo del comandante y se reunió con ella.
—Remo —anunció el timonel. Los marineros metieron los remos en el agua de manera sincronizada. La chalupa avanzó lentamente haciendo crujir la madera en las chumaceras, luego, en un abrir y cerrar de ojos, adquirió velocidad y se deslizó por el agua, rumbo al perezoso río.
Yeoudith miró la galera y vio que el comandante y la chusma se arrojaban sobre los baúles cargados de objetos valiosos. Miró preocupada a su padre.
—Lo sé, hija mía. Las langostas han empezado ya —le dijo Yits’aq en voz baja para que los remeros no lo oyesen.
—Pero ¿y nuestras cosas? —objetó Yeoudith, angustiada.
Su padre le cogió con delicadeza la cara y la obligó a volverla hacia la desembocadura del Po.
—Mira hacia delante —dijo.
Yeoudith no lo comprendió. La respiración se le quebraba en el pecho, donde el vestido había empezado a quedarle estrecho hacía ya un año. Cabeceó, como si pretendiese rebelarse contra la injusticia.
—Son unos ladrones, padre —susurró inquieta.
—Sí, cariño —contestó Yits’aq.
Yeoudith intentó desasirse del abrazo de su padre.
—¿Cómo puedes soportar que te hagan algo así? —silbó.
Yits’aq la retuvo a la fuerza.
—Basta ya —le dijo en tono severo.
—Pero, padre…
—He dicho que basta. —La miró. Tenía los ojos tan negros como los de ciertos carneros.
Yeoudith forcejeó de nuevo, pero su padre la retuvo haciéndole casi daño, hasta que la joven se dio por vencida.
La barca abandonó el mar abierto y enfiló la desembocadura del Po superando con facilidad la ligera encrespadura donde el agua salada se encontraba con la dulce.
El río se abrió ante sus ojos, misterioso y fecundo, como su futuro. Los malecones eran fangosos, inconstantes, y flotaban en un marjal de cañas. Un pájaro de cuello largo y fino levantó el vuelo cuando pasaron por su lado. Una barca llana y sin remos, empujada por una larga pértiga, arrastraba unas redes, semejante a un caracol que va dejando a sus espaldas un rastro húmedo. Y entre los marjales se divisaba una cabaña para pescar construida con palos, paja y cañas.
El sol empezaba a ponerse deprisa tiñendo el paisaje de un color ámbar rosáceo. El agua emanaba los vapores de la niebla, que el gran frío mantenía baja.
Yits’aq, tras volverse rápidamente hacia la galera, dijo con una punta de indiferencia en la voz:
—Los candados y las cadenas han resistido bastante, raza de inútiles.
Yeoudith notó que su padre la soltaba. Se volvió también hacia la galera y vio que el capitán, convertido ya en un puntito oscuro, braceaba en dirección a ellos tratando de llamar la atención de los remeros y del timonel. Detrás de él, como un animal tentacular, braceaban también los marineros e incluso cabía la posibilidad de que gritasen, pero estaban ya demasiado lejos para que se les pudiera oír. Confusa, Yeoudith miró a su padre.
Yits’aq, sin sonreír y con sus habituales maneras secas, dijo:
—Siento dejar a esos estúpidos piratas tres baúles tan bonitos. —Exhaló un suspiro—. Y todas esas piedras preciosas de nuestra isla…
—¿Piedras?
—¿Habrías preferido que los llenase con oro y plata? —La abrazó sin añadir nada más.
Yeoudith miró el perfil de su padre, tenía una nariz aguileña, noble y afilada, y una barbilla imperiosa, cubierta por una barbita rizada y puntiaguda. El mundo de Yits’aq Qalonimus di Negroponte era mucho más complejo de lo que había imaginado. Pero bastó ese abrazo, vigoroso y cálido, para que se sintiese al seguro, pese a que hacía pocos días que había descubierto que era un charlatán y un timador. Frunciendo sus cejas espesas, negras como el carbón, inclinó la cabeza y la apoyó en un hombro de su padre.
Su vida pasada había terminado y ahora iniciaba una nueva. Con nuevas reglas.
—Piedras —repitió riéndose quedamente.