37

Benedetta corría por las calles estrechas con los ojos anegados en lágrimas. Chocó con un hombre, tropezó, cayó. Sintió una punzada en la rodilla al mismo tiempo que se ponía de pie y le decía algo a voz en grito. Vio que el vestido se le había desgarrado. Echó de nuevo a correr, como un rayo, porque temía que si se paraba se ahogaría en sus lágrimas.

Hacía más de dos semanas que Mercurio había desaparecido. Benedetta había permanecido en la fonda abrigando la absurda esperanza de que su amigo volviera. Pero Mercurio no había vuelto a dar señales de vida. Benedetta había pensado en ir a casa de Anna del Mercato, pero luego había pensado que no iba a poder soportar un segundo rechazo. Quizás era demasiado orgullosa, se había dicho. O estaba demasiado asustada. O demasiado débil. Jamás había estado tan sola. De manera que no se había movido del jergón de la fonda, dejando que las ladillas la comieran.

Pero esa mañana, en el duermevela, había oído a los pregoneros en la calle gritando que había llegado el día en que la orden de la Serenísima sobre los judíos se iba a ejecutar. Esa noche, cuando sonase la Marangona de San Marcos, los encerrarían. Entonces había decidido ir a ver qué pasaba, movida por el oculto deseo de sufrir que forma parte de la trama de cualquier historia de amor. De manera inconsciente quería ver si Mercurio también estaba allí.

Sin embargo, no estaba preparada para lo que había sucedido después. Para lo que había oído. Había reconocido enseguida la voz de Mercurio. Cuando le había gritado a Giuditta con gran pasión que la sacaría de allí Benedetta había creído que se moría. Había huido, destrozada por el dolor, por la humillación, y por el odio que sentía hacia la joven judía. Pero después se había parado y había regresado, había vuelto al rio del que había oído llegar la voz de Mercurio. Quería verlo. No le había bastado lo que había oído. Sabía que el dolor se acrecentaría, pero había vuelto de todas formas, y cuando lo habían llevado a rastras a la caseta de los guardias Benedetta se había acercado a una ventana lateral y había escuchado a hurtadillas la conversación entre él y Lanzafame hasta que la habían descubierto y la habían echado de allí.

Ahora Benedetta corría bajo los pórticos que conducían al campo San Bartolomeo.

Mercurio la había liquidado definiéndola «una cosa sencilla». Lo había oído. No contaba nada para él. Nada. Era como si ella no existiese para Mercurio.

Mientras se refugiaba de nuevo en la fonda, subía los peldaños de dos en dos y se echaba en el jergón que pululaba de chinches, pensó que no acababa de entender si sufría por amor o por orgullo. De una cosa, sin embargo, estaba segura: sentía una envidia desgarradora por la joven judía que lo tenía todo sin haber hecho nada para conseguirlo.

—¡No te lo mereces, puta! —gritó antes de estallar en sollozos hundiendo la cabeza en la almohada de salvado.

Esa noche le costó conciliar el sueño. Trataba de pensar en las hermosas facciones de Mercurio, como si quisiese torturarse aún más, pero el rostro de su amigo se desenfocaba en su mente. En cambio, la cara de Giuditta volvía una y otra vez. Benedetta sacudía la cabeza intentando borrar la imagen de su rival como si estuviese espantando un abejorro. Después, al rostro de Giuditta se unió, alternándose, al de su madre. Y cuando se durmió su madre le sugirió qué hacer.

Al amanecer entró en un baño público que estaba detrás de Rialto y se lavó como no lo había hecho en varias semanas. Se hizo quitar las chinches y los piojos, se aplicó un ungüento de lavanda en el cuerpo y se frotó los dientes con un emplaste de menta y cedro.

A continuación fue a una carnicería y compró lo que necesitaba.

Había tomado la decisión.

Llegó al muelle de las góndolas y dio una dirección.

Cuando bajó de la góndola Benedetta sintió un nudo en la garganta.

Miró el Canal Grande como si lo viese por primera vez, después se volvió hacia el palacio que la esperaba. Alzó la mirada hacia los tres pisos, finamente diseñados, resaltados por unas columnas ligeras de mármol que se retorcían en parejas, similares a unos signos de puntuación blancos en la fachada de mármol verde y amarillo veteado de negro. Las ventanas tenían los cristales de colores, emplomados. En el balconcito del piso noble se veía una gran cortina de tela con rayas de color dorado y púrpura, sostenida por cuatro largos bastones negros, lacados, brillantes, y decorados con unas cabezas de leones con unas melenas doradas.

Iría hasta el final, pensó Benedetta.

Un criado con una librea verde esmeralda y unas mallas amarillas se inclinó con deferencia cuando Benedetta entró.

—Su Excelencia ha dicho que la acompañemos a sus habitaciones —dijo pomposamente, y la guio al interior del palacio.

A derecha e izquierda, al patio en penumbra se abrían unas grandes habitaciones que recogían la luz del día y la reflejaban multiplicada a través de las lentes deformantes de los cristales soplados de las amplias ventanas. Al fondo del patio había un ventanal, encajonado en unos montantes de hierro forjado, que daba a un jardín bien cuidado con unos setos de boj que se perseguían, similares a las paredes de un laberinto. En el centro, una fuente obscena representaba a una mujer medio desnuda que se apretaba los senos con las manos, de cuyos pezones manaba el agua que ofrecía al angelito que estaba delante de ella con los brazos en alto.

Benedetta sintió un escalofrío en la espalda cuando notó que el angelito de la fuente tenía un brazo normal y el otro entumecido, con la manita como si estuviese contraída en un espasmo.

Subió detrás del criado por la amplia escalinata en forma de espiral que había en el corazón del palacio. Llegaron al primer piso y cruzaron una amplia puerta de dos hojas, de nogal claro, color miel, y coronada por un santo esculpido en el granito claro que dispensaba una bendición. Desde allí se accedía directamente a la galería, desmesurada y luminosa, con cinco puertas acristaladas que daban al Canal Grande, y otra, especular, en la parte opuesta, la que daba al jardín. Las paredes de la galería estaban totalmente cubiertas de cuadros y tapices, desde la altura de los ojos hasta el techo de casetones adornados con fantasías florales. En el suelo había varias alfombras de gran valor. Y, un poco por todas partes, obedeciendo a un esquema geométrico que Benedetta no alcanzaba a descifrar, sillones, sofás, sillas y cojines de estilo oriental.

Varios hombres del dueño de la casa y perros, un sinfín de perros de todos los tamaños, estaban echados de cualquier manera en los sillones y en los sofás. Y tanto los perros como los hombres tenían aire aburrido. En la habitación flotaba un olor penetrante y molesto. En una alfombra clara, justo en el centro de la galería, había un gran excremento de perro al que nadie prestaba atención.

Benedetta se sorprendió de que no hubiese ninguna mujer.

Un par de perros y de hombres la miraron. Uno de los animales ladró perezosamente y uno de los hombres le lanzó un beso.

—Por aquí, sígame —dijo el criado. Tras cruzar la galería abrió una puerta y le señaló una habitación.

Apenas Benedetta entró, el criado cerró la puerta y echó de nuevo a andar delante de ella guiándola por un laberinto de cuartos y cuartitos cada vez más oscuros. Al final se detuvieron frente a una gran puerta de dos hojas tapizada con una tela adamascada y flanqueada por dos candelabros encendidos, con una docena de velas cada uno, que goteaban lágrimas de cera en el suelo de madera. El criado se hizo a un lado, abrió una hoja y con un ademán invitó a entrar a Benedetta.

—Su Excelencia se reunirá con usted apenas se ponga cómodo —dijo.

Benedetta entró en la habitación. Cuando la puerta se cerró a su espalda se sobresaltó. Se sintió desesperada al oír, después, que el criado daba dos vueltas a la llave. Pero hizo un esfuerzo para sobreponerse.

«Sabes de sobra a qué has venido», se dijo respirando hondo.

Cuando se había quedado inmóvil en el jergón de la fonda, a medida que el dolor del silencio que reinaba en su interior se había ido haciendo insoportable y mientras comprendía que si se quedaba tumbada allí el odio que sentía hacia Giuditta la consumiría y le devoraría hasta los huesos, peor que las chinches, Benedetta había decidido aceptar la invitación que le habían hecho el día en que Mercurio la había abandonado. Se lo había susurrado al oído la voz de su madre. Porque su madre la conocía mejor que nadie. Porque su madre sabía quién era ella en realidad. Porque su madre le había sugerido un camino.

«Sabes de sobra a qué has venido», se repitió.

Su vista se había acostumbrado a la penumbra. Se encontraba en una especie de antecámara, sofocante, oscura y pintada de negro. Delante de ella, la luz se filtraba a través de una pesada cortina. Se acercó a ella y la descorrió. Al hacerlo vio una habitación inmensa, de color azul claro y dorado, luminosa y resplandeciente. Esencial. De una elegancia que Benedetta no acababa de comprender, porque era, ante todo, sobria. En el centro de la misma había una sencilla mesa, con las patas ligeramente torneadas, sutiles y también doradas. Su superficie estaba abarrotada de libros encuadernados en piel y de hojas de pergamino. Bajo ella había una alfombra azul y dorada, como el resto de la habitación. En un rincón semicircular había una alcoba dorada con unas columnas finamente taraceadas en los cuatro cantos que sostenían una gasa casi transparente, bordada con hilos de oro. La cama estaba cubierta por una colcha de seda azul con finas rayas doradas y blancas. Y, en el centro, bordado a mano, se veía el blasón de la familia. En las dos chimeneas idénticas, colocadas una frente a la otra, chisporroteaban unos troncos de madera de roble. Un aroma ligero, a jazmín, flotaba en el ambiente. No había cuadros en las paredes. Benedetta alzó los ojos al techo. El fresco que lo decoraba representaba un cielo con unas nubes blancas vaporosas y una joven pelirroja, vestida de blanco, cuya tez era tan clara como la túnica que lucía. La joven se balanceaba en un columpio, sonriente.

Mientras miraba el fresco Benedetta oyó una voz chillona, familiar, que decía: —¿Te reconoces?

Benedetta se volvió, pero no vio a nadie.

Se oyó una risa difusa, luego la voz volvió a hablar:

—Aún no puedes reconocerte, ¿verdad?

Benedetta trató de comprender de dónde procedía.

—Hay una pequeña puerta a la derecha de la cama. Ábrela.

Benedetta obedeció. Al abrir la hoja vio una larga túnica inmaculada.

—Póntela —dijo la voz chillona.

Benedetta miró alrededor.

—Desnúdate y póntela —repitió la voz—. Quiero ver cómo lo haces.

Benedetta sintió que el nudo que sentía en la garganta se endurecía. «Sabes de sobra a qué has venido», volvió a pensar. Se metió una mano en el bolsillo de su modesto vestido. Palpó lo que había preparado para la ocasión. Respiró hondo.

—Tengo que orinar —dijo sin moverse.

En la habitación se hizo un largo silencio.

Después la voz volvió a hablar, más estridente, delatando irritación: —¿No podías haberlo hecho antes?

—Disculpe, señor —dijo Benedetta, sumisa.

Se produjo otro largo silencio.

—Debajo de la cama hay un orinal…

Benedetta se sobresaltó. No podía hacer lo que pretendía bajo la mirada del dueño de la casa.

—Pero no lo estropees todo. Mea en la antecámara, donde no pueda verte. ¡Deprisa!

Benedetta exhaló un suspiro de alivio. Se arrodilló a los pies de la cama, alargó una mano y cogió un orinal de metal lacado. Fue a la antecámara negra que estaba al otro lado de la cortina, se levantó la falda, cogió lo que llevaba en el bolsillo, se humedeció la entrepierna y lo metió, bastante hondo, aunque no demasiado, procurando no romperlo. Sin embargo, luego vio que el orinal estaba vacío. Cualquiera se daría cuenta de que no había orinado. Así que lo hizo rodar ruidosamente por el suelo, después apartó las cortinas y volvió a la habitación azul y dorada.

—Lo siento, señor, he volcado el orinal… —dijo.

—¡Me da igual! —La voz estaba crispada.

Benedetta inclinó la cabeza.

Se produjo un nuevo y prolongado silencio. Luego la voz, tras haber recuperado la calma, habló: —Desnúdate. Tira ese vestido espantoso bajo la cama, que no lo vea, y ponte la túnica.

Benedetta empezó a desnudarse.

—Lentamente —ordenó la voz—. Un botón a la vez… una prenda a la vez…

Benedetta desabrochó poco a poco los botones del corsé y se lo quitó con lentitud. Repitió la operación con el pichi hasta que se quedó completamente desnuda. Hizo ademán de ponerse la túnica.

—¡No! —la detuvo la voz—. ¡Haz desaparecer tu ropa!

Benedetta la recogió y la amontonó bajo la cama.

—Muy bien. Ahora ponte la túnica.

Benedetta cogió la prenda y se la puso. Era de seda. Tan suave que le causó un escalofrío, semejante a una caricia invisible.

—Eso es —dijo la voz chillona—. ¿Te reconoces ahora?

Benedetta no entendía qué significaba todo aquello.

La voz se rio quedamente.

Mira hacia arriba.

Benedetta alzó los ojos al techo y se dio cuenta de que estaba vestida como la joven del columpio. Además tenía el mismo color de pelo, y una tez de alabastro idéntica.

—Sí… ahora te reconoces —susurró complacida la voz.

Una puertecita, mimetizada en la pared, se abrió.

El príncipe Contarini entró en la habitación balanceándose, con una pierna más corta que la otra, el brazo entumecido extendido para mantener el equilibrio, y el hombro izquierdo hinchado por la joroba. Iba vestido de blanco de pies a cabeza, incluidos los zapatos, que eran ligeros, escotados y adornados con una sencilla hebilla de oro, al igual que los botones de la casaca ceñida, hecha a medida, con dos mangas de longitud diferente para disimular su defecto.

Benedetta sintió la tentación de escapar, pero las piernas se le habían quedado petrificadas. Miraba al espantoso príncipe que avanzaba hacia ella.

El príncipe le cogió una mano y la guio a la alcoba. La hizo tumbarse en el centro de la cama y le cruzó los brazos en el pecho, como si fuese un difunto. Le sonrió con sus dientes puntiagudos, la miró con sus ojos crueles y fríos. Le puso una corona de jazmín en las manos. Después se dirigió a los pies de la cama, le abrió las piernas y le separó los bordes de la túnica, que no estaban cosidos sino que se cruzaban por delante como si fuese una falda cruzada. Destapó las piernas de Benedetta. Luego las caderas y la barriga. Observó con aire serio el tupido vello rojizo, sin tocarla, con la cabeza ligeramente ladeada. Olfateó el aire.

—Aprecio que te hayas lavado —dijo.

—Gracias, señor —respondió Benedetta sintiéndose estúpida.

—Espero que sea verdad lo que me has dicho —añadió el príncipe con su voz chillona, que se iba tornando ronca debido a la excitación.

—Soy virgen, excelencia —mintió Benedetta.

El príncipe Contarini sonrió.

—No será difícil comprobarlo —dijo—. Tendremos la señal, o no. A partir de ese momento se aclarará tu destino.

Benedetta cerró los ojos.

—No —dijo el príncipe deforme desabrochándose las mallas blancas por delante, donde ya se estaba hinchando—, mira hacia arriba. Mira a la hermosa muchacha a la que te pareces sin merecerlo. ¿Sabes quién era?

—No, señor…

—Mi querida hermana —explicó el príncipe Contarini subiendo a la cama—. Ella tan perfecta y yo tan imperfecto…

Benedetta sintió que la mano del príncipe guiaba su miembro hacia ella.

—Ella todo y yo nada…

Benedetta no apartaba los ojos de la joven del columpio.

—Ella muerta y yo vivo…

Benedetta sintió que la punta del miembro empujaba para penetrarla.

—Alguien la envenenó…

El miembro empezó a abrirse camino.

—Y después la lloró…

Benedetta rezó para que el sistema que su madre había usado en numerosas ocasiones, cuando la vendía, funcionase de nuevo. Solo una vez más. Rezó para que el príncipe se abandonase al ardor de los hombres y no se mostrase delicado, como en ese momento.

—¿Eres virgen? —le preguntó él con su voz chillona.

—Sí… —susurró Benedetta.

—Ahora lo veremos —dijo el príncipe penetrándola con ímpetu.

Benedetta sintió que la fina membrana para hacer salchichas, rellena de sangre de pollo, resistía unos segundos y que luego se rompía. Gritó, como si sintiera un dolor desgarrador. Y pensó: «Gracias, madre».

El príncipe se agitó dentro de ella, cada vez más deprisa, hasta que su cuerpo, destrozado por la naturaleza, se contrajo en un espasmo. Gimió y se dejó caer sobre la corona de jazmín. Permaneció inmóvil unos segundos y después retrocedió mirando la entrepierna de Benedetta, ansioso por comprobar el resultado. Su horrenda cara se ensanchó en una amplia sonrisa de satisfacción. Metió un dedo en el charco de sangre que manchaba la túnica blanca y que goteaba del vientre de Benedetta. La olfateó. Acto seguido miró a la joven.

—No me mentiste —dijo.

—No… —respondió Benedetta.

El príncipe Contarini asintió con la cabeza. Se levantó de la cama y se abrochó las mallas, también manchadas de sangre.

—No me mentiste —reiteró complacido. Miró de nuevo la sangre que enrojecía la túnica—. Te daré una vida que jamás has soñado —dijo.

Benedetta lo miró mientras se alejaba trastabillando y desaparecía por la misma puerta por la que había entrado. Se quedó quieta, tumbada en la cama donde había fingido que era virgen, igual que hacía ya varios años, cuando su madre la vendía todas las noches a un nuevo cliente haciéndola pasar por virgen.

La puerta de la antecámara se abrió.

—¡Benedetta, es estupendo que hayas venido a vivir con nosotros y el príncipe! —gritó Zolfo entrando a toda prisa en la habitación, contento de abrazarla. Pero apenas la vio desnuda y sangrando por las piernas se detuvo en seco. Hizo una mueca de disgusto y se dio media vuelta.

Se oyó la risa estridente del príncipe.

—Gracias, príncipe —dijo en voz baja Benedetta sin taparse el pubis—. Gracias, porque, al igual que mi madre, me ayudas a comprender quién soy. —Se sintió abrumada por la familiar sensación de asco hacia sí misma que la había acompañado durante toda su infancia.

Pero, a la vez, entendió que el odio que la envenenaba había encontrado una manera de manifestarse. Comprendió que, si era capaz de gobernar su crueldad, había encontrado un aliado. «Maldita puta», pensó rabiosa.

La chica que tocaba el cielo
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