29

Esa mañana Giuditta estaba radiante, tan feliz como nunca le parecía haber estado.

Su padre le había encargado que eligiese la casa donde iban a vivir. Donnola la había escoltado por Venecia y le había mostrado unos lugares sugerentes y mágicos, unas casas de ensueño con los cristales emplomados y de colores, con unos suelos de gravilla de mármol, frescos en los techos, tapices en las paredes, puertas historiadas, columnas de mármol amarillo y rojo, cortinas de colores. Todo en esa ciudad parecía más hermoso que en cualquier otro sitio.

Solo había una cosa que desentonaba.

Hacía días que Giuditta miraba los gorros amarillos de los judíos con los que se cruzaba. Algunos eran tan claros que casi parecían blancos, otros, en cambio, eran tan llamativos como los girasoles. En algunos casos el amarillo era tan intenso como el de los picos de los patos. A ella le gustaban los más oscuros, los que tendían al naranja. Pero todos, sin excepción, eran chabacanos, llamativos. Una marca, tal y como pretendían los cristianos. Lo veía con toda claridad cuando se desnudaba por la noche y dejaba el vestido y el gorro en la silla. En ellos había algo estridente, que desentonaba.

—¿Cómo eliges tu gorro? —había preguntado a Donnola siguiendo su razonamiento.

—Lo compro si no es demasiado caro.

—Me refiero al color —había dicho Giuditta—. Si, por ejemplo, tienes un traje negro, ¿cómo será tu gorro?

—Negro, qué narices.

—¿Y si el traje es rojo y morado?

—Bueno, en ese caso…

—O rojo… —había sugerido Giuditta.

—¡O morado!

—Exacto —había asentido Giuditta complacida—. Gracias.

—No he entendido nada —había refunfuñado Donnola.

Giuditta, en cambio, sabía adónde le llevaban sus razonamientos. La gente corriente podía elegir libremente el gorro en función del vestido. De esta forma, el vestido y el gorro combinaban a la perfección. Así que había pensado que los que eran como ella debían hacer justo lo contrario, esto es, elegir el vestido en función del gorro. La solución estaba allí, al alcance de la mano. En el fondo, era muy sencillo.

—Olvídalo —había dicho a Donnola—. Estupideces femeninas.

—Un engaño, entonces.

—No, nada de engaños. —Miró alrededor. La vida nunca le había parecido tan hermosa como esa mañana—. Llévame a una tienda de telas —le había pedido.

—Por casualidad, la mejor es propiedad de un querido amigo —había dicho Donnola—. Está en la plazoleta del Gambero.

Giuditta se había reído mientras caminaban hacia el establecimiento.

Pero había una razón especial para su alegría. Esa felicidad nueva y desconocida hundía sus raíces en la noche pasada. En un sueño que la había dejado sin aliento. Y que la había cambiado.

Hacía varios días, en especial desde que lo había visto correr por la Riva del Vin, que Giuditta no dejaba de pensar en Mercurio. Sobre todo porque lo había visto sin la sotana de sacerdote. Así que era cierto, se había dicho en la penumbra de la habitación de la fonda que compartía con su padre. No era un sacerdote. Era un joven cualquiera. Un joven en que podía pensar.

Pero esa noche había ido más lejos. Los pensamientos, los deseos, los sentimientos, se habían infiltrado en su sueño, en sus sueños. Había ido tan lejos que hasta había soñado que estaba en el carro de los víveres del capitán Lanzafame, en Mestre. A su lado viajaba Mercurio. Se acariciaban las manos. Después estas se aferraban. Sus dedos se entrelazaban. Entonces Giuditta miraba alrededor y no veía ni a su padre ni a nadie. Estaban solos en el carro. Los dos. Giuditta no había tenido miedo ni había dudado un solo momento. Se había vuelto hacia él con los labios entreabiertos y le había ofrecido un beso. Mercurio la había abrazado. «Te he encontrado», le había dicho mirándola con pasión. Y la había besado.

—¿Te encuentras mal? —le había preguntado Isacco zarandeándole un hombro.

En la penumbra de la habitación, Giuditta se había sobresaltado y se había despertado.

—Gimes. ¿Te duele la barriga? —Isacco había encendido la vela—. ¿Qué estás haciendo con esa almohada?

Giuditta se había dado cuenta de que la estaba restregando contra su boca.

—Nada —había contestado a su padre ruborizándose. Se había dado media vuelta, turbada por la intensidad del sueño. Y mientras trataba en vano de volver a dormirse había sentido un hormigueo abajo, en el interior de su cuerpo. Algo nuevo, que la atraía y atemorizaba a la vez. Y había vuelto a pensar que se había convertido en una mujer para Mercurio. Sin que él lo supiese.

De manera que esa mañana, cuando había salido de la tienda de telas del amigo de Donnola y había visto a Mercurio a pocos pasos de ella, como una visión, un regalo, al otro lado de la plazoleta del Gambero, el corazón le había dado un vuelco.

«Te he encontrado», había pensado.

Cuanto más lo miraba más se sentía en contacto con la ardiente pasión que durante la noche la había amasado por completo, que había borrado del todo su miedo. Se precipitó hacia Mercurio. No sabía qué le iba a decir, qué iba a hacer. Solo quería darle alcance.

«Te he encontrado», pensaba.

Pero, de repente, su carrera se interrumpió. Se despedazó. Los pies, que se habían deslizado ligeros por el adoquinado, se clavaron en el suelo como dos arpones. Los brazos, que se habían tendido hacia Mercurio, tan suaves como unas cintas de seda, se endurecieron transformándose en dos muletas.

Sus ojos miraron petrificados lo que estaba ocurriendo. Le habría gustado poder desviar la mirada, pero no podía.

Mercurio estaba besando a otra mujer.

Giuditta sintió que su corazón se resquebrajaba como el cristal. Sintió que un torrente de lágrimas le saltaba a los ojos. Sintió que si permanecía allí acabaría gritando. Emitiendo un sonido feroz, como un animal herido, arrancó los pies del adoquinado y los brazos del cielo. Se dio media vuelta y echó a correr.

—¡Giuditta! —gritó Donnola mientras corría en pos de ella—. ¡Espera, Giuditta!

Mientras escapaba, pesada y pálida, Giuditta se decía que, si bien no estaba segura de poder afirmar que la alegría que había experimentado esa mañana era amor, el desgarro que sentía ahora, tan brutal como si tuviera un pedazo de cristal clavado en el corazón, lo era sin lugar a dudas.

Mercurio había besado a otra, se repetía mientras corría.

Llegó jadeante a la fonda donde se alojaba. Subió corriendo la escalera y entró en su habitación. Se echó en el jergón bocabajo. Hundió la cabeza en la almohada que había besado esa noche creyendo que eran los labios de Mercurio. Se sintió estúpida. Agarró la almohada y la rompió gritando.

Cuando Donnola llegó a lo alto de la escalera se detuvo en el umbral del dormitorio. La habitación estaba llena de plumas de oca.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó preocupado.

Giuditta lo miró. Tenía los ojos enrojecidos debido a las lágrimas y a la ira, y el pelo revuelto. Jadeaba.

—Nada —contestó.

—Vamos, Giu…

—¡Nada! —gritó ella furibunda—. ¡Nada! ¡Nada!

Donnola no pronunció palabra. Dejó sobre el arca que había a los pies de la cama las telas que había comprado. Hizo ademán de salir.

—Disculpa, Donnola —dijo entonces Giuditta.

Donnola se volvió. No sabía qué hacer. Dudaba entre hablar, acercarse a ella o abrazarla.

—Perdóname —repitió Giuditta—, no quería…

Azorado, Donnola miró a su espalda, en dirección a la puerta.

—No debería haberte dicho nada —dijo Giuditta con aire melancólico.

—¿A qué te refieres?

—A que te podías marchar. En cambio, quiero que te quedes.

—Qué tonterías… —dijo Donnola cada vez más incómodo.

—Si quieres puedes marcharte.

—No tengo ningunas ganas de irme —dijo de golpe Donnola, enrojeciendo.

—Mentiroso. —Giuditta sonrió.

—¡No, si por lo visto, lo sabes todo!

—No te enojes…

—Pero ¡quién se enoja, maldita sea!

Giuditta soltó una carcajada, si bien su risa era triste.

—Mi padre y tú estáis hechos el uno para el otro. Y el capitán también.

—¿Debo considerarlo un cumplido? —preguntó Donnola perplejo.

Giuditta lo miró en silencio. A continuación dio unas palmadas en el jergón que había a su lado.

—Siéntate aquí, Donnola —dijo con una voz fina e infantil—. Abrázame.

—¿Qué has dicho? —preguntó Donnola volviéndose de nuevo hacia la puerta—. Esto es… quiero decir… sí, claro. —Pero no se movía.

—Te lo ruego —insistió Giuditta.

—Te he dicho que sí, qué narices… faltaría más… —Con torpeza, se acercó a la cama, se sentó y le rodeó los hombros con un brazo, rígido y avergonzado, con una lentitud exasperante.

—Abrázame —dijo Giuditta.

—¿Qué estoy haciendo?

—Más fuerte.

Donnola tragó saliva.

—Si entra el doctor…

—Abrázame, te lo ruego.

Donnola la atrajo hacia él con mayor convicción.

Giuditta apoyó la cabeza en uno de sus hombros.

—Más fuerte.

—No querrás que te rompa los huesos…

—¡Abrázame!

Azorado, Donnola empezó a mecerla a toda prisa.

—Así me haces vomitar —dijo riéndose Giuditta.

Donnola frenó sus movimientos.

—Así… —dijo Giuditta, y se echó a llorar.

Donnola la mecía sin saber qué otra cosa podía hacer o decir.

—¿Te has enamorado alguna vez? —le preguntó al cabo de un rato Giuditta.

—¿Yo? No, claro que no. No, no… Ya ves que no soy una gran belleza. ¿Quién puede enamorarse de uno como yo?

—Te he preguntado si tú te has enamorado alguna vez.

—Ah, bueno… —Donnola se concomía, como si Giuditta estuviese cubierta de ortigas—. No te había entendido bien… Yo… veamos, quizá… Pero fue hace mucho tiempo… Ni siquiera recuerdo cómo se llamaba…

—Donnola…

—Agnese… se llamaba Agnese.

Giuditta se calló durante unos instantes.

—¿Y también a ti te dolía tanto el corazón?

—Oye, Giuditta… eso es… —Donnola se calló un momento y luego habló a toda prisa, casi sin respirar—. ¿No crees que deberías comentárselo al doctor? Veamos, quiero decir, es tu padre y si bien sería más lógico hablar con una mujer, porque entre mujeres os entendéis mejor o, al menos, eso creo, porque entre hombres nos entendemos mejor… Lo sabes, ¿no? Sea como sea, si uno no tiene nada mejor que su padre… esto es, en fin… lo que pretendo decir es que no sé si soy la persona adecuada, ¿comprendes? No quiero darte un consejo equivocado y…

—¿Tan terrible es estar enamorado? —lo interrumpió Giuditta.

Donnola no respondió enseguida. Estrechó a la joven entre sus brazos y, mientras tanto, cabeceaba conteniendo un dolor que no quería confesarse, que había enterrado hacía ya muchos años.

—Sí —susurró, por fin, con un hilo de voz.

—Sí… —dijo Giuditta.

La chica que tocaba el cielo
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