79
Los guardias del Palacio Ducal, con el comandante a la cabeza, irrumpieron en el hospital.
—¿Dónde está el joven llamado Mercurio? —preguntó autoritario el comandante, que tenía la nariz tumefacta.
Isacco, Anna, el capitán Lanzafame, las prostitutas que se habían curado y las que aún yacían en las camas se volvieron a mirarlos. También los jóvenes soldados mutilados que habían empezado a ayudar con regularidad a Isacco salieron al encuentro de los guardias apoyándose en sus muletas. Todos miraban a los militares, como si se sorprendieran de su intrusión.
En realidad, los guardias habían llegado hacía unos instantes con dos vistosas embarcaciones que habían atracado en el canal, delante de la casa de Anna, organizando tal estruendo que cualquiera habría advertido su presencia en el radio de un cuarto de milla.
El capitán Lanzafame se aproximó al comandante de la guardia.
—¿A quién ha dicho que busca? —preguntó con fingido asombro.
—Se llama Mercurio —respondió el capitán—. No sé más.
—¿Y qué se supone que ha hecho? —preguntó Anna adelantándose también.
—Eso no te concierne, mujer —contestó el comandante.
Isacco y varias prostitutas rodearon asimismo a los guardias. Todos miraban la nariz del comandante.
—¿Entonces? Responded o se os considerará cómplices —dijo el comandante—. Sé que vive aquí.
—Tiene razón, pero a la vez se equivoca —contestó Lanzafame—. Es una especie de vagabundo. Pasa temporadas aquí. En este momento, por ejemplo, no está. Y no tenemos la menor idea de adónde puede haber ido, comandante.
—¿Lo estáis protegiendo? —preguntó el oficial.
—Puede verlo con sus propios ojos —contestó Lanzafame.
—Compruébelo si quiere —dijo Isacco—, pero le aconsejo que no toque nada. —Señaló a las prostitutas que guardaban cama—. Son contagiosas.
El comandante y los guardias miraron alrededor con inquietud. Observaron a las prostitutas cubiertas de llagas rojas.
—Si veis a ese delincuente debéis avisar a las autoridades —dijo el comandante—. Lo estamos buscando y cualquiera que lo albergue o lo esconda en su casa será considerado cómplice y enemigo de la República.
Todos los presentes guardaron silencio, sin asentir con la cabeza ni hablar.
Al cabo de un momento el comandante y sus guardias salieron del hospital haciendo el mismo estruendo que cuando habían entrado.
Lidia, la hija de Repubblica, los siguió hasta las embarcaciones. Después volvió al hospital y anunció: —Se han ido.
—Ya puedes salir —dijo Scarabello.
Mercurio apareció debajo de su cama. Estaba pálido y tenía las facciones tensas.
—Le diste una buena tunda —comentó riéndose Lanzafame—. Tiene la nariz rota.
Mercurio asintió ensimismado. Desde que Isacco le había dicho que Giuditta aún lo quería no había podido aplacar la ansiedad. La primera pregunta que lo torturaba era por qué la joven había querido romper con él. No tenía sentido y, con toda probabilidad, ella era la única que podía aclarar el enigma. Pero había algo aún más urgente. Sentía una angustia y un pánico incontrolables. ¿Podría salvarla?
—¿Entonces? —preguntó a Scarabello con la respiración entrecortada.
Scarabello lo miró con los ojos velados.
—¿Qué?
—¿Puedes ayudarla sí o no? —le repitió Mercurio, que ya le había hecho esa pregunta antes de que llegasen los guardias.
—No puedes estar aquí —dijo Anna preocupada acercándose a la cama—. Tienes que esconderte. ¿Lo has oído? Te están buscando.
—Sí, de acuerdo, ya pensaremos en eso —la interrumpió Mercurio intentando respirar. A continuación se dirigió de nuevo a Scarabello, presa del pánico—: Contéstame, ¿puedes ayudar a Giuditta?
—¿Cómo… podría…? —Scarabello cabeceó.
Mercurio se sentó en el borde de su cama.
—¿Y ese hombre poderoso que conoces? —Vio que Scarabello tenía la mirada ofuscada—. ¿El que se sienta tan alto que a mí me daría vértigo? ¿Te acuerdas de él?
Scarabello tendió una mano y le aferró la chaqueta ligera de lino. Estaba tan débil que casi no podía sujetar la tela con los dedos.
—¿Por qué me hablas como si fuera imbécil, muchacho? Te entiendo…, por el momento te entiendo.
—Entonces contéstame —insistió Mercurio.
—Tu Giuditta… está acabada —afirmó Scarabello jadeando.
—¡No!
—Sí, muchacho… Si hubiese robado el anillo… del Dux en persona… el hombre que está en lo alto del Consejo Mayor… habría podido… intervenir. —Scarabello se detuvo para recuperar el aliento—. Pero este asunto… es cosa de la Iglesia. La Santa Inquisición… no se somete al gobierno de la Serenísima… sino directamente al Papa, en Roma… ¿Está claro?
—No —repitió Mercurio—. No. Debe haber algo que…
Scarabello trató de reírse, pero le faltó el aliento. Levantó una mano para interrumpir a Mercurio.
—Ni siquiera tiene derecho a un defensor —continuó—. ¿Sabes lo que dicen? Las brujas se asan… antes de que enciendan el fuego… —Miró a Mercurio. Vio la desesperación en sus ojos.
Mercurio le cogió una mano, tenso.
—Te lo ruego, ayúdame…
Scarabello sintió pena por él. La vida de Giuditta valía ya menos que un marchetto. Todos lo sabían allí dentro. Incluso su padre. En cambio ese muchacho quería cambiar un destino marcado ya a fuego. Estaba dispuesto a echarse a los hombros toda la responsabilidad, de manera que sintió que no podía decepcionarlo.
—Quizá…
Mercurio le apretó la mano.
Scarabello miró a Anna, que se había quedado a su lado. La mujer lo despreciaba, y él podía comprenderla.
—Déjanos solos —dijo Mercurio a Anna creyendo que Scarabello quería decirle con la mirada que debía confiarle un secreto.
Anna desvió la mirada hacia Scarabello. Sacudió lentamente la cabeza. Pese a que no quería que ese delincuente pusiese en peligro la vida de Mercurio, no tuvo fuerzas para oponerse. Se dio media vuelta y se marchó.
—Puede que haya una ocasión para… hacerla escapar… pero es muy difícil…
—¿Cómo? —preguntó Mercurio.
—No lo sé… ahora no lo sé… —Scarabello respiraba con dificultad mientras trataba de dar una esperanza a Mercurio—. El punto débil es el trayecto desde la prisión hasta el lugar del proceso y viceversa… Es allí que podemos intentar algo… —Scarabello agitó un dedo en el aire—. Pero aunque lo consigamos… te encontrarán… si huyes por tierra…
—¿Entonces?
—Entonces repara tu barco, muchacho. Si logras hacer salir de la cárcel a tu novia solo tendrás una posibilidad… el mar. No pensarán en eso… Sube al barco. Y reza.
—Le dije a Zuan que lo hundiera… —dijo Mercurio.
—¿Y crees que ese viejo obedecerá a un crío como tú? —Scarabello sonrió—. Lo he visto, es un viejo cabezota que se ha casado con ese barco. Nunca lo hundirá… Me apuesto lo que quieras…
—No tengo dinero para…
—Te equivocas, lo tienes. Yo te lo daré… Ya te lo he dicho…
—Te lo devolveré.
—Eres realmente idiota, muchacho. —Scarabello se rio entre dientes—. Mírame. Me estoy muriendo. ¿Pretendes metérmelo en el ataúd?
Mercurio cabeceó.
—Tú no morirás.
—Ve a ver al viejo…
—Gracias.
—Ve…
Mientras Mercurio salía corriendo del establo, Scarabello lo siguió con la mirada. Pensaba que no podría ayudar a escapar a la hija del médico. Era una locura, y la historia del barco una majadería. Pero, al menos, lo mantendría ocupado. Siempre le había gustado ese muchacho, le habría gustado ayudarlo, pero lo único que podía hacer era darle una esperanza, por frágil que fuese. Algo era algo, pensó. Mientras yacía en esa cama había comprendido que la esperanza era un bien precioso.
Mercurio se acercó a Isacco y a Lanzafame, que estaban al lado del abrevadero.
—Capitán —dijo a Lanzafame—, ¿puede pedir que le asignen la tarea de escoltar a Giuditta de la prisión al tribunal y al contrario?
Lanzafame lo miró atónito.
Isacco se volvió hacia Mercurio. Por primera vez desde que habían arrestado a Giuditta sus ojos estaban vivos.
—¿Qué has pensado? —le preguntó.
—¿Podría pedir que le concedieran su vigilancia? —repitió Mercurio a Lanzafame.
El capitán negó con la cabeza.
—¿Cómo? Son órdenes superiores y…
—De acuerdo —lo interrumpió Mercurio—, pero si logro que le asignen la tarea y luego… alguien logra hacer escapar a Giuditta… ¿Usted la mataría?
Lanzafame se volvió hacia Isacco, luego miró de nuevo a Mercurio.
—¿Me crees capaz de hacer algo semejante, muchacho?
—¿Quieres ayudarla a escapar? —preguntó Isacco con la voz trémula por la emoción.
—¿Usted no lo intentaría? —dijo Mercurio.
Sus ojos delataban el miedo que sentía, pensó Isacco. Pero también valor.
Mercurio volvió corriendo a la cama de Scarabello.
—¿Cuántos favores puedes pedir al hombre poderoso?
—Mientras siga vivo tengo… un crédito ilimitado… —contestó Scarabello.
—Tengo uno para empezar.
Isacco y Lanzafame se unieron a ellos y rodearon la cama. Parecía que estuvieran conteniendo el aliento.
—¿De qué se trata? —preguntó Scarabello.
—La escolta de la prisionera —dijo Mercurio.
Scarabello reflexionó en silencio.
—Sí… creo que se podrá hacer… —Se volvió hacia Lanzafame y le sonrió débilmente—. Pero así se arriesga a perderse mi muerte, capitán…
Lanzafame lo escrutó. Su mirada había cambiado ligeramente. Asintió con la cabeza y frunció el labio de forma imperceptible, conteniendo una sonrisa.
—Correré el riesgo —afirmó.
—Que Dios nos proteja —dijo Isacco con los ojos empañados—. Que Dios nos proteja y cuide a Giuditta.
Mercurio miró a Scarabello.
—¿Te mando al tuerto?
—No —contestó Scarabello—. Tendrás que ir tú a hablar con él.
Mercurio se llevó la mano al pecho tratando de calmar su respiración, quebrada por la ansiedad.
—De acuerdo —aceptó.
—Acércate —le dijo Scarabello. Cuando Mercurio se inclinó hacia él le susurró al oído—: Ese se come para desayunar a uno como el tuerto. Cuando te reciba debes mirarlo directamente a los ojos y hacerle comprender que no es mejor que tú. Entonces te escuchará.
—Lo intentaré…
—Y convendría pedirle todo de una vez… —prosiguió Scarabello—. Así que si se te ocurren otros favores…
—De acuerdo.
—Espera… —Scarabello cogió a Mercurio de una mano. Se volvió hacia Isacco y Lanzafame—. Dejadnos solos, por favor…
El médico y el capitán se alejaron.
Scarabello se abrió la camisa. Cogió una cadena de oro entre los dedos e intentó arrancársela, pero estaba muy débil. Los eslabones de la cadena tintinearon, y los dedos llagados de Scarabello perdieron la presa. Jadeó, cansado. Hizo un ademán a Mercurio para que lo ayudase.
El joven le quitó con delicadeza la cadena. Un largo mechón de pelo blanco quedó enganchado en uno de los eslabones. Mercurio lo arrancó enseguida, confiando en que Scarabello no lo viese.
—Enséñaselo…, enséñaselo a Jacopo… Giustiniani… —Scarabello señaló el sello que estaba pegado a la cadena—. Se llama así… pero no digas su nombre aquí… Debes… —Entornó los párpados como si estuviese buscando la palabra justa—, debes… protegerlo…
—Entiendo —dijo Mercurio. Miró el sello. El oro estaba finamente trabajado y la piedra era una cornalina casi roja. En la misma había grabada un águila de dos cabezas con las alas desplegadas.
—Si muero antes… este sello bastará para hacerle creer durante cierto tiempo que sigo con vida… —explicó Scarabello.
—Tú no morirás —reiteró Mercurio.
—Todos mueren… tarde o temprano…
Mercurio dejó Mestre con un peso en el corazón. Todo dependía de él, era consciente. Y debía lograr su propósito para evitar que Giuditta muriese.
Pidió a Tonio y a Berto que lo dejasen, como siempre, en el rio de Santa Giustina, en el punto en que este se cruzaba con el rio de Fontego. Más que nunca, quería evitar que demasiadas personas estuviesen al corriente de la existencia del barco.
Mientras caminaba por los muelles apretando el paso oyó un redoble de tambores en el campo adyacente. Se asomó y vio que un grupo se apiñaba alrededor de un pregonero.
—Domingo, día del Señor, por voluntad de nuestro patriarca Antonio II Contarini —decía recalcando las palabras con una voz estentórea—, en la plaza de San Marco, cerca del muelle ducal, ante las autoridades de nuestra Serenísima República de Venecia, la Santa Inquisición romana leerá públicamente el resumen de las acusaciones que recaen sobre Giuditta di Negroponte, bruja y judía…
La multitud aplaudió.
Mercurio comprendió que no disponía de mucho tiempo. La hoguera ya estaba preparada.
Quizá todos tuvieran razón. Lo más probable era que Giuditta estuviese condenada, pero él no podía ni quería darse por vencido.
Corrió hasta el astillero de Zuan dell’Olmo. Dobló la esquina conteniendo el aliento.
—¿Dónde estás, viejo? —gritó.
Mosè lo recibió ladrando alegremente.
—¡No lo has hundido! —dijo a Zuan cuando este apareció por fin.
—No, muchacho —contestó el viejo con aire serio—. Y no quiero tus monedas de oro. No te venderé mi barco. No sabría qué hacer con el oro. Prefiero quedarme aquí y podrirme con él…
Mercurio se rio y lo abrazó eufórico. Al menos algo iba como debía.
—¡Te adoro, Zuan!
—¿Qué demonios haces, muchacho? —dijo molesto y cohibido el viejo tratando de zafarse de él.
—No debes hundirlo —le explicó Mercurio—. Tienes que repararlo.
—Eres tonto, muchacho —dijo el viejo Zuan apuntándolo con un dedo—. En cuanto te vi comprendí que eras tonto.
—Debes repararlo —insistió Mercurio—. Deprisa.
—¿Qué significa deprisa? ¿Con qué dinero?
—Una semana…
—¿Una semana? Ves como eres ton…
—Una semana —lo atajó Mercurio mirándolo con determinación. Apretó el hombro huesudo de Zuan con una mano—. Es cuestión de vida o muerte —añadió.
El viejo marinero se alertó.
—Una vez estuve en el Arsenal. En un día construyeron uno de principio a fin —dijo Mercurio señalando la embarcación—. Debes reflotarlo en una semana. No te preocupes por el dinero, tengo todo lo que necesitamos.
Zuan cabeceaba mientras Mosè ladraba excitado.
—¡Cállate, idiota! —le gritó el viejo. Mosè ladró aún más fuerte moviendo la cola.
—Y preparaos para partir. Los dos —dijo Mercurio señalando a Mosè.
Zuan lo miró.
—¡Eres idiota! Completamente idiota… —Braceó—. Necesitamos una tripulación para dirigir el barco, ¿lo has pensado?
—Encuéntrala —dijo Mercurio—. Yo tengo dos remeros, ¿te sirven?
—¡Necesitamos al menos veinte, hostia!
—Solo tendrás que buscar dieciocho, viejo. —Lo escrutó—. No estoy bromeando. Créeme.
Zuan emitió un sonido que daba a entender que se rendía. Sus ojos brillaban alegres.
Mercurio lo aferró por los hombros.
—Mírame —le dijo con seriedad.
Mosè aulló y se sentó con aire compuesto.
—Te necesito, viejo —le dijo Mercurio—. No me falles.
—No… —susurró Zuan, y mientras Mercurio se marchaba se enjugó una lágrima de emoción e intentó dar una patada a Mosè, pero el perro lo esquivó y se puso a ladrar alrededor de él, jovial—. ¡Estúpido, te ríes de este pedazo de mierda embalsamado! Ya veremos si aguantas en el mar…
A lo lejos se oían los tambores de la Inquisición.