77
—No —dijo Mercurio con un hilo de voz.
Isacco lo miró sin comprender. En su rostro se veían las huellas del sufrimiento y la preocupación. Sus hombros robustos se habían curvado, arqueado, como si un peso insoportable los hubiera aplastado. Sus ojos se habían apagado, como velados por dos cataratas de emoción.
—¿No? —preguntó Isacco.
Mercurio calló.
Permanecieron así en el establo, que cada vez se parecía más a un hospital, mirándose con desasosiego.
Las prostitutas se movían sigilosamente, con la cabeza agachada. Nadie hablaba.
—Solo dijo… —dijo Isacco a duras penas—, solo… «Díselo a Mercurio…». Eso es todo.
Mercurio asintió con la cabeza, un poco asustado. ¿Qué pretendía decir? ¿Por qué Giuditta quería que él lo supiese? Tenía otra vida, había decidido dejarlo al margen de ella, arrojarlo al mar. Entonces, ¿por qué quería que lo supiese? Empezó a inquietarse. Notó que el ritmo de su respiración aumentaba imperceptiblemente.
—Yo la he encerrado en esa prisión… —dijo Isacco—. Yo la traje a Venecia…
Mercurio lo miró como si lo viese solo en ese momento. Una especie de rabia se agitaba en su interior. Estaba enfadado con Giuditta, que primero lo había excluido de su vida y que ahora lo reclamaba con tanta intensidad.
—No tengo fuerzas para sostenerlo a usted también, doctor —dijo.
Isacco inclinó la cabeza y se encogió aún más.
—¡Mierda! —exclamó Mercurio—. ¡Pare ya, doctor!
—¿Qué pasa? —preguntó Lanzafame acercándose a ellos.
—¿Es usted amigo suyo, capitán? —preguntó Mercurio con la cara encendida, irritado por su reacción, pero al mismo tiempo incapaz de dominarla—. ¡Entonces consuélelo usted! Hasta hoy este hombre solo me ha dado patadas en el culo y ahora quiere que yo… que yo…
Lanzafame lo empujó.
—Apártate. No quiere nada de ti, imbécil. —Cogió a Isacco de un brazo—. Ven, vámonos.
—¿Adónde? —preguntó Isacco.
—No lo sé —contestó Lanzafame—. A tomar un poco el aire, ven…
—Sí, marchaos. Toda esta imbecilidad me importa un carajo —dijo Mercurio sombrío. Apretó los puños e hizo rechinar los dientes. Se mordió un labio.
Entonces, de improviso, Lanzafame soltó el brazo de Isacco, se abalanzó sobre Mercurio y lo aplastó contra la pared.
—¡Llora, muchacho! —gritó—. ¡Llora, hostia! —Lo miró antes de soltarlo. Volvió a coger a Isacco del brazo y le dijo en voz más baja, con más dulzura—: Tú también debes llorar, viejo bobo.
Isacco lo siguió dócilmente a la salida del establo.
—Tiene razón… —dijo Scarabello desde su cama.
Mercurio se volvió con la cara contraída por una mueca que le alteraba los rasgos. Emitió un sonido gutural, semejante a un gruñido, que le rasgó la garganta. Cabeceó con violencia.
—¡No! —gritó.
—Ríndete… —dijo Scarabello con la voz debilitada por la enfermedad.
Mercurio apretó aún más los puños y los dientes. Después salió sin decir palabra. Corrió por el campo, corrió hasta que su corazón no pudo más. Entonces se tiró de bruces a la hierba que la sequía estival empezaba a teñir de amarillo y clavó los dedos en la tierra seca, que se le metió bajo las uñas. Permaneció así, dejando que el sol le quemase la espalda. Permaneció inmóvil, incapaz de verter una sola lágrima.
—Díselo a Mercurio… —murmuró al cabo de cierto tiempo, durante el cual el mundo había dejado de existir.
Alzó la cabeza. La luz lo deslumbró.
—¿Por qué? —gritó al cielo.
Se puso de pie y regresó. Vio a Isacco y a Lanzafame cerca del abrevadero. Isacco estaba sentado en una piedra, destrozado por el dolor y el sentimiento de culpabilidad. Lloraba. Lanzafame estaba a su lado mirando el sol con los brazos cruzados.
Mercurio frenó el paso. Sintió cólera y miedo, pero también una punta de esperanza.
—¿Por qué? —preguntó en voz baja.
Pensó en el día en que Giuditta le había dicho que todo había terminado entre ellos. Recordó que la había seguido como un perro callejero y que la había visto besando a Joseph, el joven al que Isacco había pedido que la siguiese para protegerla. De él.
Se volvió de golpe hacia Isacco. Lo odiaba.
«La culpa es tuya», pensó.
Nada tenía sentido, pero debía encontrar la respuesta a la única pregunta que le interesaba.
—¿Por qué? —volvió a decir mientras corría hacia el muelle del pescado, y lo repitió mientras Tonio y Berto remaban a toda prisa para llevarlo a Venecia, al puente de Cannaregio.
Bajó dando un salto y se metió la mano en el bolsillo donde tenía el cuchillo. Llegó al campo del Ghetto Vecchio y esperó. Estaba dispuesto a todo, pero antes debía saber.
«Díselo a Mercurio», esas palabras retumbaban en su cabeza, le parecía oír de verdad la voz de Giuditta. «Díselo a Mercurio…».
Por fin, después de haberlo esperado con creciente tensión, apareció Joseph.
El joven caminaba con su paso balanceante. Mercurio no lo recordaba tan robusto, pero no tenía miedo. Ya nada podía atemorizarlo.
Lo siguió hasta que llegaron a un callejón oscuro y desierto. Mercurio se abalanzó sobre él empuñando la navaja, apuntándola a la garganta del joven.
—¿Me reconoces, bastardo? —le dijo echándole el aliento a la cara.
Joseph asintió lentamente.
—¿Qué hay entre Giuditta y tú? —le preguntó Mercurio pinchándole con la navaja bajo la barbilla. No podía apartar los ojos de sus labios, que habían besado a Giuditta—. ¡Contesta, pedazo de mierda!
—Me haces daño —dijo Joseph.
—¿Quieres sentir qué significa que duela de verdad? —dijo Mercurio aún más rabioso, casi a punto de clavarle la punta de la navaja—. Si no me contestas la haré salir por tus ojos, ¿me has entendido?
Joseph asintió con la cabeza. Apenas Mercurio apartó un poco la navaja el joven se liberó de él con una agilidad sorprendente, dada su mole, y lo empujó contra la pared. Acto seguido le retorció la muñeca y lo obligó a tirar el cuchillo, de forma que los papeles cambiaron en un instante. Luego le plantó el antebrazo en el cuello y lo inmovilizó.
—Puede que sea estúpido, pero soy fuerte y sé cómo utilizar mi fuerza —dijo sin rabia—. Lo único que sé hacer bien es pelear.
Mercurio lo miraba con rencor.
—No hay nada entre Giuditta y yo —aseguró Joseph.
—Entonces, ¿por qué… la besaste? —preguntó Mercurio haciendo un esfuerzo.
—No lo sé —contestó Joseph ruborizándose—. Giuditta me pidió que lo hiciera y yo la obedecí sin hacer preguntas. No tengo confianza con las mujeres, me da vergüenza… —Miró a Mercurio con sus ojos bovinos—. Ahora debo dejarte —le dijo—. No hagas estupideces.
Mercurio asintió lentamente con la cabeza.
Joseph apartó el antebrazo y dio un paso hacia atrás.
Mercurio sentía flaquear las piernas, que casi no podían sostenerlo. Tenía una gran confusión en la cabeza.
—Lo siento —le dijo Joseph.
—Que te den por culo, bola de sebo —gruñó Mercurio alejándose.
Cuando llegó al puente que estaba después del soportal del Guetto Vecchio, en Cannaregio, sus piernas cedieron y tuvo que sujetarse a la barandilla de madera.
—¿Te encuentras mal, muchacho? —le preguntó una vieja criada que volvía del mercado cargada con la compra.
Mercurio la miró con los ojos cargados de odio.
La vieja inclinó la cabeza y prosiguió apresuradamente su camino.
Mercurio se dio cuenta de que, a medida que se iba abriendo paso en su corazón la débil esperanza a la que aún no quería dar un nombre, más lo invadía una rabia ciega. Y la rabia lo revigorizó.
Se dio media vuelta y corrió hacia San Marco.
Cuando llegó a la puerta de las prisiones de la galería del Palacio Ducal estaba sin aliento. Vio a dos soldados que montaban guardia a la entrada. Detrás de ellos había cinco más, entre los que se encontraba el comandante, con su uniforme de alta ordenanza.
En la plaza había un grupo de haraganes. Todos hablaban de la bruja.
—Tengo que ver a… —dijo Mercurio con la respiración entrecortada— Giuditta di Negroponte…
El soldado lo miró con aire distraído.
—Quítate de en medio —le dijo.
—Te he dicho que quiero verla —repitió Mercurio.
El soldado se volvió hacia él.
—¿Quién eres?
—Soy… —Mercurio vaciló—. Soy…
—No eres nadie. Vete —dijo el comandante de la guardia acercándose a él.
Mercurio permaneció inmóvil. Movía el peso de una pierna a otra balanceándose de lado y alargando el cuello hacia la galería del Palacio Ducal. Sentía una angustia creciente, que no podía dominar.
—¿Me has entendido, muchacho? Vete —repitió el comandante.
—¡Giuditta! —gritó de improviso Mercurio—. ¿Me oyes, Giuditta?
—¿Qué estás haciendo? —dijo el comandante.
Varios de los haraganes que llenaban la pequeña plaza contigua a la basílica se aproximaron movidos por la curiosidad.
—¡Giuditta! —volvió a gritar Mercurio a pleno pulmón apoyando las manos abiertas a ambos lados de la boca como si, de esa forma, pudiese expeler la angustia—. ¿Por qué? Dime por qué.
Obedeciendo a un ademán del comandante los dos soldados que estaban en la puerta intentaron coger a Mercurio de los brazos.
El joven saltó hacia un lado zafándose de ellos.
—¡Giuditta! —vociferó una vez más.
—¡Cállate o te arresto, muchacho! —lo intimó el comandante.
Entretanto, los otros soldados se habían acercado y esperaban una orden.
—¡Que te den por culo! —gritó Mercurio al comandante fuera de sí.
El oficial se abalanzó sobre él y lo aferró por la chaqueta.
—Estás arrestado, tú lo has querido.
Los dos guardias lo agarraron, uno por cada lado.
—¡Giuditta! —siguió gritando Mercurio tratando de desasirse de ellos—. Dime por qué.
—Ya verás como una noche en la cárcel te aclarará las ideas —afirmó el comandante—. ¿Cómo te llamas? ¿Quién eres?
Atraído por el bullicio, el Santo subía por la escalera que llevaba a los calabozos.
—¡Siempre en medio, fraile de los cojones! —dijo Mercurio, iracundo.
El Santo lo reconoció y lo miró con sumo desprecio.
—Modera tu lenguaje —le dijo el comandante aproximándose a él. Se volvió hacia sus soldados—. Llevadlo dentro —ordenó.
Instintivamente, Mercurio dio un cabezazo al oficial en plena cara.
Los guardias lo soltaron por un instante, desconcertados. Mercurio aprovechó el momento para dar un salto hacia atrás.
El comandante gimió de dolor y cayó al suelo con la nariz rota.
—¡Arrestad a ese bastardo! —gritó.
Pero Mercurio se había dado ya media vuelta y había huido.
—¡Cogedlo! —gritó el capitán sangrando copiosamente por la nariz.
—Lo conozco —dijo el Santo—. Y creo que sé dónde vive.
Entretanto, Mercurio cruzaba la plaza de San Marco con los guardias pisándole los talones, pese a que las armas y los uniformes entorpecían su carrera. Mercurio los despistó enseguida. Subió a una barca de pescadores que volvían a Mestre. Desembarcó en el muelle del pescado y se dirigió a casa de Anna.
Además de Giuditta, solo había otra persona que, quizá, podía responder a su pregunta.
—Tengo que hablar con usted, doctor —dijo a Isacco, que estaba inclinado sobre una prostituta curándole una llaga.
El médico lo miró. Asintió con la cabeza y lo siguió fuera del hospital.
Caminaron en silencio hasta el abrevadero. Al llegar a él se pararon uno al lado del otro sin mirarse.
Mercurio se sentía débil, pero no podía posponerlo más. Debía saber, debía dejar que la esperanza a la que se había enfrentado durante todo el día se desvaneciera o, por el contrario, se hiciese realidad.
Isacco no dijo palabra. Permaneció inmóvil, mirando el horizonte velado por la niebla estival.
Mercurio respiró hondo y habló.
—¿Por qué? —se limitó a preguntar.
Isacco dejó que el sonido de la pregunta penetrase en él. Luego, en un tono preñado de compasión y afecto, respondió: —Porque te quiere, muchacho.
El pánico estalló, incontrolable.
—Socorro —murmuró Mercurio.