71

—¿Qué ha pasado? —preguntó el capitán Lanzafame—. ¿Ya no estás enfadado con el muchacho?

Isacco lo miró.

—Olvídalo —dijo—. Me da pena.

—¿Qué ha pasado? —volvió a preguntar el capitán Lanzafame.

—No lo sé, pero Giuditta no quiere que se lo nombre…

—Entonces, el chico tiene razón: deberías celebrarlo.

—Pues sí. —Isacco cabeceó con tristeza—. En cambio lo lamento. Me da pena. Pobre. Jamás me lo habría imaginado.

—¿Por qué?

—Porque… —Isacco hizo una mueca de disgusto—. Porque estaba haciendo todo lo posible para salirse con la suya, y ahora, de repente, va a tirar la toalla.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque su naturaleza oscura lo empujará a hacerlo. —Isacco apretó los dientes—. Le dirá… que no vale la pena.

—¿Te ha ocurrido a ti? —preguntó Lanzafame en voz baja.

—Continuamente —contestó Isacco—. Continuamente.

—Y aquí estás. El médico de las putas que combate el mal francés enfrentándose a todos.

Isacco miró al capitán. Sus ojos se entristecieron.

—Soy más afortunado que él. Dondequiera que esté, mi mujer me cubre la cabeza con una mano. Día y noche. Y me protege. Ese chico, en cambio…, no tiene a nadie.

—Estás celebrando el funeral sin el muerto, Isacco —dijo Lanzafame.

—Espero que tenga usted razón. —Isacco miró en derredor. En el establo se trabajaba a marchas forzadas—. Vamos retrasados. A este paso no acabaremos nunca —refunfuñó.

Lanzafame olfateó el aire.

—Mira el lado positivo, doctor. Al menos ya no huele a vaca. Donnola tenía razón: vosotros, los judíos, os pasáis la vida haciéndoos las víctimas.

Isacco sonrió con melancolía.

—Nos habría sido muy útil. Era el mejor asistente que uno desearía tener.

—No te lo puedo devolver —dijo Lanzafame en tono duro—, pero ese cerdo de Scarabello me las pagará. Lo degollaré con mis manos. Lo colgaré cabeza abajo de una viga y haré salir toda la sangre de la garganta, poco a poco.

De improviso, se oyeron unos gritos en el exterior.

—¿Qué sucede? —preguntó Lanzafame dirigiéndose a la puerta.

Isacco lo siguió.

—¡Judíos y putas! —gritaba un hombre que capitaneaba a un centenar de personas—. ¡No os queremos en Mestre! ¡Marchaos de aquí!

Las prostitutas que aún podían mantenerse en pie se amontonaron en la puerta. Sus cuerpos y sus caras, antes seductoras, estaban devastadas por las pústulas, las llagas, la debilidad, el hambre y el miedo. Miraban preocupadas. Las habían expulsado de la torre de los arrendajos hacía apenas unos días y aún tenían en los huesos y en el alma el miedo que les había causado verse en la calle. Las aterrorizaba la idea de perder lo poco que tenían.

Nada más verlas la gente empezó a gritar más fuerte. Sobre todo las mujeres, que temían por sus maridos.

—¡Putas! ¡Putas!

—Entrad —les ordenó Lanzafame.

Pero las prostitutas estaban petrificadas.

—¡Malditas putas! —vociferó una mujer adelantándose. Cogió una piedra y la tiró a la entrada del establo.

La piedra golpeó a una prostituta en una rodilla. La mujer chilló y perdió el equilibrio.

Apenas cayó al suelo, al barro que olía a estiércol de vaca, la multitud se enardeció. Avanzó como un río en crecida.

—¡Quietos! —gritó Lanzafame desenvainando la espada. Pero estaba solo. Había despedido a sus soldados cuando había desaparecido la necesidad de defenderse de Scarabello—. ¡Quietos!

La multitud frenó, pero no se detuvo. Hervía y espumaba, como una ola de resaca que se dispone a romper en la playa.

—¡Quietos, en nombre de Dios! —gritó Anna del Mercato plantándose delante de la muchedumbre.

—¡Apártate, Anna! —gritó el hombre que lideraba la protesta—. ¡Maldita seas por habernos traído aquí a las putas y a los judíos! —Le dio un empellón y Anna cayó al suelo.

Lanzafame se lanzó hacia ellos apuntándolos con la espada.

La gente que iba a la cabeza se paró delante del arma, pero la de detrás seguía empujando y vociferando.

—¡Venga! ¡Aprisa! —dijo Lanzafame ayudando a Anna a levantarse. Sabía que solo iba a poder contenerlos unos segundos.

Anna lo miraba aterrorizada, no podía moverse.

La multitud empujaba y se acercaba a ellos, amenazadora.

—¡Date prisa, mujer! —gritó Lanzafame.

En lugar de levantarse, Anna se tapó los ojos con un brazo.

—Apártese, yo la ayudaré —dijo Mercurio apareciendo en ese preciso momento y levantando a Anna—. ¡Vamos, deprisa!

Anna pareció despertarse. Se precipitó al establo a la vez que Lanzafame retrocedía también, frenando a la muchedumbre con la punta de su espada.

Anna abrazó a Mercurio cuando llegaron a la puerta del establo.

—¿Por qué? ¿Por qué? —repetía.

—Porque la vida es una mierda —respondió con dureza Mercurio—. ¿Aún no lo has entendido a tu edad? —Acto seguido hizo ademán de abalanzarse sobre el hombre que encabezaba la protesta.

Isacco le aferró la barbilla.

Mercurio lo miró encolerizado.

El médico sostuvo la mirada en silencio, sin soltarlo.

La multitud empezó a apedrearlos.

—¡Dentro! ¡Dentro! —ordenó Lanzafame a voz en grito.

Mercurio se desasió de Isacco, cogió varias piedras que les habían lanzado y las tiró a su vez con toda la rabia que seguía agitándolo.

Alguien cayó al suelo. El ímpetu de la gente disminuyó de golpe. Muchos se detuvieron y los que seguían avanzando, al verse solos, frenaron y miraron hacia atrás. Después gritaron a pleno pulmón, como si quisieran compensar el hecho de que también ellos estaban parándose y reculando.

Isacco dio un paso hacia delante.

—¿Por qué os molestamos, buena gente?

—¡No queremos putas y judíos en Mestre! —gritó la multitud.

—Pero ¿por qué? —dijo Isacco—. Son mujeres enfermas…

—¡Putas! ¡Son putas!

—Y yo soy un médico…

—¡Judío! ¡Sucio judío!

Lanzafame se acercó a él.

—Entra, doctor —le dijo.

—¡No! ¡No quiero seguir escondiéndome! —gruñó Isacco.

Mercurio miraba a la gente desde la puerta. Veía odio, rabia y desesperación en sus ojos. Veía las arenas movedizas en las que braceaban. Los veía ya muertos. Ahogados en su destino. Condenados. Y se sentía reflejado en cada uno de ellos.

Un joven se separó de improviso de la muchedumbre que hervía de animosidad. Avanzó poco a poco mirando fijamente a Isacco. Era fuerte, alto, rubio y tenía un solo brazo. El otro estaba amputado a la altura del codo.

Todos callaron repentinamente. La multitud y los asediados. Todos contenían el aliento.

El joven se paró a pocos pasos de Isacco.

Mercurio vio que no había odio ni rabia en sus ojos.

El joven sonrió al médico.

Isacco lo miraba sin saber cómo comportarse. Entonces el joven alzó el muñón y lo agitó en dirección a Isacco.

—Esto me lo cortó usted —dijo jovial. Se volvió hacia la muchedumbre y buscó con la mirada a alguien—. ¡Susanna! —gritó sin dejar de agitar el muñón en el aire—. ¡Me lo cortó él!

La multitud murmuró sin comprender.

Una muchacha con una melena larga y rubia, y un niño en brazos emergió de la muchedumbre. Miraba al joven asintiendo con la cabeza.

Mercurio vio que también sonreía apretando el paso.

La muchacha se acercó al joven, le pasó el niño y luego se encaminó hacia Isacco. Cuando llegó a su lado se tiró al suelo delante de él. Le cogió una mano y se la besó.

—Que Dios le bendiga, señor —dijo conmovida.

El joven, con el niño en el brazo sano y agitando el muñón hacia la gente como si fuera un trofeo gritó: —¡Es el médico que me salvó!

A ese punto, mientras la gente murmuraba confusa y las prostitutas volvían a asomarse por la puerta del establo, otro hombre, de unos treinta años al que le faltaba una pierna, se separó del grupo apoyándose en unas muletas y se aproximó al joven sin brazo, después de haber mirado a Isacco risueño. Su mujer se puso enseguida a su lado. Haciendo un gran esfuerzo, dos mutilados más se unieron a sus antiguos compañeros, muy tiesos y orgullosos. Los acompañaban sus esposas y sus hijos.

—¡Gracias a él sigo respirando y puedo andar! —vociferó otro al que le faltaba un pie y que se apoyaba en una prótesis de madera atada con una correa de cuero a los restos de una pierna.

Un hombre tras otro, fue emergiendo de la multitud un pequeño y patético ejército. A unos les faltaba un brazo, a otros una pierna, algunos solo habían perdido un par de dedos, otros estaban simplemente cojos o ciegos, o tenían cicatrices que, si bien no se veían, habían sido cosidas por Isacco cuando, hacía ya mucho tiempo, se había cruzado con la tropa de heridos del capitán Lanzafame camino de Venecia.

Isacco sentía una honda emoción.

—Ahora dime que no eres médico —le susurró al oído Lanzafame.

El reducido ejército se volvió hacia su comandante.

—Cuente con nosotros, capitán —dijo el joven hablando por sus compañeros.

Lanzafame se aproximó a ellos.

—¡Nunca he tenido una tropa tan extraordinaria, vive Dios! —exclamó con los ojos resplandecientes.

La multitud había enmudecido.

Mercurio vio que el odio y la rabia se evaporaban como las gotas de rocío con los primeros rayos del sol. Miró sus pies y comprobó que se habían liberado de las arenas movedizas. Se volvió hacia Anna.

—Siento lo de ayer… —dijo.

Anna le apretó la mano.

—Es bonito estar vivos y ver algo así, ¿verdad?

Mercurio no asintió. Aún no tenía fuerzas para hacerlo.

—¿Necesita ayuda, doctor? —preguntó el hombre de las muletas a Isacco.

—¿Qué hay que hacer? —inquirió otro.

—Todo, coño, mirad alrededor —contestó el joven lisiado.

—Los hombres podéis ocuparos de la cal —dijo una muchacha—. Nosotras echaremos una mano a estas pobres mujeres, que estarán hartas de tener manos de hombre en la entrepierna.

Las mujeres se echaron a reír y se acercaron a las prostitutas.

—¿Vosotros, qué hacéis? ¿Venís a ayudarnos o no? —gritó el joven del muñón a la multitud.

La mayoría inclinó la cabeza y se marchó en silencio. Varios de ellos, sin embargo, se unieron al grupo.

Isacco buscó a Mercurio y se acercó a él.

—Todo esto es mérito tuyo, muchacho. ¿Te das cuenta? —le dijo—. Gracias.

Mercurio le lanzó una mirada torva.

—Ahora que ya no le preocupa su hija, le resulta fácil ser generoso, ¿verdad, doctor?

—Muchacho, me gustaría que supieses… —empezó a decir Isacco.

—Basta ya de idioteces, ¿no cree? —lo interrumpió Mercurio—. Ha logrado lo que quería, pero los dos sabemos que si se lo hubiera ofrecido yo, se habría negado. Así que ahórrese las escenas.

—Tienes razón —dijo Isacco—. Te pido perd…

—¡No me pida nada, hostia! —estalló Mercurio—. No me interesa —rezongó a la vez que se alejaba.

Dado que no podía soportar ver a toda esa gente que ya no miraba con odio y que había logrado salvarse de las arenas movedizas, se encaminó hacia Venecia.

Encontró a Scarabello a la entrada de la casa de empeños de Isaia Saraval.

—¿Tienes mi parte? —le preguntó.

Scarabello apenas se sostenía de pie. Estaba pálido. Tenía el labio inferior tumefacto, morado, partido en dos por una llaga purulenta. Su vestido negro estaba arrugado y sucio, y su pelo parecía opaco y menos abundante.

—Sí, muchacho…, tengo tu parte —contestó Scarabello haciendo un ademán al tuerto.

Este tendió a su amo un saquito de cuero negro, grueso y pesado, atado con un lazo dorado.

Scarabello lo cogió y lo abrió.

Mercurio vio que le temblaban las manos.

Scarabello se quitó un guante para contar las monedas. Tenía el dorso de la mano completamente comido por una llaga infectada. Notó que Mercurio la observaba.

—Reconozco que he tenido días mejores. —Sonrió.

—Ya veo —dijo Mercurio con dureza.

Su mirada impresionó a Scarabello.

—Te has convertido en un hombre —dijo jadeando levemente—. En unos días.

Mercurio tendió la mano.

—Dame mi dinero.

Scarabello contó las monedas que le debía poniéndolas una a una en la palma de la mano. Al llegar a la última la sostuvo suspendida en el aire.

—Solo las grandes derrotas nos hacen hombres. ¿Cuál es la tuya?

—Métete en tus asuntos —contestó Mercurio arrancándole de la mano la moneda.

El tuerto hizo amago de intervenir.

—No —dijo débilmente Scarabello—. Es suya.

Mercurio escrutaba al tuerto con aire desafiante.

Scarabello sonrió y dijo a su hombre.

—A partir de hoy te conviene evitarlo. Este hombre ya no tiene nada que perder.

—Siempre has sido un gran filósofo —comentó Mercurio. Hizo ademán de marcharse, pero se detuvo—. ¿Cuál ha sido tu gran derrota? —le preguntó.

Scarabello señaló el labio llagado.

—Esta —respondió y, de improviso, se desplomó al suelo.

Cuando Mercurio entró en el establo con Scarabello en brazos se hizo un silencio tenso.

Lanzafame desenvainó el puñal.

Isacco se acercó a ellos con una mirada dura.

—¿Qué más quieres? —preguntó a Scarabello.

—Está enfermo —explicó Mercurio.

—¿Y qué? —preguntó Lanzafame apretando el puñal.

—Pues que él es médico —contestó Mercurio.

—No para él —dijo Lanzafame acercando el cuchillo al cuello de Scarabello—. Para eso estoy yo. —Lo miró—. ¿Te acuerdas de Donnola?

Scarabello esbozó una débil sonrisa.

—Capitán, no necesita… vengarlo… —dijo con un hilo de voz—. Él se ocupó… de eso… —Se tocó el labio—. Esto me lo… regaló… Donnola… Me condenó a una muerte lenta y dolorosa… en lugar de dulce y rápida, como la que podría proporcionarme su arma… Dejad… que sea él… el que me mate… —Jadeó—. No le prive… de ese privilegio… —Se desmayó.

—Tumbadlo en esa cama —dijo Isacco a Mercurio.

—¿Qué demonios estás pensando? —preguntó Lanzafame iracundo—. Este gusano mat…

—¡Tiene razón el muchacho! —gritó Isacco al mismo tiempo que las prostitutas se apiñaban a su alrededor—. ¡Soy médico y lo curaré, lo juro por Dios!

La chica que tocaba el cielo
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