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—¿Por qué? —preguntó Jacopo Giustiniani.
El noble había dejado entrar a Mercurio en la sala del Consejo Mayor. Dos pajes con librea y con unas largas melenas rubias lo habían escoltado hasta un rincón de la gigantesca sala, que medía más de veinticinco pértigas por tres y tenía una altura de, al menos, seis, sin que una sola columna interrumpiese el desmesurado espacio para sostener el techo. Mercurio nunca había visto nada tan inmenso como esa sala, que se encontraba en el primer piso del Palacio Ducal y que daba al muelle y a la placita.
—Porque… —Mercurio se interrumpió.
Scarabello le había dicho que ese hombre era capaz de comerse al tuerto de un solo bocado. Deslumbrado por la luz que entraba por una de las siete grandes ventanas ojivales, Mercurio notó que Jacopo Giustiniani era muy diferente del hombre que había imaginado detrás de la máscara hacía cierto tiempo, cuando lo había visto en compañía de Scarabello. Era muy distinto a como esperaba. Tenía una mirada suave y unos modales corteses. Además de un carisma natural.
—Me han recomendado que no me muestre débil con vos —dijo obedeciendo al instinto—, pero es difícil no sentirse inferior en vuestra presencia.
El aristócrata, cuya familia estaba inscrita en el Libro de Oro de Venecia, y cuyos miembros se sentaban por derecho de nacimiento en los bancos del Consejo Mayor y decidían no solo la elección del Dux y de la Señoría, sino también los destinos de la Serenísima República, guiñó apenas los ojos a la vez que sonreía girando en la mano el sello que Mercurio le había enseñado cuando se había presentado en nombre de Scarabello.
—El hombre que os recomendó…, mejor dicho, que os recomienda Scarabello —prosiguió Mercurio—, es el capitán Lanzafame, uno de los héroes de la batalla de Marignano. La Serenísima lo ha humillado destinándolo a la vigilancia del gueto judío, pese a lo cual él no ha protestado en ningún momento. Es un hombre honesto y fuerte que ha estrechado amistad con un médico que está haciendo todo lo posible para combatir la epidemia de mal francés…
—Espera un segundo, muchacho —lo interrumpió el noble Giustiniani frunciendo el ceño—, ¿te refieres al mismo médico que Scarabello echó del Castelletto?
—Bueno… —dijo, embarazado, Mercurio—, en efecto, diría…, diría que sí, que es el mismo… médico.
—¿Y ahora, en cambio, quiere protegerlo?
—Él no, pero… esto es… —Mercurio estaba en apuros. No había pensado en esa contradicción y ahora temía que todo se fuese al traste.
—De acuerdo, no tiene importancia. No me interesa lo que hace… Scarabello —dijo Giustiniani.
Mercurio pensó que el aristócrata forzaba el tono despectivo que empleaba al hablar. Demasiado. Como si estuviera representando un papel.
—Bueno, da la casualidad de que la joven acusada, Giuditta di Negroponte, es hija de ese médico. Pues bien, creo que sería un gesto de gran nobleza por vuestra parte que permitierais que la protegiese alguien que la conoce.
—¿Por qué Scarabello siente tanto afecto por esa joven? —lo interrumpió Giustiniani.
Mercurio lo miró. Tenía dos alternativas: o inventaba una buena excusa o decía la verdad. Optó por la segunda.
—No es Scarabello el que siente afecto por Giuditta.
—Ah… —Jacopo Giustiniani miró a Mercurio asintiendo con la cabeza—. En ese caso, ¿por qué Scarabello demuestra tanto interés por ti? —El noble esbozó una sonrisa triste, remota. Se volvió imperceptiblemente hacia los dos lacayos—. ¿Eres su nuevo chico? —preguntó en voz baja.
—No, señor —respondió Mercurio—. No trabajo para él.
Jacopo Giustiniani lo miró y se echó a reír. Su risa era ligera, divertida.
—No me refería al trabajo —dijo a la vez que sus ojos se ensombrecían de nuevo y se distanciaban. Miró a Mercurio con cordialidad—. Veo que no te ha hablado de sí mismo ni de mí —dijo.
—¿Cómo decís, señor? —preguntó Mercurio, sin comprender.
Jacopo Giustiniani cabeceó.
—Tonterías —dijo en su tono remoto, como si estuviese por encima de los asuntos terrenales. Una vez más, sus ojos se desviaron imperceptiblemente hacia los dos lacayos—. Ordenaré que asignen al capitán Lanzafame la vigilancia de la prisionera.
—Señor… —dijo Mercurio deteniendo al noble, que se disponía a marcharse—. El sello…
Jacopo Giustiniani miró el objeto con el que había jugueteado hasta ese momento. Era un sello que conocía bien, dado que en la cornalina estaba grabado el blasón de su familia. Vio una larga cana enganchada en la cadena.
Mercurio tuvo la impresión de que sus bonitos ojos azules se empañaban. Por un instante pensó que no se lo iba a restituir.
En cambio, el noble Giustiniani le tendió el sello con brusquedad, como si se hubiese irritado o este quemase de repente.
—Otra gracia, excelencia —dijo Mercurio cogiendo el sello.
Jacopo Giustiniani lo miró.
—¿Giuditta tendrá un defensor? —preguntó Mercurio.
—Es obvio que no —contestó el noble—. A la Inquisición no le gusta correr el riesgo de perder.
—Concededle esa ocasión, vos podéis hacerlo.
—Son asuntos de la Iglesia. El Derecho Canónico prevé que el proceso inquisitorio se celebre a puerta cerrada y sin defensor.
—Pero este no se celebrará a puerta cerrada… —objetó Mercurio.
—No. Quieren usar a la bruja por motivos políticos —dijo pensativo el aristócrata.
—Vos sois poderoso.
Jacopo Giustiniani lo miró en silencio.
—Concededle la posibilidad de tener un proceso justo —dijo Mercurio.
—No lo entiendes, ¿verdad? —dijo Giustiniani sin arrogancia—. Los procesos de la Inquisición nunca son justos.
—Concededle esa posibilidad, señor —reiteró Mercurio—. Os lo ruego.
—La muchacha ya está condenada —afirmó el noble—. Es judía. Es bruja. Además, ¿quién crees que la defendería? Yo te lo diré, un sacerdote. Un hombre de la Iglesia que la considera tan bruja e infiel como sus acusadores. Sería una farsa.
—Concededle esa posibilidad. Nombrad un defensor. —Mercurio se arrodilló ante él con dignidad—. Vos tenéis poder para hacerlo.
Jacopo Giustiniani alargó instintivamente una mano hacia la cabeza de Mercurio, hacia sus hermosos rizos oscuros. Pero se detuvo con la mano en el aire. Lo miró absorto con sus ojos azules.
—Esa judía es una joven afortunada —dijo—. Quizá sea de verdad una bruja como dicen —añadió esbozando una leve sonrisa—. Veré qué puedo hacer.
—Que Dios os bendiga, señor —dijo Mercurio poniéndose de pie.
—Al contrario, Dios me maldice todos los días desde hace muchos años —replicó Giustiniani.
—No creo, señor —dijo Mercurio mirándolo a los ojos con sinceridad.
—Ahora vete —concluyó Giustiniani.
—Excelencia, ¿creéis que existe otra salida que llame menos la atención? —preguntó entonces Mercurio, que, al entrar, había visto llegar al comandante de la guardia con la nariz rota para iniciar su turno.
Jacopo Giustiniani sonrió fugazmente. Después hizo un ademán a uno de sus lacayos.
—Acompáñalo a la puerta del muelle —le dijo.
Apenas salió del Palacio Ducal Mercurio oyó el redoble de los tambores que desde hacía unos días retumbaba insistentemente por toda Venecia.
—Domingo, día del Señor, por voluntad de nuestro Patriarca Antonio II Contarini, en la plaza de San Marco, cerca del muelle ducal, ante las autoridades de nuestra Serenísima República de Venecia, la Santa Inquisición romana leerá públicamente el resumen de las acusaciones que recaen sobre Giuditta di Negroponte, bruja y judía.
«Mañana», pensó estremeciéndose y sintió que el miedo le encogía de nuevo el estómago.
Cuando volvió a Mestre se apresuró a ir a ver a Scarabello. Lo encontró durmiendo. La llaga que tenía en el labio dejaba ya a la vista los dientes. El pelo se había vuelto ralo y opaco, y tenía más llagas en la cabeza. La piel, tan frágil como una hoja de papel de seda, se tensaba en los huesos del cráneo. Incluso los dedos de las manos se habían secado y se veían los huesos. Mercurio pensó que parecía ya un esqueleto.
Scarabello abrió los ojos de repente. Miró a Mercurio con los ojos ofuscados durante unos instantes. Después sonrió.
—Los guardias han vuelto. Te están buscando. El comandante te la tiene jurada… —Tomó aliento—. Deberías pensar en marcharte de aquí durante unos días… Si quieres te puedo encontrar un escondite…
—No, no es necesario —respondió Mercurio—. Sé cuidar de mí mismo.
Scarabello esbozó una sonrisa.
—Fanfarrón.
Mercurio sonrió también.
—Ya estás haciendo bastante —afirmó.
—¿Cómo ha ido? —le preguntó entonces Scarabello—. Seguro que se enfadó porque no fui yo, ¿verdad?
Mercurio lo miró. Comprendió que la relación que existía entre Scarabello y Giustiniani debía de ser compleja. Más de lo que él podía imaginar. Pero tuvo la certeza de que algo importante encadenaba los destinos de esos dos hombres importantes.
De repente, recordó las palabras de Giustiniani y tuvo la impresión de que estas tenían un significado diferente del que había comprendido en un primer momento. El aristócrata le había preguntado si era el nuevo chico de Scarabello y cuando él le había contestado que no trabajaba para él había dicho, entre complacido y melancólico: «Veo que no te ha hablado de sí mismo ni de mí».
—Entonces qué, ¿se enfadó? —repitió Scarabello.
—No… —contestó Mercurio, en cuya mente inexperta en asuntos humanos se iba abriendo paso un pensamiento. Vio que Scarabello se ensombrecía, casi disgustado—. Bueno…, en realidad, sí. Mucho. Se enfadó mucho —se apresuró a corregir.
La cara de Scarabello se ensanchó en una especie de sonrisa y sus ojos se tornaron remotos, distantes, como los de Jacopo Giustiniani.
—¿Y luego cómo fue?
—Bien.
—¿Le hiciste sentir que no es superior a ti?
Mercurio sintió una inesperada emoción. No podía dar un nombre al pensamiento que se iba formando a duras penas en su mente, pero tenía la impresión de estar viéndolo a través de un velo que no debía rasgar.
—Me dijo… que te saludara de su parte.
—No es cierto. —La mirada de Scarabello se endureció. Parecía casi asustado.
—Te digo que sí —insistió Mercurio.
Scarabello desvió la mirada hacia un lado.
Mercurio volvió a ver en sus ojos la misma luz remota que brillaba en los ojos azules de Jacopo Giustiniani.
—Déjame solo —dijo Scarabello.
Mercurio puso el sello en su pecho y se alejó.
—Gracias, muchacho —susurró Scarabello sin que Mercurio lo oyese. Apretó el sello. Luego, sus labios comidos por las llagas volvieron a pronunciar un nombre después de mucho tiempo.
Mercurio dio un paseo por el campo. Necesitaba pensar, recuperar las fuerzas. Todos pensaban que Giuditta no tenía escapatoria. La daban por muerta. Sentían en el aire el olor de su carne quemada.
—¡No! —gritó—. ¡No! —Sintió que el miedo se apoderaba de él. No podía volver a perder a Giuditta. Sacudió la cabeza, como si quisiera desprenderse del miedo.
Entonces, a su izquierda, entre los matorrales que limitaban el campo, vio a una persona y la reconoció enseguida.
La cólera borró el miedo de golpe, se inclinó, cogió dos piedras, corrió hacia los arbustos y gritó: —¡Vete, perro bastardo!— a continuación tiró las piedras, una tras otra.
Zolfo salió de los matorrales con las manos en alto.
—¡No me hagas daño, Mercurio! —Lloriqueó—. ¡No me hagas daño, te lo ruego!
—¡Vete! —gritó Mercurio—. ¿Qué quieres? ¿Te manda tu fraile para que compruebes lo mal que estamos por su culpa? ¿Quiere vigilarnos? ¡Vete o te mato a pedradas, perro bastardo!
—Te lo suplico, te lo suplico… —dijo Zolfo encogiéndose y acercándose a él con cautela—. No me manda nadie…
—¡He dicho que te vayas!
—He escapado, Mercurio… —Zolfo le enseñó la ropa, sucia y desgarrada—. Hace dos semanas que vivo en la calle… Ya no estoy con el hermano Amadeo…
—¡No te creo!
—Tampoco con Benedetta… Son malos… malos…
—¡Vete a tomar por culo, Zolfo! —Mercurio levantó una mano—. ¿Quién crees que me hizo esta cicatriz? ¡Tú, pedazo de mierda! ¡Además querías matar a una muchacha que no te había hecho nada! ¡¿Y ahora vienes a decirme que ellos son malos?!
—Te lo suplico… te lo suplico… —repitió Zolfo dando un paso más hacia él.
—¡No te creo! —le gritó Mercurio inclinándose para coger otra piedra.
Zolfo se paró. Lloraba. Las lágrimas horadaban la suciedad que cubría sus mejillas.
—No sé adónde ir…
—¡Me importa un huevo! —Mercurio le tiró la piedra.
Zolfo la esquivó y dio un paso hacia atrás.
—Por favor…
Mercurio cogió otra piedra y se la tiró también. Dio a Zolfo en un costado.
—No sé adónde ir… —dijo reculando.
—Por mí puedes reventar bajo un puente, ahogarte en un canal… ¡Me da igual! ¡Vete!
Zolfo permaneció inmóvil unos segundos, y luego, al ver que Mercurio cogía otra piedra, se dio media vuelta y puso pies en polvorosa.
Mercurio tiró la piedra al suelo, encolerizado. La cogió y la volvió a tirar con todas sus fuerzas. Se quedó allí, inmóvil. En medio del campo. Le costaba respirar. Sentía que el corazón le latía en los oídos. Poco a poco, la rabia se fue desvaneciendo y el miedo se adueñó de nuevo de él. Miedo de que Giuditta muriese. Miedo de no poder salvarla. «¿Qué puedo hacer?», murmuró. Sus piernas flaquearon de improviso y cayó de rodillas en medio del prado. «No sé rezar», dijo juntando las manos. «Ni siquiera sé cómo llamarte…». Miró el cielo velado, caliente. El aire permanecía inmóvil. «Arcángel Miguel», dijo entonces recordando al ángel que lo seguía desde Roma. Pensó en las palabras que debía decir. Estuvo un rato con la boca abierta. «No sé rezar…», repitió. «Pero aun así, ¿puedes ayudarme?». No pudo decir más. Se quedó allí, en medio de la hierba seca, mientras la tierra se deshacía bajo sus rodillas, hasta que notó que tenía la frente perlada de sudor.
Entonces se levantó y volvió a casa.
Anna lo esperaba en el umbral.
—¿Qué ha pasado? Te oí gritar…
—Nada, un perro bastardo —contestó Mercurio.
—Me asusté —le dijo la mujer, angustiada—. No puedes dormir aquí. Los guardias han vuelto y el comandante…
—Sí, lo sé —la interrumpió Mercurio—. No te preocupes. No me cogerán… —Mercurio miraba de un lado a otro evitando los ojos de Anna.
—Dime —dijo la mujer.
—¿Qué?
—Vamos, muchacho.
—¿Qué?
Anna le acarició una mejilla.
—No puedes cargar solo con todo ese peso.
—Escucha, Anna…
—Desde que supiste lo de Giuditta no has vertido una sola lágrima…
—No tengo ganas de llorar…
—He hablado con Scarabello —dijo Anna—. Ya sabes que no es santo de mi devoción, pero, pese a que es un ser despreciable, te quiere. ¿Sabes por qué? Pues porque eres especial. Me ha dicho que estás a punto de hacer algo muy peligroso.
—¿Cómo puede saber lo que voy a hacer si ni siquiera yo lo sé? —preguntó Mercurio encogiéndose de hombros y tratando de sonreír.
—No puedes cargar solo con todo ese peso —repitió Anna. Lo atrajo hacia ella, lo abrazó y apoyó la cabeza en su pecho—. Qué alto eres —murmuró.
—¿De verdad quieres ayudarme? —preguntó Mercurio apartándola con delicadeza.
—Por supuesto. —Anna lo miró con sus ojos comprensivos.
—Entonces no me hagas llorar —dijo Mercurio—, porque tengo miedo de romperme.