15
—¿Por qué vamos con él y con el otro deficiente? —preguntó Mercurio a Benedetta mientras seguía al fraile y a Zolfo. Después de tirarse al canal se había quedado congelado. Mientras caminaba iba dejando a sus espaldas una estela de agua salobre.
Benedetta se encogió de hombros.
—¿Adónde vamos? —preguntó Mercurio al religioso en voz alta, enfurruñado.
—A un sitio donde podrás secarte y cambiarte de ropa —contestó el fraile sin dejar de andar. Dio unos cuantos pasos más y después se volvió mirando fijamente a Mercurio con sus ojos pequeños y agudos—. Supongo que no pretenderás que yo también me trague que eres un sacerdote, ¿verdad?
Mercurio se paró sorprendido. Los ojos del fraile lo inquietaban.
—No… —balbuceó—. Yo… mientras veníamos hacia aquí nos asaltaron unos bandidos… Me robaron la ropa y… encontré esta… —Señaló la sotana. A sus pies se extendía un charco de agua—. Eso fue lo que sucedió —dijo mirando a Benedetta con la esperanza de que le echase una mano.
Pero Benedetta no dijo una sola palabra.
—Vamos —dijo el fraile echando de nuevo a andar.
Mercurio se inclinó y miró a Benedetta.
—Ese fraile no me gusta —dijo en voz baja.
—A mí no me gusta ningún fraile —afirmó Benedetta.
A Mercurio le pareció notar cierta crispación en la voz.
—¿Yo tampoco? —bromeó.
Benedetta no respondió. Dio unos pasos y dijo:
—Gracias por no habernos dejado solos.
Mercurio simuló que no la había oído. El comerciante no lo había matado en el callejón de Roma gracias a ella. Por ese motivo se sentía obligado a mostrarle su gratitud. En parte. Porque por esa misma razón la detestaba con toda su alma, ya que odiaba sentirse en deuda. Le recordaba demasiado la sensación que le había suscitado el borracho que lo había salvado en las alcantarillas. Además, la detestaba porque no quería separarse de Giuditta. Al margen de lo que esta pudiese significar. Quizá, se dijo, Benedetta sabría explicárselo. Era una mujer. Solo que él no estaba acostumbrado a hablar con las mujeres. Por otra parte, tal vez Benedetta no estaría muy dispuesta a hablarle de Giuditta, se dijo. Fuese como fuese, el terreno parecía cenagoso y convenía evitarlo a toda costa.
Se dirigieron hacia el sur y salieron del pequeño centro habitado de Mestre. Se encontraban en una especie de arrabal integrado por unas cuantas casas alineadas a la derecha del camino, separadas entre ellas por una distancia de unos cincuenta pasos. Todas eran bajas y macizas, y tenían un huerto. A la izquierda corría un canal de márgenes irregulares flanqueado por arbustos de juncos.
El fraile llamó a la puerta de una casa. La puerta era ligera, como la de los heniles, hecha con tablas de madera sujetas por unos largueros claveteados.
Se oyó una cadena deslizarse por la guía y una mujer de unos cuarenta años con dos profundas ojeras, como si llevase toda la vida llorando, se asomó.
—Bienvenido, hermano Amadeo —dijo con voz monótona, aunque agradable. Cuando vio a los tres jóvenes su rostro se iluminó. Luego, al notar la sotana empapada de Mercurio, exclamó—: ¡Virgen santa! Entra y acércate al fuego, muchacho. —Dio un paso fuera de la puerta y lo cogió de la mano con delicadeza, pero resuelta.
Mercurio sintió una inmediata simpatía por la mujer. Se dejó arrastrar a la única habitación que había en la planta baja, hacia la gran chimenea encendida, tan alta como una persona.
La mujer cogió una silla y la puso frente al hogar, al lado de una de las paredes de ladrillos.
—¿Qué te has hecho en la mano? —preguntó al ver el vendaje.
Mercurio se encogió de hombros sin contestar y miró a Zolfo.
Pero Zolfo estaba exclusivamente concentrado en el predicador y no se dio cuenta.
La mujer examinó el vendaje.
—Te lo ha hecho una persona que entiende de heridas —afirmó—. Sé de qué hablo. —Miró la herida—. No es nada, se curará enseguida.
Mercurio se volvió a encoger de hombros.
—Desnúdate antes de que se resientan los pulmones —ordenó la mujer y se puso ella misma a desabrocharle la sotana.
Mercurio le detuvo las manos, embarazado.
—Vamos, no te hagas el tímido. —Se rio la mujer—. He visto muchos hombres desnudos, incluido mi pobre marido —dijo. A continuación se santiguó a toda prisa—. No me malinterpretes, muchacho. Siempre he sido una mujer honrada y temerosa de Dios. —Se rio y empezó a desabrochar de nuevo la túnica—. Desde que me quedé viuda alquilo camas a los jornaleros estacionales y te aseguro que después de pasar un día bajo la lluvia el mejor remedio es calentar la piel al fuego.
Benedetta comprendió al vuelo. Se acercó a ellos y, a la vez que cogía el saquito con las monedas de oro que Mercurio le estaba tendiendo, dijo:
—Vamos, tiene razón, desnúdate. —Se metió las monedas en el fajín con un movimiento rápido y natural, como si lo estuviese ajustando.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Mercurio, y en un abrir y cerrar de ojos se quedó en calzones.
Benedetta se echó a reír y Mercurio se tapó lo mejor que pudo.
También la mujer se rio mientras se dirigía hacia un baúl. Lo abrió, sacó una manta y se la echó a Mercurio a los hombros.
—Bueno, ahora te puedes quitar también los calzones, muchacho. —Le guiñó un ojo. Cuando Mercurio se desprendió de ellos la mujer los cogió a la vez que la sotana, y los colgó a dos clavos curvados que había clavados en la pared de la chimenea, entre los ladrillos rojos. A continuación puso los zapatos abiertos hacia el calor.
—Necesitará ropa —dijo el fraile.
La mujer lo miró inquisitivamente.
—Puede que en el futuro se convierta en un buen sacerdote —le explicó el religioso—. Pero por ahora es solo un chico y la sotana no es suya.
La mujer miró de nuevo a Mercurio. Se acercó a él y le atusó el pelo mojado apartándole un mechón de la frente. Sonrió. Cogió un trapo que colgaba del mango de una gran sartén y, sin preámbulos, le frotó la cabeza. Por último, lo peinó de nuevo.
Mercurio se quedó atónito. Jamás habría imaginado que permitiría a alguien hacer algo así.
—Me llamo Anna del Mercato, así es como me conocen todos —dijo la mujer a Mercurio, que no parecía decidirse a hablar—. Mojado como un pollito y mudo. —Se rio la mujer dirigiéndose al fraile—. ¿A quién me has traído, hermano Amadeo?
—Pietro Mercurio de los huérfanos de San Michele Arcangelo —dijo de un tirón Mercurio.
La mujer soltó una sonora carcajada, pero sin la menor malicia. Lo único que emanaba de ella era un calor tan agradable como el de la chimenea, pensó Mercurio.
—¡Menudo nombre! —exclamó Anna del Mercato—. Es tan largo como el de un noble español, si bien no creo que lo seas, porque san Michele Arcangelo es el patrón de Mestre. Por eso has ido a parar a la ciudad adecuada, muchacho.
Mercurio esbozó una sonrisa. El calor empezaba a entorpecer su mente. Sentían que los párpados le pesaban.
—Descansa, que es bueno para la salud —dijo Anna del Mercato y atizó la llama removiéndola con una larga caña ennegrecida. Después subió al piso de arriba.
Benedetta se sentó en el borde de la chimenea al lado de Mercurio.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó en voz baja. Con el rabillo del ojo vigilaba al predicador y a Zolfo.
El fraile estaba sentado a la mesa y se había escanciado un vaso de vino tinto. Zolfo estaba a su lado.
—Parece su clérigo —rezongó Mercurio.
Anna del Mercato bajó de nuevo con unas prendas de vestir en la mano. Mercurio notó que tenía los ojos brillantes, como si hubiese llorado o estuviese conteniendo las lágrimas. Con todo, seguía sonriendo a su manera, nítida y alegre.
—Aquí tienes —dijo Anna exhalando un suspiro—. Deberían quedarte bien. La casaca es de fustán, pero la forré con piel de conejo. Es abrigada, ya lo verás. —Sonrió una vez más—. Los calzones no están de moda, pero la lana es buena. —Su mirada se perdió en los recuerdos. Pero no añadió nada más. Dejó la ropa, incluida una camisa de lino basto y una camiseta de lana cocida, en el respaldo de la silla. Miró los zapatos de Mercurio, que se estaban secando cerca de las brasas—. Son un poco ligeros, pero no tengo zapatos —dijo. Miró de nuevo a Mercurio, ensimismada en sus recuerdos, ya lejanos, y se sobrepuso—. Hay un poco de sopa. Os sentará bien tomar algo caliente, chicos. —Cogió los cuencos de madera y los llenó. Se los ofreció a los jóvenes y al sacerdote—. No tengo cucharas, arreglaos como podáis, esta no es una fonda de lujo —dijo sin dejar de sonreír.
Mercurio bebió su porción en menos que canta un gallo. Era sabrosa, de col y rapónchigo.
Anna del Mercato removió la olla y sacó media costilla de cerdo con un poco de tocino y de carne aún pegados al hueso y se la pasó.
—Era la última, lo siento —dijo a los demás, que la miraban esperanzados—. Él la necesita más —añadió. Vio que los calzones estaban secos y se los tiró a Mercurio—. Vamos —le dijo—. Veamos cómo te queda la ropa.
Mercurio se puso los calzones y luego la camiseta, la camisa, los pantalones y la casaca. Le quedaban un poco holgados, pero, en conjunto, eran de su talla.
Anna asintió con la cabeza con los ojos resplandecientes.
—Ahora descansa —dijo señalando el jergón que había en el suelo.
El fraile no se levantó de la mesa y Zolfo no se despegó de él. Benedetta cogió la manta de Mercurio, se la echó a los hombros y se tumbó en un jergón de paja que había en un rincón lanzando una mirada torva a Zolfo. Mercurio, en cambio, se sentó de nuevo en la silla que había frente a la chimenea. Aún no se había liberado del frío.
Anna cogió un taburete, lo puso al lado de él y se sentó. Por unos segundos miró las brasas en silencio. Después, en voz baja, empezó a hablar sin apartar los ojos de la llama.
—A él no le sentaban tan bien como a ti —dijo.
Mercurio se volvió y vio que en sus labios se dibujaba una sonrisa remota y que tenía de nuevo los ojos brillantes.
—Mi marido era un hombre de aspecto ordinario, no tan guapo como tú —continuó Anna—. Pero era mi hombre. Y era un buen hombre. Jamás me pegó, ni siquiera una vez. —Se volvió hacia Mercurio. Tocó la casaca que había forrado con piel de conejo—. El buen Dios no nos concedió la gracia de tener un hijo, pero no me lo reprochaba y nunca se acercó a otra mujer. Decía que deberíamos haber adoptado un huérfano, que nos habría ayudado a roturar la tierra y en el mercado. Pero lo cierto es que le habría gustado tener uno. —Acarició una mejilla de Mercurio—. Le alegraría ver a un chico tan guapo como tú vestido con su ropa.
Mercurio deseaba decirle algo afectuoso, pero en ese momento no podía hablar.
—Sí… —se limitó a decir.
Permanecieron un rato más en silencio contemplando el fuego.
Después Mercurio le preguntó susurrando:
—La primera vez… tu marido y tú… os… ¿os cogisteis la mano?
La mirada de Anna se perdió de nuevo en el pasado. Después soltó una risotada.
—Bueno… no precisamente. —Siguió riéndose, de una forma que animaba a Mercurio—. Algo por el estilo, chico. ¿Me entiendes?
—Bueno…
Anna del Mercato sonrió y le volvió a revolver el pelo.
—Claro que no, qué estúpida soy. Aún eres un crío… En fin, quiero decir que las manos… de los dos… pues bien, de una forma u otra… tenían que ver.
—Ah, sí —dijo Mercurio fingiendo que la había entendido.
Anna del Mercato se rio avergonzada.
—Pero bueno, chico… menudas cosas me obligas a decir. —Bajó la mirada y se perdió de nuevo en los recuerdos. Acarició la casaca—. Ya verás cómo te abriga.
—Sí.
—Eran las últimas cosas que guardaba —dijo Anna—. Ahora ya no me queda nada suyo. —Volvió a mirar el fuego—. Me regaló un collar —susurró, como si estuviese hablando consigo misma—. Era precioso. Un hilo de oro bajo trenzado y una cruz del mismo metal con una piedra verde en el centro. —Se levantó—. Me voy a dormir. E intenta hacerlo tú también, muchacho. —Pero no se movió. Permaneció de pie, dentro de la gran chimenea, contemplando las brasas—. Murió hace dos años, ¿sabes? —dijo, por fin—. Aplastado por un carro, en el mercado. Ni siquiera era suyo. Era el carro de un desconocido. Se había quedado atascado y él lo estaba ayudando. Una de las ruedas cedió y el carro se volcó y le aplastó el pecho, y ese corazón tan grande que tenía.
Su expresión no podía ser más digna, pensó Mercurio. Se volvió hacia Zolfo, que estaba hablando por los codos con el fraile, con los labios tensos, casi haciendo rechinar los dientes. También él había perdido a alguien muy importante, pero reaccionaba con rabia al dolor. Miró a la mujer. Ella no. Y eso que ni siquiera parecía fuerte para sobrellevarlo, pensó.
—Me gasté el poco dinero que tenía para pagar un ataúd como Dios manda. Y un funeral —dijo Anna del Mercato—. Traté de reiniciar el trabajo que hacía cuando había conocido a mi marido. Organizaba las compras de víveres para varias familias importantes de Venecia que se habían quedado sin dinero. Dado que vivía en Mestre, podía garantizarles mejores precios. Aquí la mercancía cuesta menos. Pero nadie me quiere ya. Las familias se enriquecieron de nuevo y se avergonzaban de tenerme por medio, porque les recordaba los malos tiempos, como un pájaro de mal agüero. —Anna exhaló un suspiro—. De manera que salí adelante alquilando camas a los jornaleros, pero en invierno nadie trabaja la tierra y este año el hielo me ha quemado el huerto. —Se tocó el pecho, justo debajo del cuello, como si buscase algo que siempre había estado allí. Las lágrimas se le saltaron a los ojos—. He tenido que empeñar el collar, pese a que juré que jamás lo haría. Isaia Saraval, el usurero que está en la plaza grande, me ha dado veinte monedas de plata por él. —Anna bajó los ojos avergonzándose de nuevo por haber tomado esa decisión—. Nunca conseguiré ganar todo ese dinero para recuperarlo.
Era una lástima que esa mujer no hubiese tenido un hijo, pensó Mercurio. Jamás lo habría abandonado en el torno de un asqueroso orfanato.
«Mi madre era una verdulera que iba todas las mañanas al mercado…», pensó. Si hubiese nacido de esa mujer no se habría convertido en un estafador y no habría matado al comerciante. Pero no había sido así, y de nada servía darle vueltas.
—Lo siento —dijo con frialdad tratando de guardar las distancias entre la mujer y él.
Anna del Mercato asintió levemente con la cabeza, mirándolo sin el menor asomo de rencor.
—Ya te he aburrido bastante, muchacho —dijo. Le atusó de nuevo el pelo y se marchó.
—¿Qué quería? —le preguntó Benedetta cuando Mercurio se tumbó en el jergón a su lado.
—Nada —contestó Mercurio. No obstante, se dio cuenta de que no había logrado abatir el muro que se erigía entre él y Anna del Mercato. Le pareció sentir aún la mano de ella en su pelo.
—Esos dos no han dejado de hablar ni un momento —dijo Benedetta señalando a Zolfo y al fraile con la barbilla.
—Tengo sueño —la atajó Mercurio girándose. Cerró los ojos.
«Mi madre era una verdulera y vendía en el mercado. Me subía a su carro, al lado de los rapónchigos y las cebollas. Me había cosido una casaca de fustán y la había forrado con piel de conejo para protegerme del frío…».