55

Mercurio abrió la boca asombrado cuando llegó a un grupo de edificios tan absurdo que jamás habría podido imaginárselo, altos como torres, unidos sin la menor lógica.

—Este es el Castelletto —le dijo el niño que lo había guiado hasta allí.

Mercurio le dio el marchetto y luego miró en derredor. El patio que se abría entre las torres estaba abarrotado de una cantidad increíble de mujeres con las caras pintadas de albayalde y colorete, y ataviadas con unos vestidos llamativos y escotados. Además, todas llevaban un pañuelo amarillo al cuello. Eran jóvenes, viejas, de mediana edad y niñas. Algunas le hicieron gestos obscenos con la lengua cuando pasaron por su lado; una se levantó la falda, movió el culo, redondo, blanco y mantecoso, delante de él, y luego se alejó contoneándose.

—Como ves, tienes dónde elegir —comentó riéndose un hombre que salía de una de las torres al verlo tan sorprendido.

—Busco al doctor Isacco di Negroponte —le dijo Isacco.

—¿Un médico? ¿Aquí? —preguntó el hombre—. ¿No quieres follar?

—Isacco di Negroponte —repitió Mercurio.

El hombre cabeceó incrédulo mientras se alejaba.

Mercurio se dirigió con paso firme hacia la primera de las torres. Entró y sintió una especie de vértigo al respirar el olor acre y fétido del sexo barato. Se tapó instintivamente los oídos para protegerse del jaleo que retumbaba en el ojo de la escalera. Una prostituta se acercó a ellos contoneándose.

—¿Conoces al doctor Negroponte? —le preguntó.

La prostituta alargó la mano sin la menor vacilación y le cogió el miembro.

—¿Dónde te duele, tesoro? Yo te curo…

Mercurio la apartó con un empujón.

—Busco al doctor Negroponte —reiteró.

—Aquí se buscan putas, capullo —le contestó con ojeriza la prostituta. Se dio media vuelta y se alejó.

Mercurio miró alrededor. Vio una mujer de una cierta edad que estaba parada en medio del patio, de pie, con las piernas ligeramente separadas. Tenía el pelo blanco con varios mechones teñidos de color rosa y verde.

—Disculpe, señora —le dijo Mercurio acercándose a ella—. ¿Conoce al doctor Negroponte?

La mujer lo miró sin contestarle. Exhaló un suspiro de alivio.

Mercurio vio que no tenía un solo diente.

—Necesito encontrarlo urgentemente —insistió.

La mujer se levantó un poco la falda y se hizo a un lado dejando a la vista un charco de orina.

—Yo también tenía una urgencia, guapetón —dijo sonriendo.

—¿Conoce al doctor Negroponte?

—Quién sabe. Conozco a muchos hombres, pero no sé cómo se llaman. Si me dicen su nombre lo olvido antes de que saquen su cosa de mis muslos.

Mercurio amagó marcharse, pero una joven bien parecida con un escote vertiginoso que dejaba a la vista unos pezones claros, de color albaricoque, le hizo un ademán. Mercurio sintió una profunda turbación. Bajó la mirada para esquivar la de la prostituta y salió de la torre sintiendo una opresión en el pecho.

—Espera —dijo una voz detrás de él.

Mercurio se volvió. La joven lo había seguido y se estaba aproximando a él. Su pecho se balanceaba provocador.

—¡No, gracias! —le dijo con excesiva vehemencia.

La joven se rio.

—Apuesto a que eres virgen —dijo dándole alcance.

Mercurio quería marcharse, pero los ojos de ella lo retenían.

—Como sigas abriéndolos así se te van a caer al suelo.

—Disculpa… —dijo Mercurio y, haciendo un considerable esfuerzo, se volvió con intención de marcharse.

—He oído que buscas al médico de las putas. —La joven lo detuvo agarrándole un brazo.

—¿Lo conoces? —le preguntó Mercurio, y de nuevo su mirada se posó en el pecho desnudo de la prostituta.

La joven se subió el vestido para tapárselo.

—¿Así va mejor? ¿Entiendes ahora lo que te digo?

Mercurio se ruborizó.

—Eres virgen, seguro —afirmó la muchacha risueña—. En la torre de los arrendajos. Quinto piso. Pregunta por Cardinale —dijo la prostituta señalando la entrada de uno de los edificios.

Mercurio asintió.

—Gracias —le dijo.

La prostituta se bajó el vestido y sacudió el pecho delante de él. Después soltó una carcajada, como si fuese una niña, sin malicia, y se marchó.

Mercurio se encaminó hacia la torre de los arrendajos a paso lento, volviéndose de cuando en cuando hacia la prostituta. Ella le hizo un ademán con la mano, como habría hecho una joven cualquiera, y Mercurio le respondió sonriendo, aún turbado. Notó que su cuerpo y sus instintos se habían despertado. Pensó en Giuditta y comprendió que no podía contentarse con tocar la madera de un portón.

«De hecho, has venido para eso», se dijo entrando en la torre. Miró hacia arriba. La escalera se enrollaba como una gigantesca serpiente. Empezó a subir. En el bolsillo tintineaban treinta y una monedas de oro y siete de plata. Un pequeño tesoro. Eran el fruto de la fiesta del noble arruinado. Las había cobrado esa mañana. Era su parte y la había recibido solo dos semanas después del día en que se le había ocurrido la idea. Además, Saravan se las había dado entusiasmado, porque los negocios habían ido mucho mejor de lo previsto. Y, con toda probabilidad, habría más monedas, porque dos aristócratas iban a alquilar un collar y un anillo de gran valor. Había sido un éxito redondo. Por eso llevaba las monedas encima mientras subía la sucia escalera de la torre de los arrendajos, como amuleto. Entretanto se repetía la frase que había estudiado. Era una frase sencilla, pero estaba convencido de que produciría su efecto.

—¿Qué quieres? —le preguntó una mujerona gigantesca que lucía un vestido rojo púrpura cuando llegó a un piso en el que ya no olía a sucio y a sexo, sino a jabón y lejía.

Mercurio la miró.

—¿Es el quinto piso?

—¿Qué quieres? —volvió a preguntar la mujerona.

—Busco a Cardinale —dijo Mercurio.

—Hoy no trabajo —contestó la mujer.

—¿Eres tú? —preguntó Mercurio.

—¿Eres idiota?

—¿Conoces al doctor Negroponte? —le preguntó Mercurio.

En el rostro de Cardinale se dibujó una expresión de desconfianza.

—Te lo pregunto por última vez, antes de tirarte por la escalera: ¿qué quieres?

—Tengo que decirle una cosa —explicó Mercurio.

—Dímela a mí y yo se la comunicaré cuando lo vea —contestó Cardinale.

—No, tengo que decírsela personalmente. —Mercurio calló unos segundos—. Es importante. Tiene que ver con su hija.

Las facciones de Cardinale se tensaron.

—¿Está mal? ¿Le ha ocurrido algo?

—No… no… —dijo Mercurio—. ¿Qué has entendido…?

Cardinale lo escrutó por un instante.

—No te muevas de aquí —le dijo. Acto seguido se dirigió hacia una puerta que se encontraba al principio de un angosto pasillo. Llamó y la abrió.

—¿Quién es? —se oyó decir en el interior.

—Soy yo, doctor —contestó Mercurio, que había seguido a Cardinale.

—¿Yo, quién?

—Mercurio.

—¡Mierda! —exclamó Isacco.

—¿Lo tiro por la escalera? —preguntó Cardinale aferrando a Mercurio por el cuello del jubón.

Isacco apareció en la puerta. Tenía cara de cansancio, marcada por los innumerables días que había pasado luchando contra el mal francés. Miró a Mercurio, pero como si no lo viese. Luego se volvió hacia Cardinale y cabeceó.

La mujer se alarmó y los ojos se le anegaron en lágrimas.

Isacco se volvió de nuevo hacia Mercurio.

—Entra —le dijo. La invitación no era amistosa. Después acarició un hombro de Cardinale—. Organízalo tú.

Mercurio entró en la habitación. Vio a una mujer tumbada en un jergón. Su expresión era serena, pese a que tenía la nariz hundida y comida por una llaga.

—Buenos días —murmuró.

—No puede oírte —dijo Isacco cerrando la puerta—. Hoy ha dejado de sufrir.

Mercurio dio un salto hacia atrás.

—Solo te he hecho entrar porque quiero decirte una cosa —dijo Isacco acercándose a él con aire agresivo, pese al cansancio y la frustración que se leían en sus ojos—. No te acerques a mi hija —le dijo en voz baja. Le golpeó el pecho con el dedo índice y repitió lentamente, recalcando cada palabra—. No… te… acerques… a… mi… hija.

Mercurio sintió que la sangre le subía a la cabeza. Tembló de rabia. Las viejas e innatas defensas de su carácter que saltaban cada vez que se sentía injustamente agredido se activaron. Hizo un esfuerzo para dominarse y decir la frase que había preparado. Inspiró.

—Yo soy ahora como usted… doctor —dijo sin poder evitar que la voz se le quebrase un poco—. Ahora soy honesto.

—Se ve a la legua que eres un estafador —gruñó Isacco acercando su cara a la de Mercurio—. Eres un delincuente. Eres escoria.

—¿Y qué me dice de usted?

—¿Me estás amenazando? —preguntó Isacco saltándole al cuello.

—¿Por qué usted tiene derecho a cambiar y los demás no? —dijo Mercurio con ojos de endemoniado, sintiendo el peso de la injusticia. Se zafó de Isacco—. ¿Quién se ha creído que es?

Isacco lo miró sin decir palabra.

—Escúcheme, doctor —continuó Mercurio en tono circunspecto, tratando de dominarse—. Ahora tengo un trabajo honesto. —Extrajo el saquito con las monedas que había ganado, lo abrió y se lo tendió a Isacco, seguro de que causaría efecto—. Mire. Seré rico, además de honesto —dijo ufano.

—No te acerques a mi hija —repitió Isacco como si no supiese decir otra cosa, sin siquiera mirar las monedas.

—¡Estoy enamorado de su hija! —gritó Mercurio, casi asustado de pronunciar esa idea en voz alta.

Cuando Isacco estaba a punto de abalanzarse sobre él, la puerta se abrió.

Cardinale apareció en el umbral con los ojos enrojecidos, acompañada de otras dos prostitutas. Llevaban una camilla. Entraron en silencio, pusieron el cadáver de su amiga en la camilla con sumo cuidado, como si aún estuviese viva y, por último, la sacaron de allí.

Apenas salieron, Isacco se dirigió a la puerta con paso lento y mesurado y la cerró. Se quedó con la mano apoyada en el picaporte, de espaldas a Mercurio.

—Si es cierto que quieres a Giuditta —dijo con voz grave y baja— deberías darte cuenta del daño que puedes hacerle. Si la quieres, piénsalo.

Mercurio se sintió atormentado y humillado. Cerró el saquito de las monedas y se lo guardó. Una parte de él le decía que el médico tenía razón. Faltó poco para que se amedrentase y se diera por vencido. Pero después pensó en Anna, en la confianza que tenía en él. Y, sobre todo, pensó en la manera en que Giuditta lo miraba cada vez que se veían. Pensó que ella también lo quería con la misma determinación.

—¡No! —dijo—. ¡No!

Isacco se volvió con la cara encendida.

—¡Yo seré honesto! —prosiguió Mercurio—. ¡Seré digno de Giuditta!

—¿Sí? ¿Y qué más? —Isacco cada vez estaba más morado—. ¿Te convertirás también al judaísmo?

—¡Si es necesario, sí!

—Vete, muchacho. Nuestros dos mundos pueden convivir, pero no pueden unirse.

—Porque no tienen fantasía —respondió Mercurio instintivamente.

—¿Y para qué te sirve la fantasía? —preguntó Isacco arqueando una ceja y en tono sarcástico.

—Para imaginar un mundo distinto.

Isacco lo miró en silencio. Sacudió la cabeza y, a continuación, abrió la puerta.

—Vete, muchacho. Eres tan solo un imbécil.

Mercurio se movió lentamente, con la mayor dignidad posible. Pasó por delante de él y, mientras franqueaba el umbral, empezó a decir: —Seré…

—Tú ni siquiera sabes quién eres —lo atajó Isacco con rencor—. Imagínate si puedes saber lo que serás.

Mercurio se volvió de golpe.

—¡Yo soy todos los que quiero ser!

—¿Ves como solo eres un timador? —Isacco lo empujó hacia la escalera—. Eso solo puede pensarlo un estafador empedernido. Así que tú puedes ser uno, imbécil.

Mercurio se sintió herido en lo más profundo. Temía que Isacco pudiese tener razón. Temía no saber de verdad quién era. No ser nadie. El miedo se inflamó en su interior, como si fuera alcohol puro, y desencadenó la rabia, la consabida rabia que siempre lo había ayudado a ir adelante.

—Usted que predica tanto, ¿cómo puede aceptar que su hija viva enjaulada como un animal? ¿Qué clase de hombre es? ¿Qué clase de padre es? ¿Es eso lo que se merece Giuditta?

Isacco dio un salto hacia delante con los brazos extendidos, sin siquiera darse cuenta de lo que iba a hacer.

—¡Canalla asqueroso! —gritó abalanzándose sobre Mercurio encolerizado.

Cuando los separaron no tuvo el valor de mirarlo a la cara, porque él también tenía miedo. Miedo de que Mercurio tuviese razón. Había arrancado a su hija de su isla para ofrecerle una vida mejor, se había dicho. Pero ¿era esa una vida mejor?

—¡Sacaré a Giuditta de aquí! —vociferó Mercurio.

—Y yo te arrancaré el corazón con los dientes —le contestó Isacco, pero débilmente—. Que se vaya —concluyó inclinando la cabeza.

Mercurio abandonó el Castelleto sintiendo una rebeldía que no le dejaba razonar. Sentía una profunda rabia por todas las cosas injustas que le había dicho Isacco, además de una gran sensación de inseguridad, porque, muchas veces, le retumbaban dentro. ¿Lo conseguiría? ¿Se convertiría en un hombre, en un verdadero hombre, uno de los que no deben escapar y esconderse durante toda la vida?

A la vez que se perdía en esos razonamientos caminaba iracundo sin rumbo fijo. De cuando en cuando tropezaba con alguien, pero no oía los insultos ni se paraba para disculparse. Era como si solo existiese él y sus pensamientos. La niebla que se iba adensando con el caer de la tarde lo aislaba aún más del mundo circunstante.

¿De verdad podía permitirse querer a Giuditta? ¿Qué podía darle? Isacco lo había zaherido con sus palabras. Estas habían metido el dedo en la llaga. «¿Quién eres?», se preguntaba. Todos los que quería, había respondido al doctor. Pero ¿era alguno de ellos en particular? ¿Quién era? ¿Un rico obeso, un arsenalotto, una vieja pedorra? ¿Quién era Mercurio? ¿Quién era cuando no se disfrazaba?

Se repitió una y mil veces la pregunta, hasta que se quedó sin aliento y se paró, jadeando, tapándose los ojos con las manos y presionándolos con una fuerza que nacía de la rabia y la desesperación. Intentó calmarse. Después apartó las manos de los ojos para comprender dónde estaba, pero el mundo era minúsculo, estaba delimitado por una niebla tan espesa como una tela de algodón.

Dio un paso hacia delante. Un zapato se hundió en el barro. Saltó y cayó sobre una piedra cuadrada, blanca, una piedra de Istria, una de las que delimitaban los canales. Pero más allá no veía agua sino solo una rampa o, al menos, eso le parecía, hecha con tablas planas y clavadas en el suelo. Entre la tierra y las tablas crecían unas algas medio marchitas. En el aire flotaba un fuerte olor a moho.

Bajó del borde de piedra de la rampa. La siguió hacia abajo, hasta el punto en que se oía un chapoteo. Allí, suspendido entre la tierra firme y el agua, vio un muro oscuro, redondeado y gigantesco.

—¿Quién es? —preguntó una voz. Se oyó también el gruñido quedo de un perro.

Mercurio no sabía qué decir.

—¿Dónde estamos? —preguntó sin comprender de dónde procedía la voz.

Entretanto apoyó una mano en el muro que tenía delante. Era de madera y ondeaba un poco, como si respirase. Mercurio sintió una emoción intensísima, a la que no supo dar un nombre ni una explicación.

—Estás en el astillero de Zuan dell’Olmo, que soy yo —dijo la voz materializándose a sus espaldas.

Mercurio se volvió de golpe.

Un perro atigrado, con las orejas despeinadas, delgado, con una cola fina y el hocico arrugado que dejaba a la vista unos dientes amarillos y corroídos, le gruñó al mismo tiempo que se le acercaba. Parecía más inquieto que agresivo.

Mercurio alargó una mano hacia él.

El perro reculó, luego se aproximó de nuevo, tranquilizado por la aparición de un viejo que, entretanto, había salido también de la densa cortina de niebla. El perro olfateó la mano de Mercurio y a continuación movió la cola.

—Calma, Mosè —dijo de todas formas el viejo Zuan dell’Olmo.

Mercurio contenía el aliento, hipnotizado por la masa de madera oscura cuyo final no podía ver ni a la derecha, ni a la izquierda, ni arriba.

—¿Qué es? —preguntó en voz baja.

—Es una carraca —contestó Zuan.

—¿Una carraca? —preguntó Mercurio.

—Un velero —explicó el viejo riéndose entre dientes.

—Es grande… —murmuró Mercurio.

El viejo asintió con la cabeza.

—Debería haber dicho «era» —añadió con aire grave.

—¿Era?

—La hundirán —dijo Juan con una punta de melancolía en la voz—. Apenas tenga un poco de dinero deberé hundirla… sí… —suspiró.

—Pero ¿por qué?

El viejo dio un paso hacia delante, se detuvo junto al costado del barco y dio unas palmadas en él.

—No tienes ni puta idea sobre el mar, ¿verdad? —Se rio, pero sin alegría.

Mercurio se encogió de hombros.

—No —reconoció.

—Es como un caballo —explicó Zuan—. Cuando se queda cojo hay que matarlo.

—¿Está… coja…?

—Sí, pobre…

—¿Es suya?

—Ahora que está en ese estado, sí —respondió Zuan riéndose, de nuevo con tristeza y palmeando el costado del barco—. Me embarqué en ella cuando era apenas un muchacho. Envejecí a bordo de ella. Esta madera tiene cuarenta años. —En esta ocasión, en cambio, en lugar de darle palmadas acarició la tablazón de la quilla. El barco se inclinó ligeramente, movido por la resaca perezosa, y chirrió en respuesta.

Mercurio volvió a tener la sensación de que estaba viva.

—Cuando el armador decidió hundirlo —prosiguió Zuan—, hace casi cinco años… —Se interrumpió y cabeceó como si ni siquiera él pudiese creer lo que había hecho—. Bueno, por aquí todos se ríen de mí. Y no les falta razón… Te lo digo a ti también para que puedas pensar que soy un viejo loco y estúpido… Pues bien, cuando el armador decidió que era hora de hundirlo le pedí que me lo diese a cambio de un año de paga. No podía separarme de este… este… ¡ah! —Emitió un sonido de incredulidad—. Viejo idiota… Pensaba que se merecía que lo hundiese alguien que lo había querido y no una partida de desconocidos.

El perro movió la cola y lamió con timidez la mano de Mercurio.

Zuan lo vio.

—Tú también eres un viejo idiota, Mosè —dijo—. ¿Quién te dice que es una buena persona? Quizá ahora nos cortará la garganta y nos robará.

—¡Oh, no, señor! —protestó Mercurio—. No tengo ninguna intención de…

—Lo sé, muchacho —dijo Zuan deteniéndolo con un ademán de la mano, torcida por la vejez y la humedad de ese mundo suspendido en el agua—. Mosè no es tonto. Si fueras un delincuente te habría mordido ya.

—Entonces, ¿usted también está convencido de que no soy un delincuente? —preguntó Mercurio.

—Por supuesto, muchacho —contestó Zuan sin vacilar.

—¿Sabe quién soy?

—¿Cómo puedo saber quién eres? —Zuan lo miró sorprendido.

Mercurio lo escrutaba con intensidad, como si aguardase una respuesta. Como si el anciano pudiese resolver todas las preguntas que se había hecho, como si pudiese responder a sí mismo y a Isacco.

—Tienes aire de ser… —aventuró el viejo.

—¿Quién? —lo acució esperanzado Mercurio.

—Uno que se ha perdido —dijo Zuan encogiéndose de hombros.

Mercurio lo miró fijamente en silencio.

—Sí —asintió al final—. Tiene razón.

Zuan señaló un punto a su espalda.

—Mantén el canal a tu derecha, es el rio de Santa Giustina. Ve recto hasta que encuentres otro rio a la izquierda, el Fontego. Síguelo sin abandonarlo en ningún momento y llegarás al Arsenal. ¿Sabes volver a casa desde allí?

—Sí… —contestó Mercurio—. Gracias.

—Vamos, Mosè —dijo el viejo encaminándose a paso lento hacia el lugar de donde había salido.

Mercurio apoyó la mano en la quilla, en el mismo sitio donde la había puesto el viejo Zuan dell’Olmo. Olía a cáñamo y a la brea endurecida en los intersticios del tableado.

El barco se movió y crujió, como si estuviese hablando también con él.

—¿Por qué no lo repara? —preguntó a la figura que empezaba a desvanecerse en la niebla.

—No tengo dinero para hundirlo —dijo con voz triste el viejo a la vez que desaparecía—, no digamos repararlo. —Al cabo de unos segundos dejaron de oírse sus pasos.

El barco crujió, como si aún tuviese algo que decir.

Mercurio tocó el saquito con las treinta y una monedas de oro que había ganado de manera honesta.

—¡Yo encontraré el dinero! —gritó al muro de niebla.

La frase retumbó en la nada hasta que las vibraciones se apagaron.

Se hizo el silencio. De él emergieron las figuras torcidas del viejo y su perro.

—Debes de ser aún más tonto que Zuan dell’Olmo, muchacho —dijo riéndose el viejo. En su risa no quedaba el menor rastro de tristeza.

La chica que tocaba el cielo
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