Capítulo 65
Salir de marcha con un reverendo no es algo que antes hiciera muy a menudo. Supongo que lo mismo vale para Trudie, Amber y Felicity. Pero Paul no se parece a los curas con los que me había topado hasta ahora. Por lo menos, no tiene nada que ver con el reverendo Derek Crapper, de St Michael, Woolton, en aquellos días en los que yo solía asistir a misa con regularidad. Era un hombre encantador, con unas patillas tan grandes como para cepillar una escalera y una actitud amable y cariñosa. Milagro de Dios, teniendo en cuenta los palos que le deben de haber dado de pequeño con ese nombre17.
Ahora que recuerdo, también tenía un olor corporal tan fuerte que con solo inspirarlo se te quedaban las fosas nasales en carne viva, pero era tan simpático que daba igual.
En lo que respecta al reverendo Paul Richardson, sin embargo, eso no supone un problema. También es encantador, pero huele a Hugo Boss, lleva su alzacuello encima de una elegante camisa negra y unos vaqueros que resaltan su parte trasera de una forma que algunos pensarían que no es propia de un miembro del clero.
Entonces, ¿qué piensas de Paul? —pregunta Amber. Me está ayudando a llevar las bebidas a la mesa. Se esfuerza tanto porque la pregunta parezca casual que su voz suena como si se hubiera estado lavando los dientes con aguarrás.
Creo que es fantástico. Amable, inteligente, te lo pasas bien con él... ¿Por qué lo preguntas? —añado, como si no lo supiera.
—Oh, por nada.
Sonrío.
—No me mires así —añade, sonrojada—. Sé que todas pensáis que me atrae, pero no. Te lo prometo.
—Claro —digo.
—Aparte de todo lo demás, nuestras lunas no están alineadas.
—¿Vuestras qué?
—Lunas. Creo firmemente en la astrología védica, después del tiempo que pasé en India. Según el sistema Kuta, puedes medir el flujo de conciencia entre dos personas y cómo se armoniza esa energía en la relación.
—¿Y tu energía no está en armonía con la de Paul?
—Nuestras mansiones lunares están desparramadas —suspira—. Obviamente, eso no es exactamente un indicador de compatibilidad kármica completa...
—Ah, entonces vale.
—Mmm —dice dubitativa.
—Por supuesto, si te gustara, todas esas cosas darían igual, ¿no? —señalo.
—Pues claro que no, Zoe —me dice con desdén—. Juntar a dos personas cuyas lunas no están alineadas sería como mezclar... No sé... algo muy acuoso con algo muy aceitoso.
—¿Agua y aceite? —sugiero.
—Sí, exacto. No funcionaría.
La conversación me hace reírme por dentro hasta que nos sentamos. Trudie y Felicity son la desdicha en persona.
—¿Estás bien?—le susurro a Trudie.
—Sí, sí. —Asiente, pero no podría estar más claro que no—. ¿Por qué no te has traído a Ryan esta noche?
—Porque alguien tenía que cuidar de los niños. Además, está bien salir solo con las amigas.
Entre nosotros, es una trola tan descomunal que me sorprende que no me crezca la nariz un metro. En realidad, Ryan jugueteó con la idea apuntarse, pero en cuanto se enteró de que era más que nada una noche de chicas, parece que descartó la idea.
No me preocupa, especialmente porque nadie —aparte de Trudie— sabe de nuestra aventura. Es lógico evitar algo tan sospechoso como invitar a Ryan a que se una a nosotras.
—¿Qué tal está Tallulah últimamente? —le pregunto a Felicity—. Ruby la echa de menos. No te hemos visto en una semana.
Estoy intentando meterla en una conversación, pero lleva toda la noche tan extraordinariamente discreta que sospecho que nada va a funcionar, a menos que le conecte un kit de baterías para el coche.
—¿Eh? Ah, bien —contesta con un asomo de su sonrisa habitual.
—¿Es verdad que le estás enseñando francés? —pregunta Trudie.
—Sí —dice Felicity. Claramente, está intentando animarse—. Es muy buena, de hecho. Y su madre pilla alguna palabra. Pero me temo que no vamos a llegar muy lejos, teniendo en cuenta que Nancy acaba de darse cuenta ahora de que la z de chez no se pronuncia. Pero lo intenta.
¡Estupendo! —exclamo, contenta de que haya empezado a soltarse—. Espero que te los lleves a la fiesta de Navidad de Ryan.
Se trata de una ocurrencia que Ryan anunció la semana pasada. En principio, fue idea de Ruby, pero Ryan se apuntó sin reservas: prueba irrefutable de que disfruta de poder hablar con sus vecinos sin tentar al Armagedón.
Por mi parte, no veo el momento, sobre todo porque Ryan va a traer a alguien que se ocupe del catering. Ya he planeado mi conjunto. Unos favorecedores pantalones de pernera ancha y un top de cachemira negro con un escote de vértigo. Elegante sin pretensiones, aunque encontrarlo me va a costar un día de búsqueda intensiva por todas las tiendas de rebajas de Boston.
—¿Fiesta de Navidad? —pregunta Felicity, al tiempo que desaparece su frágil sonrisa—, ¿Ryan va a hacer una fiesta de Navidad?
—Bueno, sí. Tienes tu invitación, ¿no?
—No, Zoe. No tenemos. —Felicity intenta parecer alegre al contestar, pero no funciona.
—Oh. Bueno, puede que no hayan llegado todavía.
—Nosotros ya la tenemos —señala Trudie, con poco espíritu constructivo.
—Y nosotros —salta Amber.
Miro al reverendo Paul en busca de ayuda. Asiente. Abro los ojos de par en par.
—Dios, lo siento, Felicity —digo aturullándome de repente—, Se me ha debido de escapar, de verdad. Sé que te pusimos en la lista. A Ryan debe de habérsele olvidado mandarte un correo electrónico. Pero, por favor, consideraos invitados. De verdad.
—¡No, no! —exclama, levantando la mano como si fuera un guardia de tráfico y con una sonrisa tan amplia como si eso fuera lo último que se le había pasado por la cabeza—. No te preocupes por mí, Zoe, en serio.
—Pero, Felicity, yo...
—¡No! ¡Novamos a ir! ¡No te preocupes!
—Estoy siendo sincera, Felicity —digo tratando de interrumpirla—. Estabais invitados. ¡Estáis invitados!
Se para un segundo.
—No me gustaría ir si no soy bienvenida. —Sonríe con gesto tembloroso y dolido.
—Eres bienvenida —insisto.
Se para.
—¿Sí?
—Por supuesto —digo.
—Vale, estupendo —dice con una sonrisa radiante—. Tengo que consultar mi agenda, claro, pero puedes ir apuntándome.
El tema vuelve a salir veinte minutos después, en una escapada al cuarto de baño coordinada entre Trudie y yo, para que ella se arregle el maquillaje, cosa que le gusta hacer con la misma frecuencia que un niño en fase de aprendizaje gusta de visitar su orinal.
—Jesús, has estado fina al descubrir que habíais dejado a Felicity fuera de la lista de invitados a la fiesta de Ryan me dice—. Ella nunca se lo habría perdonado.
—Lo sé. Solo espero que de verdad haya sido un accidente y que Ryan no los haya dejado fuera a propósito. A lo mejor no se lleva bien con Nancy y Ash.
—Se llevan bien con todo el mundo —dice Trudie displicente—. Además, Ryan ahora se está esforzando por ser el vecino perfecto, por lo que me cuenta Barbara, así que es imposible que no los haya invitado a caso hecho. De todas formas, me alegro de que se haya solucionado. Felicity ha estado rara toda la noche.
Es típico de Trudie pensar en los demás cuando su propia vida no es que sea un lecho de rosas, precisamente.
¿Y a ti cómo te va todo?
Se encoge de hombros.
Bueno, ya sabes... así-así. Quiero decir, con Barbara genial, no me malinterpretes. Ryan hizo milagros con ella.
—¿Y entre Ritchie y tú?
—No hay un Ritchie y yo. No hemos hablado desde el otro día.
Tengo dudas sobre qué debo decir a continuación, pero Trudie se me adelanta.
—No me contesta a las llamadas. —Arruga la cara.
—Oh, Trudie. —La rodeo con el brazo. Soy muy consciente de que mi respuesta es tan penosamente inadecuada como intentar apagar una casa en llamas con una pistola de agua, pero me resulta difícil averiguar qué más puedo hacer.
Pasamos los siguientes diez minutos en el baño, gimoteando y abrazándonos, gimoteando y abrazándonos. Cuando por fin decide que está lista para volver al bar, tiene la cara tan colorada como si el colorete le hubiese provocado alergia.
—No quería alterarte, Trudie —le digo conforme salimos.
—No seas boba, cariño. Me siento mejor después de una buena verraquera. No sé qué haría sin ti, de verdad que no.
Sin embargo, en el mismo instante en que salimos del baño, veo a alguien al otro lado del bar que, estoy segura, va a cambiar drásticamente el curso de la noche.
Le doy un codazo a Trudie, pero está rebuscando en su bolso rosa de lentejuelas, intentando localizar un parche de nicotina para añadirlo a los otros cuatro que lleva pegados bajo el top.
Le doy otro codazo.
—Espera cariño, creo que he encontrado uno —me dice, mientras saca un objeto con aspecto de tirita—. Qué huevos. Es un cubrepezones.
—Trudie —siseo, dándole un codazo tan fuerte en las costillas que pega un aullido.
Cuando levanta la vista, Ritchie viene caminando hacia ella sin vacilar. Se quedan de pie uno enfrente del otro, en silencio; durante un segundo se podría haber cortado el ambiente con un cuchillo.
—Hola, amor —susurra Trudie finalmente—. ¿Cómo estás?
Ritchie estira el brazo para coger su mano, la cual, a pesar de sus intentos por mantener la calma, tiembla sin control.
—Trudie —murmura—. He venido para intentarlo de nuevo.