Capítulo 10
Ya que Boston va a ser mi nueva ciudad, me parece buena idea mezclarme con la población indígena tan pronto como pueda. Al menos, para no parecer una desgraciada turista que no puede ir al baño sin una guía detallada y un callejero plegable.
Con aire despreocupado, entro en un American Jack’s intentando parecer tan cómoda con mi entorno como Norm entrando en Cheers, pero me tropiezo con un escalón y casi tiro a una camarera. No es un restaurante discreto, hay estandartes con barras y estrellas detrás de la barra, partidos de béisbol en las teles de cada rincón y platos tan a rebosar que deberían servirse con excavadoras en lugar de cuchillos.
Nos abrimos paso más allá de la barra chapada de roble y subimos unas escaleras que nos llevan a un agradable patio donde entra toda la luz de las primeras horas de la tarde. Ahí es donde nos asalta una pelirroja hiperactiva, tan animada que se podría pensar que ha pasado toda la mañana esnifando polvos mágicos.
—¡Hola, chicas! ¿Cómo va el día? Me llamo Ce-Ce y soy vuestra camarera. ¿Qué os pongo?
Me concentro en la carta, intentando elegir cualquier cosa para no parecer descuidada.
—Podéis pedir las bebidas ahora, si queréis —chilla CeCe—, y luego mirar la carta tranquilamente.
—Ah, vale —digo, soltando mi carta—. Yo quiero un café, por favor.
Puede que mi nivel de energía haya aumentado un poco durante el último par de horas, pero llevo sin dormir lo que me parecen semanas y sé que sin un tentempié podría caer en redondo en cualquier momento.
—Sí señora —canturrea Ce-Ce—, ¿americano normal, capuchino, con leche, expresso, helado...?
—Helado —interrumpo, secretamente impresionada por no haber pedido el aburrido y típico capuchino que habría pedido en casa.
—Vale. ¿Pequeño, regular, grande, extra grande o tamaño familiar?
—Oh, eh, algo tipo... mediano, por favor.
—¿Perdón?
—Uno med... Oh, eh, regular.
—Vale. ¿Descafeinado, con mitad de cafeína o normal?
—Normal.
—Lo tengo. ¿Desnatada, entera o mitad y mitad?
—Mitad y mitad —contesto, como si me diera ese gusto dos veces al día.
—Claro. ¿Sirope?
Sonrío.
—Hoy no.
—¡Genial!
Ahora se gira hacia Trudie.
—¿Y usted, señora?
Somete a cada miembro de la mesa al mismo sonriente interrogatorio, y me siento ligeramente molesta al ver que Ruby pide con bastante más seguridad que yo.
Cuando llega el momento de la comida, miro la lista, paso por el pollo, el brócoli con ziti, la sopa de almejas de Nueva Inglaterra de la casa y el bacalao fresco de Boston. Me recuerdo a mí misma que ya he cogido siete kilos y medio, probablemente ocho después de las Pringles que devoré en el vuelo. Tengo que escoger el plato con menos grasa de la carta y comerme solo la mitad; me lo debo.
—Algunas de las ensaladas suenan bien, ¿no? —reflexiono, intentando convencerme a mí misma más que a cualquier otro.
A la mierda. Pido la parrillada de costillas de cerdo de la casa poco hechas con ensalada de col, patatas fritas caseras y aros de cebolla para acompañar. Me lo traen en un plato del tamaño de Malta.
—Parece que te morías de hambre, cariño —dice Trudie a mitad de la comida.
—Debería hacer dieta —digo con un suspiro mientras mastico una patata.
—¡Estás de broma! No necesitas hacer dieta. Yo tengo más michelines que Kwik Fit7 y nunca me ha importado.
Ese es todo el refuerzo que necesito para zamparme el resto de una comida que debería incorporar su propia unidad de reanimación cardiaca. Quizá esa sea una de las razones por las que me gusta Trudie.
Resulta que se hizo niñera hace dos años, después de dejar su poco lucrativo trabajo de camarera, allá en nuestro país, en un pub llamado Crazy Brian’s.
—Disfrutaba de cada minuto que pasaba allí —dice con tono sarcástico—. Era un trabajo de ensueño, aparte de tener un jefe pervertido, clientes insoportables y una paga basura.
—¿Cómo pasaste a cuidar niños? —pregunto.
—Soy la mayor de siete hermanos, así que estaba bastante bien formada —comienza—. De todas formas, para ser sincera, simplemente llegué a un punto en mi vida en el que quería cambiar las cosas. Crecí en una vivienda de protección oficial infernal. Algunas noches necesitabas un chaleco antibalas para salir a la puerta de la calle. Cuando dejé de estudiar, el panorama no era mucho mejor. Miré mi vida de frente y pensé «quiero algo más que esto».
—¿Y volviste a estudiar? —pregunto.
Asiente con la cabeza.
—Apenas tenía nota al salir del instituto. Dios sabrá por qué; siempre me decían que era bastante inteligente. Simplemente algo salió muy mal esos años. Me junté con mala gente, supongo. Estaba más preocupada por gorronear otro Benson & Hedges que por conseguir una educación. Pero cuando fui a la universidad, con veintitrés años, fue diferente, probablemente porque me encantan los niños. O quizá fuera solo la idea de poder decirle a Brian que tendría que buscarse a otra a la que pedirle los cacahuetes a partir de entonces —dice con una risita—. Fuera lo que fuera, bueno... aprobé.
Intenta mantener una expresión neutra cuando me lo cuenta, pero está claro que está orgullosa de sus logros.
—No podía creerlo —continúa, retirándose de la cara un mechón de pelo rubio—. Nunca había sido buena en nada. Excepto con las tragaperras. Y el tabaco.
Para cuando los niños se están tomando el helado, hemos pasado al tema de mi nuevo lugar de trabajo.
—Entonces, ¿cómo es la señora Miller? —pregunto, bajando la voz—. Es decir, ya me he dado cuenta de que no es muy rigurosa con los temas de la limpieza. Pero ¿me llevaré mejor con ella que con su media naranja?
Trudie casi se ahoga.
—Mier... O sea, miércoles. Creía que lo sabías.
—¿Saber qué? —frunzo el ceño.
—O sea —Trudie murmura—, que está muerta.
Por un segundo creo que se me ha parado el corazón.
No quiero que esto suene sexista —continúa, y da un sorbo a su Coca-Cola light—, pero ¿a cuántas mujeres conoces que sean capaces de dejar que su salón se convierta en eso? Ese lugar parece el decorado de una película de catástrofes.
Sacudo la cabeza.
—No me había dado cuenta. Quiero decir, di por hecho...
—Bueno, no tenías por qué saberlo. Pobrecitos, ¿eh?
Ruby y Samuel siguen luchando con sus helados. Samuel tiene tanto en el pelo que parece que se lo acaba de enjabonar.
—¿Cuánto hace que pasó? —pregunto.
—Según Barbara, mi jefa, fue justo después de nacer Samuel. Así que dos años y medio quizá.
Pienso en Ruby, con solo tres años entonces, con una madre un día y sin ella al siguiente, y la inconcebible confusión y tristeza que debió de haber sentido. Dos niños creciendo sin una madre que vaya a sus funciones de Navidad, que les bese las rodillas cuando se caen o que les remeta las mantas de la cama como solo las madres saben hacer.
Pienso en mi infancia feliz, con dos padres que me adoraban, y todavía lo hacen, y me siento increíblemente triste.
También siento una punzada de culpabilidad por Ryan. Vale, una cepa de E. Coli tiene más encanto que el que él ha tenido esta mañana conmigo, pero esto me hace verlo con otra perspectiva. De repente, tomo la determinación de aceptar el reto de trabajar en la familia y demostrar mi carácter.
—¿Cómo murió? —le pregunto a Trudie.
—Un accidente de coche —dice—. Aunque creo que Barbara está convencida de que está enterrada en el patio.
Debo parecer alarmada.
—En realidad no —añade Trudie—. Barbara es así. Ella y Ryan no son precisamente colegas.
—¿Por qué no?
—Porque su césped no está podado como a ella le gustaría, los niños no van a misa y no le ha dicho últimamente lo estupenda que está.
Sonrío.
—¿Cómo te llevas con ella?
—Oh, bien —responde—. No somos lo que se dice dos gotas de agua, pero en general Barbara no está mal. Sobre todo me aguanta, y estoy segura de no ser lo que ella esperaba cuando pidió una niñera británica.
—¿Qué crees que esperaba?
Trudie se tira del tirante del Wonderbra e intenta, sin éxito, contener un eructo.
—Mary Poppins.